“Esta semana asistimos a un lamentable espectáculo mediático que abonó a un sentido común estigmatizante que asocia mecánicamente a la juventud de la villa con la droga y la delincuencia. La adicción es una enfermedad que denuncia los procesos de desigualdad y de sinsentido que percibe gran parte de nuestra juventud. La desigualdad y la droga matan”. Las palabras fueron escritas en su muro de Facebook por la doctora en educación Carina Kaplan y remiten a ciertos discursos que comenzaron a emerger la semana pasada a raíz de la trágica muerte de una veintena de personas por consumir cocaína adulterada. Un caso que estalló en el conurbano bonaerense pero que también tuvo su réplica en Rosario, donde ocho personas debieron ser atendidas por cuadros similares en hospitales de la ciudad y la región.
“La muerte joven —escribió Kaplan— representa un profundo dolor social. Y es en ese sinsentido donde la escuela pone sentido. Por eso necesitamos a todas las pibas y todos los pibes en las escuelas, que son un territorio de construcción de esperanzas y sueños”. La educadora es docente en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), investigadora del Conicet y autora de numerosos libros y publicaciones, entre ellos La vida en las escuelas: esperanzas y desencantos de la convivencia escolar (Homo Sapiens). Además es directora del libro Los sentimientos en la escena educativa, publicado por la editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y disponible en internet.
En diálogo con La Capital, Kaplan habla de esos estigmas que impactan en las juventudes, de las marcas en los cuerpos y del sesgo racista y discriminador de ciertas miradas que pueblan la agenda mediática. Pero también del rol de la escuela "como escenario que permite dar sentido, tramitar los dolores y reparar las heridas sociales".
—¿Qué implican esos estigmas sobre la juventud de barrios populares?
—Hablar de la juventud es pluralizar la cuestión. No hay una juventud en singular (ideal, homogénea, única), sino juventudes en plural, concretas, situadas, heterogéneas, diversas. Es una construcción cultural que hay que insertarla en condiciones materiales e históricas de vida, como estos procesos de exclusión a los que estamos asistiendo. Creo que eso quedó claro con lo que se vio en las imágenes de la televisión. Históricamente, las y los jóvenes han sido atravesados por su condición de subalternidad y prevalece sobre ellos una mirada social estigmatizante, materializada y transmitida por los medios de comunicación hegemónicos, donde el lenguaje penal cobra protagonismo. Son estereotipos que tienen que ver con el color de piel, la vestimenta, cierta forma del lenguaje o de comportarse que conducen a asociar todos esos atributos y considerarlos como peligrosos o amenazantes. Por eso sostengo que a veces la sociedad, en lugar de proteger a esos jóvenes vulnerables que atraviesan situaciones de sufrimiento social, se protege de ellos por considerarlos peligrosos. Es muy cruel lo que sucede con este proceso de estigmatización, porque a quienes más hay que proteger son de quienes nos protegemos y los miramos como peligrosos. Aparece el miedo al joven pobre y se van fabricando estos miedos y una sensibilidad social que hace que los miremos de una manera poco humanizada.
—Y como en este caso, allí aparece también lo que implican las muertes de estos pibes.
—Nosotros estudiamos los procesos de muerte joven, que no es evolutiva. Porque todos sabemos que nos vamos a morir, pero la muerte joven denuncia cómo nuestra sociedad descuida a estos sujetos. Creo que finalmente son procesos de deshumanización. Y los medios de comunicación pusieron de relieve esta problemática, lo que me parece interesante, pero nosotros que somos pedagogos necesitamos después contener a estos estudiantes en la escuela. Unas de las cosas que aparecen en nuestras investigaciones es cómo frente a los sentimientos de dolor social y los comportamientos autodestructivos existe siempre una voz, una palabra de un maestro, un preceptor u otro adulto significativo de la escuela que les ayuda a rescatarse y dar sentido a su vida. La hipótesis que sostengo es que lo que hay detrás de estos comportamientos autodestructivos —porque la droga es violencia contra el propio cuerpo— tiene como efecto que se pierda el sentido de la vida. Y la escuela es una institución que les permite encontrar sentido, autoafirmarse. Entonces cuando uno escucha los relatos de los jóvenes se da cuenta de que cuando hay un adulto atento a la escucha que los contiene puede ser una posibilidad de reparación simbólica. Porque la escuela ayuda a construir ciertos sueños en una sociedad que a estos estudiantes los tiene desprovistos de las oportunidades.
—¿Cómo perciben ellos estas marcas y dolores?
