Villa Constitución - Maquina-Ferrocarril
Allí trabajaban herreros, que templaban piezas de hierro al rojo vivo; calderistas, que soldaban planchas y reparaban calderas de locomotoras para que no explotaran en pedazos; y carpinteros de ribera, artesanos que sabían leer la madera, cortaban, curvaban y ajustaban tablas para que los cascos soportaran el Paraná.
También los talleres agropecuarios marcaron una época. En galpones improvisados, mecánicos rurales aprendían a calibrar motores a gasoil y a reparar cosechadoras o sembradoras que eran el corazón de la producción de granos. El recorrido de un aprendiz empezaba barriendo el piso de tierra, hasta que un maestro lo dejaba meter mano en el motor.
Antes del acero y de la gran siderurgia, Villa Constitución respiraba industria a través de las aceiteras. Estas plantas procesan semillas oleaginosas para obtener aceite vegetal, harina y subproductos. El oficio allí también tenía su glosario propio: prensistas que manejaban enormes prensas para exprimir el grano, refinadores que eliminaban impurezas del aceite, filtradores que trabajaban entre redes y tamices.
Villa Constitución - Dia-del-Trabajador
Esos talleres aceiteros mostraban ya el patrón que después se repetiría en Villa: cada industria grande trajo consigo una constelación de talleres chicos, oficios satélites y una sociabilidad obrera que se extendía a los barrios, los clubes y las escuelas.
La aventura textil
En 1947 un grupo de italianos fundó la Compañía Industrial Lanera Sociedad Anónima (Cilsa). En los años de la posguerra eligieron Villa Constitución por su puerto, su ferrocarril y su ubicación estratégica. La fábrica se levantó con 17.000 metros cubiertos y fue la primera en Argentina en realizar el ciclo completo “de la lana a la tela”.
A su alrededor florecieron talleres textiles que completaban y sostenían la producción: tejedurías, costurerías, talleres de mantenimiento mecánico. Cada oficio tenía nombre propio: hilanderos que transformaban vellones en madejas, tejedoras que alimentaban telares infinitos, mecánicos textiles que ajustaban máquinas cuando la lana se atascaba.
Villa Constitución - Bodega-Giambroni-1918
Un hilandero no era solo alguien que pasaba lana por una máquina: era quien sabía medir la tensión justa para que el hilo no se cortara. Una tejedora no era solo la que movía pedales: era la que alimentaba al telar como si fuera un corazón de madera. En esos oficios, el saber hacer se transmitía más mirando a un maestro que leyendo instrucciones.
En 1926 un grupo de vecinos e incipientes futbolistas fundó el Club Atlético Porvenir Talleres dejando en el nombre condensado una certeza: el futuro estaba en el taller, en las manos capaces de fabricar, reparar, moldear. Hasta los mapas urbanos lo confirman: los barrios Talleres 1 y Talleres 2 crecieron con ese sello, como marcas de identidad.
Talleres metalúrgicos
Pero el mapa industrial de Villa no se explica solo con Acindar. Los talleres metalúrgicos nacieron primero como complemento y después como tercerización. “Antes lo hacían dentro de planta y ahora lo tercerizan, lo sacan afuera”, dice David, de 59 años, trabajador de uno de los talleres más importantes.
David fabrica columnas de laminación, piezas que se instalan en las máquinas de Acindar. “Es como ponerle un motor nuevo: sacan la máquina vieja y ponen esa, de vuelta”. Su especialidad es el fresado: manejar la fresadora, una máquina que corta y da forma arrancando viruta, esos rizos metálicos que se acumulan en el piso como escritura cifrada.
En los talleres actuales, los oficios siguen siendo múltiples: torneros que transforman cilindros en engranajes, soldadores que unen piezas con calor, matriceros que diseñan moldes de precisión, trefiladores que estiran alambre hasta hacerlo tan fino como un cabello. Cada término es, en sí mismo, una historia de destreza y de transmisión oral.
Giménez lo resume: “Los que entraban empezaban barriendo viruta y había maestros que enseñaban el oficio”. En Villa, la formación fue siempre artesanal. “El buen artesano se mide por su capacidad de transmitir cómo se hace, no sólo por el resultado final”, recuerda Sennett.
Oficios: Crisis, reconversión y resistencia
La llegada de Acindar, a mediados del siglo XX, terminó de moldear la identidad de Villa como ciudad metalúrgica. En 1951 se inauguró la planta 2 y, entre 1947 y 1960, la población prácticamente se duplicó. Familias enteras se mudaron atraídas por la promesa del acero.
“Nos transformamos en familias metalúrgicas”, resume Carlos “el Indio” Giménez, obrero con décadas de experiencia. Su testimonio muestra el peso cultural de la industria. Como escribió Henri Lefebvre: “La ciudad es la proyección de la sociedad global sobre el terreno”. En Villa, esa proyección se llamó acero, y arrasó con la vieja matriz diversificada: la aceitera, la textil Cilsa, el puerto.
Villa Constitución - Almuerzo-elevador 1
La expansión industrial también se reflejó en la educación. En 1986 abrió el Instituto San Pablo, una escuela industrial que funcionaba como portón de ingreso a Acindar y a los talleres metalúrgicos. Carlos Giménez recuerda que las familias acampaban días antes para conseguir un banco. “La escuela te enseña, pero no te forma: eso te lo da el maestro, el compañero”, dice. En Villa, la educación formal y la artesanal siempre caminaron de la mano.
