En ese terreno, el gobierno trabaja sobre la fractura que desnudó la pandemia. De un lado, los estatistas: un mosaico heterogéneo de trabajadores con diversos ingresos y modalidades de contratación, pero que gozan de un piso de protección y un horizonte de estabilidad. Del otro, los mercadistas, empujados a sobrevivir en una selva donde la única ley es la de la oferta y la demanda.
El doble objetivo de Pullaro con los sindicatos docentes
A las armas comunicacionales se suma una combinación de palos y zanahorias. El presentismo de Asistencia Perfecta y el descuento de los días de paro pegan en el bolsillo y tienen un efecto disuasivo sobre las bases, porque elevan el costo —en el sentido más material, básico— de adherir a la protesta.
Con esa maniobra de pinzas el gobierno busca divorciar a la masa docente de la dirigencia gremial. El objetivo es doble: desalentar los conflictos sindicales, sobre todo las medidas más duras, y debilitar a un actor que construyó un poder que trascendió el ámbito reivindicativo.
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Esta semana el gobierno dio un paso más allá y culpó a los sindicatos por lo que califican como “una catástrofe educativa”. “El sindicato había copado la política pública. No podías evaluar, porque hacer pruebas con nombre y apellido era estigmatizar. Imaginate si los médicos hicieran lo mismo, no habría tratamiento”, dice un hombre de extrema confianza de Pullaro.
La acusación golpea de manera colateral a sus aliados socialistas, que hegemonizaron los tres gobiernos del Frente Progresista. Nadie puede pensar que la debacle educativa empezó en 2019 con el gobierno de Omar Perotti.
Es un juego de contrastes que, puertas adentro, los pullaristas suelen plantear. Señalan que uno de los puntos débiles de los gobiernos de la vieja alianza es que fueron demasiado contemporizadores con sectores del poder permanente y faltó voluntad y audacia para encarar reformas.
Por lo pronto, en el sindicalismo docente reconocen que están a la defensiva. “Para los gremios es un momento de resistencia y acumulación”, admiten.
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El nuevo contexto obliga a los sindicatos a buscar formas más creativas para plantear sus reivindicaciones y presionar al gobierno. Los dirigentes cranean medidas con mayor impacto comunicacional, y tratan de sacarse los prejuicios sobre la relación entre las plataformas virtuales y el repertorio clásico de protesta. “Antes pensábamos que las redes te vaciaban la calle, pero la marcha universitaria mostró que no es así. Te pueden potenciar”, evalúa un referente gremial.
Pablo Javkin y la puja con los municipales
En paralelo, Rosario fue el escenario de un conflicto casi calcado entre la Intendencia y el sindicato de los municipales, históricamente mucho más conciliador que Amsafé.
El gobierno de Javkin jugó fuerte, tanto en la previa como después del paro. Advirtió que iba a descontar el día de huelga, sacó el aumento por decreto y salió a ganar la pelea interpretativa por el bajo acatamiento.
“Nos sorprendió lo rápido con que salieron con la medida de fuerza, más cuando los propios intendentes peronistas reconocen que cayó la coparticipación, la Festram está con cuarto intermedio y este fin de semana se paga el aumento”, dice un hombre del entorno más próximo del intendente.
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Tanto el conflicto de los docentes como el de los municipales muestran que la mecánica del paro está oxidada. En lugar de dirigirse hacia el gobierno, el malestar generado por la protesta se vuelve contra sus organizadores. En vez de cosechar solidaridad, reciben el rechazo de una sociedad cada vez más fragmentada. Al revés de la consigna de El Eternauta, lo viejo no funciona.
En el Palacio de los Leones creen que en la dureza de los municipales pesan tanto la necesidad de la conducción rosarina del sindicato de diferenciarse de la Festram como las elecciones del 29 de junio próximo. Antonio Ratner, al frente del sindicato desde hace treinta años, apoya a Juan Monteverde, el candidato del peronismo y sus aliados.
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De todos modos, en el terreno electoral Pullaro y Javkin están en momentos diferentes. El gobernador aprobó el trámite en las urnas —aunque aparecieron algunas luces de alerta— y, parado desde una primera minoría sólida, tiene como desafío garantizar la cohesión de Unidos y que la nueva Constitución no nazca con fórceps y con el estigma de la mayoría automática.
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El intendente está al frente de una gestión que va por su sexto año —uno de los pocos gobiernos pandémicos que pudo reelegir— y no tiene enfrente un archipiélago opositor sino a dos tercios con cara, nombre y apellido. Además de ganar bancas en el Concejo, tanto Monteverde como Juan Pedro Aleart quieren usar las elecciones del 29 de junio para posicionarse como la opción de recambio al oficialismo en 2027 y abrir un nuevo ciclo político después de más de tres décadas.
De la bronca a la indiferencia
El mismo repliegue sobre lo privado que debilita el reclamo sindical también impacta en el plano electoral. La caída de la participación electoral en las elecciones del domingo pasado en Salta, Jujuy, Chaco y San Luis muestra que el ausentismo récord en Santa Fe no se debió a que la reforma constitucional es un tema abstracto y faltó difusión. Es el síntoma de algo más.
La bronca que sirvió de combustible para que Javier Milei llegue a la Presidencia mutó en indiferencia. Una huida silenciosa pero masiva de un sector del electorado que interpela a toda la dirigencia. Si bien cada provincia es un mundo, además de la baja participación aparecen al menos tres elementos comunes más entre las elecciones locales.
Primero, revalidan títulos los oficialismos locales. En los cinco casos, ninguno de los gobernadores se embandera en la oposición dura a Milei y dosifica a su modo apoyo y críticas a la Casa Rosada.
Segundo, el peronismo se muestra dividido y el kirchnerismo exhibe un alto nivel de descomposición, que obliga al justicialismo a montar esquemas de unidad y poscristinistas si pretende recuperar competitividad.
Tercero, La Libertad Avanza (LLA) pone sus primeras fichas en las provincias y coloca los cimientos de una estructura nacional, pero el sello no hace milagros. Por ahora, consigue resultados modestos en las provincias y no representa una amenaza para los gobernadores.
En ese marco, las elecciones de hoy en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires funcionan como una remake de la pelea entre Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde. El presidente desafía al dirigente que lo ayudó a llegar al poder y en su propio bastión.
Lanzado a una lucha contra la extinción ante el cambio del ecosistema político, Mauricio Macri llevó la pelea con Milei a un plano personal del que cuesta volver. Más que un cada vez más lejano acuerdo en la provincia de Buenos Aires, tanto el libertario como el jefe del PRO parecen estar pensando en cómo culpar al otro por no llegar a un entendimiento que abra la puerta a un triunfo del kirchnerismo en su último bastión.
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A diferencia de la interna peronista de 2005, el que gane la competencia entre violetas y amarillos podría no imponerse en la general. La fragmentación del centro a la derecha le despeja el camino a Leandro Santoro, un viejo amigo de Pullaro de la Juventud Radical. Ambos iban a pedirle consejos a Raúl Alfonsín en épocas oscuras de la UCR, en las que radicalismo era sinónimo de crisis y helicóptero.
“A Leandro le conviene salir segundo”, considera un integrante del círculo pullarista que lo conoce de aquellos años.
La lectura subyacente es que con un triunfo todo el kirchnerismo querrá subirse al tren ganador y le costaría romper el techo de cara a un balotaje. Un segundo puesto, en cambio, le permitiría ampliar el marco de alianzas para tratar de ganar un distrito hostil al peronismo, pero con un electorado con una identidad distintiva y al que le gusta llevar la contra. En eso, rosarinos y porteños se parecen.