—Cualquier forma autodestructiva, como las adiciones, son una vía de escape frente al sufrimiento. Entonces, lo que está denunciando la adicción es que existe un profundo dolor social. Y me atrevería a decir que es un dolor generacional que tiene que ver con las condiciones de vida y la posibilidad de proyectarse a un futuro distinto del presente. Por eso para mí la violencia autodestructiva o contra el propio cuerpo es un grito desesperado por vivir de otra manera. Creo que hay que cambiar el foco y, en lugar de ver los comportamientos que estos adolescentes tienen por drogarse, poner el foco en la matriz que explica que se droguen, qué hay por detrás de un joven que se autodestruye y necesita de las adicciones para encontrar un sentido. Los jóvenes sufren en una sociedad donde se los estigmatiza y donde no encuentran lugar ni oportunidades para cumplir sus sueños. Norbert Elias dice en Civilización y violencia que las juventudes necesitan básicamente tres cosas: perspectivas de futuro, referenciarse con un grupo que les ofrezca una sensación de pertenencia, y un ideal o meta que dé sentido a su vida. A esto suelo agregar una cuarta necesidad que he descifrado al escuchar relatos estudiantiles en mis investigaciones: ser y sentirse respetados y gozar de estima o valoración social. Y los jóvenes hablan de esto, de encontrarle un sentido a sus vidas, un sentido individual pero también uno colectivo. Socializarse con jóvenes de su misma edad e incluirse en un grupo. Por eso es tan importante la escuela, porque permite dar respuesta a muchas de estas necesidades que tienen los jóvenes. Lo mismo que las políticas públicas de protección de la juventud. En ese texto Norbert Elias se pregunta por qué los jóvenes de clases acomodadas terminaban alistándose para la guerra. Por eso digo que hay situaciones para todos los jóvenes, lo que pasa es que los de los sectores populares están más desprovistos de oportunidades y de recursos.
—Y hablamos de dolores que pueden llevar a la muerte.
— Junto con Ezequiel Szapu y Darío Arevalos, investigadores de mi equipo, venimos recogiendo y analizando narrativas del dolor de jóvenes estudiantes de escuelas secundarias. Las narrativas de los estudiantes entrevistados permiten una lectura de las prácticas de autodestrucción asociada a la emoción de dolor social que padecen: adicciones, intentos de suicidio, autolesiones. Las conductas de riesgo son ritos íntimos de fabricación de sentido. Son pruebas que los jóvenes se infligen con una lucidez inigualada, ritualizaciones salvajes de un pasaje doloroso. Entre estos comportamientos se encuentran la anorexia, el alcoholismo, la toxicomanía, las tentativas de suicidios, la velocidad al volante, la fuga, la delincuencia, las relaciones sexuales sin protección, los cortes en la piel, entre otros. Las juventudes se encuentran permanentemente buscando una identidad propia a través de una huella, una firma, que acredite su paso por el mundo. Cuando no encuentran espacio social para sentirse incluidos y poder autoafirmarse, recurren a conductas autodestructivas. Se destruyen buscando una vía de escape frente a un profundo malestar. Estaba leyendo algunos testimonios de nuestro trabajo y muchos de ellos perciben que van a morir jóvenes. Por eso, como no le encuentran sentido a su vida, la muerte aparece como una posibilidad muy cercana. Entonces aparece la pregunta de cómo hacer para fortalecerlos y reivindicar el derecho a una vida más digna.
—Y en un contexto de tanta desigualdad social.
—Tal cual. Igual me interesa hacer notar que para los pibes pobres se agudiza, pero las sociedades desiguales crean un sinsentido sobre todos. Por eso digo que la escuela puede transformarse en una amarra o refugio simbólico de esperanza, para poder construir una idea de futuro, una imagen de un porvenir distinto del presente y que les permita tramitar el sufrimiento.
—¿Notás una mirada racista y clasista en ciertos mensajes que circularon estos días?
—El racismo siempre produce una imagen de nosotros y ellos. Ellos, los inferiores, los violentos, los que se drogan. Todos los prejuicios sociales colocados ahí. Entonces el “nosotros” serían los normales, los que marcamos la norma. Ahí sí coincido que hay una mirada racista. Nosotros trabajamos esto del racismo del cuerpo o de la piel, marcas corporales que se perciben como negativas. Entonces los pobres son negros, villeros y una serie de asociaciones que lo que hacen es reforzar prejuicios. Y ahí también el efecto que tiene sobre la autoestima de ellos, porque se sienten inferiores, que no valen nada. Por eso cuando digo que la escuela y los educadores tenemos que fortalecer el espacio de los jóvenes es darles valía social allí donde se los muestra como invisibles o despreciables.