La tradición, sin embargo, comenzó a resquebrajarse. Según Julia Strada, desde los años 90 la “reconversión productiva” fue brutal: Acindar redujo su personal directo de 2.360 obreros en 1991 a poco más de 1.200 en 2014. La producción no cayó, lo que se redujo fue el trabajo en planta. Ese vaciamiento se compensó con el crecimiento del contratismo y los talleres satélite.
Para la investigadora del Conicet, Victoria Basualdo, la tercerización en Villa fue presentada como “eficiencia”, pero en realidad trasladó riesgos y costos al obrero. Donde antes había un puesto estable, ahora había un taller pequeño con salarios más bajos y menos derechos.
Hoy funcionan 51 talleres, según la UOM. Ninguno trabaja exclusivamente para Acindar: el 90% mantiene algún vínculo, pero todos buscaron diversificarse. “La producción está en un 50% de lo que era, y menos también. Hay talleres que trabajan al 40%”, describe un dirigente sindical. Hubo meses en que la ciudad estuvo casi paralizada.
El Indio trabajó en la planta de recocido, donde el alambre se somete a calor para ganar maleabilidad. “En agosto tuvimos cero kilos, mis compañeros estuvieron suspendidos todo el mes”, cuenta. El recocido es un tratamiento térmico: si el alambre queda rígido, no sirve para construcción; hay que ablandarlo para que sea útil.
Cristian Míguez, trabajador de mantenimiento eléctrico en acería y con casi tres décadas de oficio, lo explica así: “El orgullo sigue estando. Más allá de que los tiempos cambiaron, todavía hay compañeros que sienten la pertenencia del taller, aunque paguen dos mangos. Y el nivel de formación que necesitás para hacer ese laburo es enorme: hablás con talleristas que toda la vida estuvieron ahí y tienen una pertenencia de puta madre”.
Sennett escribió que “hacer bien las cosas por el simple hecho de hacerlas bien es una forma de resistencia”. La frase parece escrita para esos talleristas que Míguez describe: hombres y mujeres que, aún sin reconocimiento ni salarios dignos, sostienen un saber calificado.
Ese orgullo no era solo laboral y se proyectaba también en la vida cotidiana. Míguez recuerda que, en su niñez, ser hijo de metalúrgico era casi un privilegio: “En Acindar hacían fiestas gigantes del Día del Niño, regalaban juguetes a morir. Yo lo veía con mis primos y estaba a las puteadas, porque mis viejos tenían un almacén y a nosotros no nos tocaba nada. Había como una envidia con los hijos de metalúrgicos.
“En la acería tenés hornos, electrodos gigantes, grúas. Es un laburo heavy. Por suerte hace rato que no venimos con accidentes fatales acá, pero en otras plantas sí hubo, incluso este año. Es un oficio con orgullo, pero también con riesgo”, señala Míguez. Su tarea en mantenimiento lo obliga a lidiar con ese riesgo todos los días: “Básicamente mi laburo es mantener todos los equipos en marcha: transformadores que no bajan de 33.000 voltios, grúas, tableros eléctricos. Si eso se para, se para todo”. El saber hacer, en su caso, no es una consigna abstracta sino la diferencia entre una planta que funciona y una ciudad que se apaga.
Entorno propio
La memoria lo lleva a una escena íntima: la primera vez que su padre entró con él a la acería. “Cuando salió, se largó a llorar y me dijo: ‘¿Cómo podés estar trabajando en este lugar?’. Era ruido ensordecedor, calor, humo, electrodos gigantes soldando. Para mí ya era un ambiente, me había acostumbrado”.
Lefebvre decía que “la ciudad no es un simple escenario donde ocurren cosas, sino un espacio social producido”. En Villa, ese espacio se produjo con hornos, máquinas y talleres, pero también con orgullo, peligro y lazos de comunidad.
El Indio agrega otra dimensión: la apertura de importaciones agrava la crisis. Acindar compra alambrón a Brasil y alambre recocido a China. “Hoy es imposible competir: ellos subsidian hasta la logística”, dice. La política del gobierno nacional de liberar importaciones golpea de lleno en los talleres locales, que dependen del trabajo que entra por esos portones. El resultado es una ciudad con menos horas extras, menos salarios y menos consumo. “Antes, con las horas extras, podías meterte en un crédito. Hoy no llegás ni con el mejor sueldo metalúrgico”, resume Giménez.
“Hoy lo que se multiplica no son los talleres, sino los changas de subsistencia: sobran pizzerías, fábricas de pastas, lavaderos de autos o colocadores de aires acondicionados. Todo saturado, todo con poco trabajo”, describe Míguez, como postal de una ciudad que alguna vez supo vivir del oficio calificado.
Una ciudad taller en tensión
Villa Constitución encarna la paradoja señalada por Lefebvre: la ciudad como obra colectiva y, al mismo tiempo, como producto de un sistema económico que la supera. Una ciudad que forjó su identidad en los talleres, que todavía late en ellos, aunque el acero ya no garantice el futuro.
Los testimonios de Giménez, David y Míguez reflejan esa tensión: el orgullo de haber aprendido un oficio y la frustración de ver cómo ese saber se devalúa. “Hacer bien las cosas por el simple hecho de hacerlas bien es una forma de resistencia”, escribió Sennett. En Villa, esa resistencia persiste entre tornos, fresadoras y viruta.
La gran pregunta es qué modelo puede sostener a Villa más allá del acero. Lefebvre escribió que “el derecho a la ciudad consiste en reclamar un futuro colectivo”. Quizás la respuesta esté, como siempre, en los talleres: esos espacios capaces de acompañar a cada industria, de reconvertirse una y otra vez, de sostener, entre tornillos y alambres, la memoria de un pueblo que aprendió a contarse a través de lo que sabe hacer.
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Lautaro Marengo/Especial para La Capital