La Constitución no tiene manos ni piernas ni dientes. No puede correr o saltar, ni siquiera puede moverse para esquivar una agresión. No golpea, no grita, no insulta, no ladra, no gruñe. No hay forma de que la Constitución sujete un palo o que tire una piedra, mucho menos que dispare un arma. La Constitución es un texto que no se impone por su propia fuerza, no puede cuidarse por sí sola: depende de que otros la defiendan.
La primera forma de resguardo de la vigencia constitucional es la deferencia que deben mostrar los funcionarios. Esto significa que quienes toman decisiones deben autolimitarse y optar únicamente por aquellas alternativas que respetan los mandatos constitucionales, incluso cuando eso significa dejar de lado las preferencias personales y resignar opciones que estimen más beneficiosas para el bien común.
¿Siempre se demuestra esa lealtad? Por supuesto que no. Ni siquiera la mejor Constitución está a salvo del incumplimiento, y su vigencia no puede depender únicamente de buenas intenciones. En la Francia revolucionaria, mientras se discutían los primeros textos constitucionales como reacción al absolutismo monárquico, el diputado Sieyès lo graficó con lucidez premonitoria, advirtiendo que “una ley cuya ejecución no está fundada más que sobre la buena voluntad es como una casa cuyos suelos reposaran sobre las espaldas de aquellos que la habitan”.
Es interesante repasar la historia del constitucionalismo europeo frente al estadounidense. En Europa continental las constituciones no resultaron ser más que manifiestos políticos que recurrentemente eran modificados o incumplidos por los órganos legislativos. La voluntad de las mayorías circunstanciales no tenía límites, ya que no existía ningún órgano con posibilidad de controlar lo que decidían los parlamentos. Eso empezó a resolverse en el período de entreguerras con la creación de los tribunales constitucionales que fueron dotados de la facultad de decidir sobre la constitucionalidad de los productos legislativos.
Distinta fue la historia en Estados Unidos. Ya desde los albores de la nación, a partir del famoso caso “Marbury vs. Madison” de 1803, se instauró lo que se conoce como judicial review of legislation, que pone en cabeza de todos los jueces el control de constitucionalidad de las normas. Ese mecanismo, combinado con una constitución rígida que sólo puede modificarse con un acuerdo de voluntades más intenso que el requerido para dictar una ley común, consiguió hacer efectiva la supremacía constitucional.
La situación actual
Pensemos en la situación actual de nuestro país. Las más diversas voces se han pronunciado sobre la constitucionalidad del DNU 70/2023 y del proyecto de “ley bases… ”. Así como algunos ven en la avanzada del Ejecutivo una sentencia de muerte para el Estado constitucional de derecho, no faltan quienes defienden la estrategia por considerarla como una salida plausible a la crisis.
Lejos de la apatía que podría haber acompañado al renovado voto de desprecio a la política tradicional, la ciudadanía está reafirmando su interés por lo público y, ya sea por vías institucionales o de hecho, se ha entablado un diálogo democrático que permite conocer de primera mano el impacto de las reformas. Si en algún momento los legisladores pensaron que la crisis y la reciente elección podían servir de excusa para entregarse livianamente a las pretensiones del Ejecutivo, hoy está claro que la sociedad le reclama al Congreso que intervenga activamente y no se desentienda de las funciones que justifican su existencia.
Pero lo que se discute no es sólo la conveniencia política de las reformas, sino su compatibilidad constitucional. Se trata de una definición crítica, pero las posiciones parecen inconciliables. Frente a esta falta de acuerdos surge una pregunta trascendental: ¿quién tiene la última palabra sobre la defensa de la Constitución?
Ese dilema hace resonar los argumentos de un cruce intelectual que marcó un hito en la primera mitad del siglo pasado: Hans Kelsen defendiendo al Tribunal Constitucional como máximo guardián de la Constitución, contra Carl Schmitt que asignaba esa tarea al presidente del Reich, legitimado por el voto popular, por ser el único que podía encarnar la voluntad del pueblo, en su caso, el alemán.
El modelo estadounidense
Sabido es que el sistema constitucional argentino tomó como modelo al estadounidense. Para evitar un derrumbe fatal, nuestro sistema cuenta con un andamiaje de controles recíprocos inserto en la división de poderes. Cuando la deferencia constitucional de unos falla, otros deben intervenir para apuntalarla. En sencillas palabras, las facultades de decidir y controlar se distribuyen, y cada sector debe velar por un objetivo muy claro: evitar que los demás provoquen que la Constitución se transforme en una mera expresión de deseos sin fuerza vinculante ni resistencia ante su infracción.
Y al igual que en Estados Unidos, la Corte Suprema argentina se erige como máximo custodio de la Constitución. Incluso si el Congreso aprueba la ley ómnibus y avala el DNU, los jueces deben controlar su compatibilidad constitucional en cada caso que se judicialice y, en última instancia, es la Corte Suprema la que tiene la palabra final y cierra la discusión.
Sin embargo, hay que reconocer que la Justicia carece de la legitimidad del voto popular de la que pueden jactarse los otros poderes, y su intervención muchas veces provoca el victimismo político de quienes creen que la regla de la mayoría agota el contenido de la democracia y denuncian el “gobierno de los jueces”. Por eso, siempre es preferible minimizar ese desgaste institucional y corresponde que el Congreso y el Ejecutivo actúen con la máxima lealtad constitucional posible y sin claudicar a sus funciones de control recíproco.
Pero vale la pena retroceder un poco. Antes de preguntarse quién y cómo debe defender la Constitución, convendría recordar por qué corresponde cuidarla.
Vivir en un Estado constitucional de derecho significa que todos, incluso los gobernantes, están sometidos al imperio de la ley y especialmente al de la Constitución. Esto es una carta de protección frente a la arbitrariedad y los abusos del poder. La gastada excusa de la crisis ha sido la invitación a los peores acontecimientos de la historia: hoy no puede ser aceptada para dejar de lado la Constitución. Los momentos más difíciles son, justamente, los que exigen aferrarse a las normas fundamentales.
La Constitución es eso que reiteradamente se reclama, olvidando que ya existe: un proyecto de país a largo plazo, con un rumbo claro y reglas del juego prefijadas. Esto supone una decisión pública producto del consenso democrático más amplio que puede alcanzarse. Pero no se trata de un asunto definitivo, sino que la propia Constitución contempla la posibilidad de su reforma. Si se quiere modificar el orden constitucional, no se debe incumplirlo, sino que corresponde construir los acuerdos necesarios para su modificación.
Debe quedar en claro que quien no se somete a la Constitución y no está dispuesto a seguir el camino democrático para su reforma tiene dos alternativas para imponer su voluntad: el autoritarismo o la revolución.