¿Sos feliz en la escuela? La pregunta parece simple, sencilla. Pero quizás por eso también busca ir a lo profundo, a los modos de vincularse y habitar las instituciones educativas. Pero no solo como espacios donde se enseña y aprende, sino también como lugares donde se reparan las heridas sociales. Quienes contestaron son chicas y chicas de escuelas secundarias y la respuesta fue contundente: nueve de cada diez estudiantes dicen sentirse felices en la escuela.
El interrogante fue parte de una investigación coordinada por Carina Kaplan en el marco del Programa de Investigación sobre Transformaciones Sociales, Subjetividad y Procesos Educativos, del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación de la UBA (Universidad de Buenos Aires). La encuesta fue realizada a fines de 2022 —cuyos resultados se conocieron recientemente— sobre un universo de 4023 estudiantes de primer y último año de escuelas secundarias de la provincia de Buenos Aires, ubicadas en sectores populares.
“La hipótesis que fuimos construyendo es que la violencia en la escuela es signo de un dolor social. Esas formas de violencia física o simbólica, como el trato entre compañeros, los apodos o las burlas. Entonces, así como nos inquietaba indagar sobre la violencia en la escuela, la idea era identificar qué tiene la escuela de refugio simbólico, ese contrapeso que hace como sostén emocional”, señala a La Capital Carina Kaplan.
En esta búsqueda fue que, desde el equipo que coordina la docente e investigadora, recuperaron una pregunta que aparece en el libro La vida en las aulas de Philip Jackson, un autor que aborda el giro afectivo en las escena escolar. A la pregunta “¿soy feliz en la escuela?”, en la investigación dirigida por Kaplan los chicos respondieron: la mayor parte del tiempo (40%), muy a menudo (28%), todo el tiempo (18%), casi nunca (11%) y nunca (3%).
“Nos pareció una pregunta que actúa como movilizadora también para los docentes, porque es preguntarse si los niños y niñas con quienes se interactúa son felices en la escuela”, dice Kaplan. En esta indagación, la investigadora deja en claro que no se trata de una felicidad de mercado, sino un concepto ligado a la escuela como amarra subjetiva que repara heridas sociales. “Es correrse de la visión mercantilizada de las emociones, porque la escuela transmite otros valores y experiencias de socialización fuera del mercado. Pero además —apunta— porque no se puede ser feliz en la escuela si no se piensa en términos de felicidad colectiva, no se trata de que alguno sea feliz, sino de que todos lo seamos y que podamos identificar a aquel que está padeciendo burlas, humillaciones, procesos de inferioridades o estigmatizaciones”.
Menos solos
¿Qué encuentra en la escuela el 86 por ciento de los encuestados que dice ser feliz en ese territorio? Kaplan cuenta que entre las respuestas apareció una reivindicación a los vínculos entre compañeros, un rescate de la escuela como lugar donde se sienten menos solos y donde se identifican con pares generacionales. “Por lo menos en los adolescentes, el compañero ocupa un lugar central en los procesos de constitución identitaria, en el hacerse amigos o al tener las primeras relaciones de noviazgo. Básicamente lo que sostienen es la trama vincular en la escuela como sostén emocional, que a veces también hace contrapeso con lo que viven en hogares atravesados por las violencias o el desapego”, afirma.
Para Kaplan, otro punto a indagar es qué pasa con ese porcentaje que no se siente feliz en las aulas. “En realidad al maestro le interesa ese 14%, y una de las cosas que los estudiantes le reconocen a la escuela es que cuando hay alguien que no se siente bien o expresa malestar siempre hay una figura de un preceptor, un directivo o un profesor que intenta rescatarlos”, apunta. En estas llamadas de alerta destaca las autolesiones o intentos de suicidio. “Son temas tabúes y había un mito de que son prácticas que se producen fuera de la escuela, aunque una de las cosas que está sucediendo es que van al baño y se hacen cortes colectivos, cierta ritualidad que construyen para poder ser incluidos en un grupo. Lo que hay en el trasfondo de estas prácticas autodestructivas es sufrimiento social, entonces hay que poder hablarlo, procesarlo y simbolizarlo en la escuela, porque es allí donde encuentran una oportunidad de que alguien los pueda salvar. No se quieren morir, lo que hacen a través de esas prácticas es denunciar el malestar con el que viven. Y la escuela tiene que ser un contrapeso que no sume más dolor del que ya traen”.
“La pregunta —agrega— es cómo hacemos para construir una cultura afectiva que pueda reconocer a todos en sociedades del desprecio, donde muchas veces se encuentran invisibilizados. Eso es lo que expresan cuando se cortan la piel, que no se sienten escuchados, que a nadie le importa lo que les pasa o que no ven perspectivas de futuro. En sociedades del desprecio la gente produce experiencias de menosprecio, por eso me interesa desarticular algo de ese mecanismo a través de la micropolítica en la escuela”.
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Kaplan, docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
En profundidad
Además de las 4 mil encuestas que respondieron los adolescentes, el equipo de investigación encabezado por Kaplan realizó entrevistas en profundidad con los estudiantes. En esta segunda instancia, la soledad como experiencia común fue uno de los ítems que apareció en los relatos. “Me llamó mucho la atención el sentimiento de soledad que apareció en la encuesta y que después nosotros profundizamos, porque los estudiantes necesitan una existencia colectiva a partir de su existencia individual, que puedan sentirse parte de un colectivo e identificarse. Se piensa que las emociones solamente tienen que ver con el trato cotidiano y lo que digo es que hay mucho que tiene que ver con el currículum. Cuando una profesora de historia tiene que enseñar su materia elige a qué grupos representar y cómo hacerlo. No es lo mismo elegir contar la historia desde grupos subalternos que desde otro ángulo. Ahí vos estás produciendo desde tu aula un proceso de identificación con aquellos que sufren y eso te permite educar en la sensibilidad por el otro, para que el sufrimiento del otro no me sea indiferente. No hace falta que sea indígena para conceptualizar cómo se siente alguien que es tratado en forma denigratoria. Y ese es un aprendizaje que nos compromete a todos. Lo mismo en educación inicial cuando las maestras eligen qué cuentos contar y con qué héroes hacerlo”.