El país estaba en ebullición y pocos se imaginaban el horror que en sólo unos años iba a suceder, pero el capitán que “conocía al monstruo desde adentro” como lo definía él mismo, temía por el desenlace y sus consecuencias. Temía por su amado hijo.
Una noche cualquiera, Hugo fue detenido junto a ocho conscriptos más y empezó un derrotero que lo tuvo recluido en las prisiones de Magdalena, Caseros, Devoto y Rawson, torturado y en condiciones indignas durante casi 10 años.
Las cartas con su padre, urgentes y necesarias, fueron un boleto a la esperanza, la tinta se hizo retina para ver el mundo, aunque breve, más allá de la celda de dos por tres. Puño y letra que se convierte en abrazo, un salvavidas de encuentro en un océano de soledades y temores.
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El 24 de marzo de 1976, Hugo vio, desde la ventana del penal, los tanques tomando las calles y entendió de que se trataba. Un golpe de estado instauró a la que será la dictadura más sangrienta de la historia Argentina. Desde ese momento, la cosa empeoró para quienes caían en manos de los militares.
“Te aviso que tus cartas no están llegando, pero te pido que no dejes de escribirlas, porque la escritura misma te ayudará a pasar mejor las horas (…)”, le dijo el capitán sabiamente a su hijo.
El horror se convirtió en sangre que bañó las calles de las ciudades y la muerte estaba en cualquier rincón. Pensar distinto podía costar, como mínimo, la prisión, la tortura o peor, la muerte y la desaparición. Ahí estaba Hugo, sobreviviendo a ese destino y a la locura del encierro. Ser un preso político, un preso “legal”, aunque su condena era insostenible en término jurídicos, lo protegía, en teoría, del destino que 30.000 ciudadanos sufrieron, pero aún así, sabían que nada garantizaba la vida con un Estado gobernado por asesinos perversos.
Todos los días lo mismo, incomunicados, sin recreos, sin distracciones, sin espacio, sin colchón, sin inodoro, regando la esperanza con las cartas de su padre y las visitas de cuando en cuando, fueron pasando los meses y los años.
Euforia y miedo
En abril de 1982 el conscripto Miguel Savage, de 19 años, estaba a 10 días de la baja del servicio militar. Una mañana, como tantas otras, tomó el tren a La Plata para dirigirse al polígono de tiro donde estaba asignado como personal de mantenimiento desde el mes primero. “Corre, limpia y barre”, esa había sido su rutina durante 14 meses. Más cerca de la escoba que del FAL.
Pero esta vez, el clima era distinto. Había camiones Unimog cargando y descargando soldados y armamentos. Se podía ver la euforia en los militares y el miedo en los conscriptos.
El 2 de abril, los militares, que estaban en el poder desde aquél fatídico 24 de marzo de 1976, anunciaban que habían “recuperado” las islas Malvinas y “preparaban” a las fuerzas armadas para entrar en combate si era “necesario”.
Miguel no volvió a subir al tren, sino a un micro con todo el Regimiento 7 y luego a un avión que los llevaría a la Patagonia, pero esta vez le cambiaron la escoba por una ametralladora PAM 9 mm vieja.
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Ropa de fajina con olor a orina, un paño de carpa gastado, campera, guantes y borcegos, era todo su equipamiento para enfrentar el frío polar. Llegaron a Río Gallegos y al día siguiente, volaron en un Hércules directo a Malvinas. Todo lo que vino después fue el horror.
Los conscriptos argentinos estaban bajo el mando de unas fuerzas armadas que habían sido entrenadas por la Escuela de las Américas bajo la doctrina de seguridad nacional para eliminar al “enemigo interno”. Es decir, eran expertos en torturas, secuestro y desaparición de compatriotas pero nada sabían de guerras contra un enemigo externo y mucho menos en un territorio desconocido.
