“Maté a tu mamá”, le dijo Juan Antonio Bracamonte la tarde del 24 de enero de 2020 a uno de sus tres hijos, que vivía en una casa lindera a la suya en el barrio Los Tigres de Villa Gobernador Gálvez, a pocas cuadras del río y del complejo industrial de Unilever. El muchacho entró a la vivienda de sus padres y encontró a su mamá muerta en la cama con un disparo en la cabeza. Por el crimen de Marisa Alejandra Molina, Bracamonte fue condenado ayer a prisión perpetua. Un tribunal consideró probado que mató a la mujer mientras dormía, es decir con alevosía, y en un contexto de violencia de género que se construyó durante años.
En el juicio que concluyó este martes en el Centro de Justicia Penal, familiares y amigas de la Marisa declararon que la mujer vivía aislada y no podía asistir a reuniones por los celos de su pareja, con quien tenían tres hijos y cuatro nietos. A la mujer de 44 años le gustaba jugar al fútbol, actividad que planeaba retomar tras separarse de Bracamonte una semana antes del femicidio.
“Ella no podía practicar su actividad deportiva con libertad, no podía salir con sus amigas. Había una asimetría económica, mucho control y posesión por parte de él y un indicador muy latente de responsabilizar a la víctima por sus celos. Eran celos proyectivos y delirantes: pensaba permanentemente que ella estaba engañándola con otro hombre”, dijo a este diario tras la lectura del veredicto la fiscal Georgina Pairola, quien intervino en el caso junto a su par Matías Edery.
Los jueces Mariano Aliau, Gustavo Pérez de Urrechu y Carlos Leiva condenaron al acusado a prisión perpetua por homicidio triplemente calificado: por el vínculo, por la alevosía y por el contexto de violencia de género, además de la tenencia ilegítima de un arma de guerra.
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El femicidio fue el 24 de enero de 2020 alrededor de las 3.30. Juan Antonio, de 49 años, le disparó en la cabeza a Marisa con un viejo revólver calibre 38 mientras la mujer dormía en la vivienda de Paraguay al 500 bis de Villa Gobernador Gálvez. Luego tomó el arma y volvió a disparar, pero el tambor estalló y lo hirió en la mano.
Entonces tomó un cuchillo y se provocó heridas a la altura de la tetilla izquierda. En ese estado lo encontró su hijo. Los familiares lo trasladaron al Hospital Gamen. Quedó internado fuera de peligro con custodia policial y luego fue imputado por el femicidio. Tras un llamado al 911, en la escena del asesinato la policía secuestró un revólver calibre 38 oxidado y completamente ensangrentado, con uno de los alvéolos del tambor estallado. El arma tenía dos proyectiles y dos vainas percutidas. También se incautaron dos plomos deformados.
En la cama matrimonial yacía Marisa en una posición similar a como si durmiera, con las manos debajo de la mejilla. Tenía un balazo en la zona del témporoparietal izquierda disparado a corta distancia. Estaba tapada por una sábana y al costado del cuerpo estaba el viejo revólver ensangrentado. A un metro, un cuchillo con rastros de sangre. Para la fiscal, la escena del crimen revelaba una alta posibilidad de que la víctima estuviera dormida al ser atacada. Esa hipótesis se robusteció en la investigación y el finalmente el tribunal la consideró acreditada.
Por esto los jueces aplicaron el agravante de la alevosía. Ese supuesto era rechazado por la defensa pública del acusado, que si bien admitía la relación de pareja planteaba que la pena perpetua era desproporcionada y que mediaron en el caso circunstancias especiales de atenuación. El tribunal también advirtió el contexto de violencia de género sostenido en el tiempo que sufrió la víctima. “Todos los familiares, el hijo de Marisa, su hermana y su madre, contaron las limitaciones que sufría Marisa para desarrollar sus actividades”, dijo Pairola, quien observó que este contexto estaba naturalizado por parte del entorno de la mujer.
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“Marisa tenía 17 o 18 años cuando lo conoció a Bracamonte. Cuando él se juntó con ella no me habló mas, no sé por qué”, dijo una hermana de la víctima, quien contó que “una semana antes del homicidio ella se había separado. Marisa estaba medio decaída y Bracamonte dudaba de ella, era celoso”. La hermana contó además que su cuñado no la dejaba a Marisa ir sola a la casa de la madre y contó que cuando iban a visitarla “ella se encerraba en la pieza” sin salir a saludarlos. “Creo que Marisa no me hablaba por él”, dijo, y añadió que tras la separación la mujer planeaba volver a jugar a la pelota.
“Marisa y Juan estuvieron juntos 26 años”, declaró la madre de la víctima. Reveló que, al separarse, su hija decía “se terminó el sometimiento y la esclavitud. El estaba enojado con ella porque decía que le hacía la mano con otro hombre. A ella le gustaba jugar a la pelota pero nunca iba sola, siempre acompañada por sus hijos o su nuera. A Bracamonte no le gustaban las armas al principio pero le encargó una a un compañero con el que trabajaba”. El era albañil y trabajaba para un contratista en cuya casa trabajaba Marisa como empleada de limpieza.
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Una amiga contó que “ella a veces llegaba tarde (a los entrenamientos) porque se tenía que escapar o meter alguna excusa para salir. Bracamonte era muy celoso y desconfiado hasta de los técnicos”. En el juicio también se analizaron las pericias a los dos celulares secuestrados —el de la víctima y el del acusado— así como informes psiquiátricos que descartaron que el hombre hubiera actuado en un estado de inconsciencia y un informe de una trabajadora social sobre el grupo familiar.