Aún así, enviaron a 12.500 civiles de 18 y 19 años que estaban transitando el servicio militar obligatorio a combatir en una isla contra la marina más poderosa del mundo y unas fuerzas armadas bastas en recursos económicos, tecnológicos y humanos.
Los pibes de la guerra
Se parecía más al genocidio que venían llevando adelante desde el 76 contra su propio pueblo que a la lucha por la soberanía del territorio Argentino. De todos modos, la sociedad lo festejó y allí fueron los colimbas a la guerra. El panorama era infernal para Miguel y sus compañeros que luchaban contra el clima, contra los ingleses y contra el maltrato y la tortura de sus propios jefes.
En las peores condiciones y con 20 kilos menos por la falta de alimento, Miguel escribía cartas a su familia y amigos como una manera de conectarse con la vida y de planificar un futuro lejos de ese infierno que duró 74 días. El desenlace fue trágico y la noche del 11 de junio el Regimiento 7 fue diezmado en la batalla de Monte Longdon, la más cruenta de toda la guerra. Entre una lluvia de artillería, esquivando las bombas, las esquirlas y las balas trazantes Miguel entró al pozo con sus compañeros, rezando por sobrevivir.
Los estaban aniquilando pero lograron zafar por poco. Sabían que era el principio del fin. Querían que se terminara esa pesadilla absurda. Sabían también que la rendición, significaría el fin de la dictadura.
La derrota
El 14 de junio el genocida Mario Benjamín Menéndez, nombrado gobernador de Malvinas y quien, en su miserable vida solo había disparado un arma contra sus compatriotas en Tucumán unos años antes, es decir, que había matado mas argentinos que un soldado inglés, firmó la rendición y los colimbas emprendieron su regreso al continente.
Miguel, junto a todos los combatientes llegaron a Campo de Mayo, donde fueron escondidos para que los familiares no vieran el estado en el que estaban. Allí, donde unos meses antes funcionaba un campo de exterminio. En las cárceles y en los centros clandestinos de detención se empezó a vivir lo que anticipaba el fin del horror. Nadie lo decía pero todo el mundo lo sabía. En el penal de Rawson, Hugo y sus compañeros sospechaban que a los milicos les quedaba poco.
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El resultado de la guerra y el impacto de la rendición en una sociedad que había comprado la victoria mediática y exitista, acabó por costarle el cargo al genocida Leopoldo Galtieri y asumió Reynaldo Bignone con el plan de realizar la transición a un gobierno democrático. Como parte de ese proceso, liberaron a los presos políticos cuya situación legal era escandalosamente ilegítima y le dejaron a Raúl Alfonsín otro paquete de cientos de presos políticos para condicionar su gobierno. Entre los primeros, salió Hugo, luego de casi una década de encierro.
Corría 1983 y Hugo Soriani no conocía a Miguel Savage, pero ambos estaban increíblemente vivos experimentando lo que Miguel define como “la euforia del sobreviviente”. Ambas historias se cruzan de tal modo que nos invitan a repensar nuestra propia historia como país, como sociedad pero que, a su vez, portan en si, los rasgos mas maravillosos de la humanidad que brotan en los peores momentos como el compañerismo, el amor, los vínculos, la familia y el brillo del sol pegando en la cara diciendo: estás acá.
La canción del pullover azul
“Lana”, la canción y el video que Lucho Milocco y León Gieco lanzaron a través de redes sociales, basados en el testimonio del ex combatiente de la Guerra de Malvinas, Miguel Savage, se interpretará el sábado 16 en la Sala Monticello D’Alba de Sociedad Italiana.
En tono de milonga sureña, el trabajo de ambos artistas respeta y reivindica “la otra mirada” que Savage aporta sobre el conflicto del Atlántico Sur y propone adentrarse, una vez más, pero con un claro sesgo divergente, en la historia sin recortes sobre cómo vivieron los soldados los 74 días que duró la guerra en 1982.
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