Durante la pandemia recuerdo haber leído un artículo de la pedagoga argentina Carina Kaplan donde decía que “una de las tareas de la escuela es curar las heridas sociales ”. De allí que me gusta aseverar sin dudas que la escuela repara heridas. Heridas que dejó la pandemia y de las cuales aún no tenemos cabal información de la magnitud de esos daños.
Pero desde antes de la pandemia, desde siempre, la escuela reparaba heridas en los niños y adolescentes. Heridas de una sociedad injusta, desigual, cada vez más individualista, violenta, menos comprometida, menos sensible.
“La escuela es el lugar de la alteridad”, dice entre otros el investigador y escritor francés Philippe Meirieu. La alteridad es la condición de ser otro, el derecho congénito que la naturaleza dota al ser vivo a ser diferente, porque las diferencias nos hacen únicos. ¿Acaso no somos todos diferentes pero en esencia lo mismo? La escuela recibe a todos por igual, no importa su condición social, su género, sus creencias religiosas, su procedencia, su figura, su imagen, su modo de hablar, su color de piel, de cabello. “Y si la totalidad se define por su carácter cerrado y limitado, la alteridad se definirá por su condición abierta, es decir, infinita.”, asegura el filósofo Emmanuel Lévinas.
La escuela iguala, y guardaré por siempre en mi memoria aquellas imágenes que veía desde la ventana de mi dirección cuando los alumnos llegaban caminando algunos, en bicicleta o moto otros, tal vez en auto propio o taxi-remís. Y los menos en camionetas 4x4. Diferencias externas de condiciones socioeconómicas que, al ingresar a nuestra escuela, quedaban minimizadas por la calidez con que nuestro personal cobijaba a todos por igual. Así son las escuelas.
¿No se reparan las heridas que traen aquellos alumnos que tenían que ver con angustias de diversa índole propias de una sociedad cada vez más injusta y violenta? En la escuela los esperan las seños, los profes, los preceptores, los asistentes (corazones) escolares, la bibliotecaria, los administrativos, los directivos y sobre todo los compañeros y amigos para abrazarlos, sonreírles, ¡mirarlos!. Esa, sin dudas, es la escuela que repara heridas.
“La escuela es el lugar donde se hacen amigos”, decía Paulo Freire. ¡Pero claro!, pregúntense cuantos amigos de verdad tienen y donde los hicieron. Probablemente en la escuela. Allí donde aún prevalecen los buenos y sinceros sentimientos, la inocencia, la solidaridad, la empatía, el saber compartir, el saber pedir disculpas y aceptarlas, donde quizás te enamoraste por primera vez. Es en la escuela donde “yo soy porque nosotros somos”, como sostiene la filosofía africana ubuntu.
Y entonces mis queridos colegas y familias, ¿no creen que la escuela —por esa condición que iguala, que promueve reconocer al otro, que profundiza valores y normas que faciliten la convivencia— repara heridas? La escuela pública, tanto de gestión oficial como privada, es el lugar aún en pie donde un niño y un adolescente puede dar libertad a su imaginación, a nuevos saberes y conocimientos, al arte, al desarrollo del cuerpo y de la mente, pero sobre todo el “lugar ideal para hacer amigos”.
"La escuela es donde aún prevalecen los buenos sentimientos, la solidaridad, la empatía, el saber compartir, pedir disculpas y aceptarlas" "La escuela es donde aún prevalecen los buenos sentimientos, la solidaridad, la empatía, el saber compartir, pedir disculpas y aceptarlas"
Si bien la familia es la primera educadora y formadora —cualquiera sea su integración por adultos cuidadores—, la familia no puede sola cumplir el rol de la escuela. Y en la pandemia esto se evidenció claramente. Según datos de Unicef, uno de cada cuatro niños y adolescentes convivieron en pandemia con adultos con problemas de salud mental, problemas en algunos casos preexistentes a ese contexto y en otros evidenciados y potenciados por la pandemia: pérdida de la fuente de trabajo, de seres queridos, enfermedades, cierre de negocios, desempleo, separaciones de parejas. Muchas heridas que afectaron fundamentalmente a los niños y adolescentes que para colmo no podían concurrir a la escuela por el aislamiento social obligatorio.
¿Dónde podían reparar esos niños, niñas y adolescentes esas heridas si no se veían con sus seños y sus compañeros?, ¿Dónde encontrar la mirada y el afecto? Y surge mi recuerdo y vivencia personal cuando disfrutaba tanto ir a la primaria y a la secundaria luego. Vivía solo con mi madre y ella trabajaba todo el día. ¿Dónde podía estar yo mejor que en la escuela con las seños, profes y compañeros? Y si no era en la escuela, me refugiaba en la querida Biblioteca Argentina de Rosario, donde me esperaban con un mate cocido caliente y cientos de libros que hacían volar mi imaginación y me hacía olvidar mis angustias.
La escuela es para mi, permítanme, Tierra Santa, lugar sagrado que te recibe y cobija. ¿Por qué atacarla entonces? Desde la sociedad, desde el Estado, desde algunos medios, ¿por qué? Duele verla ultrajada, vandalizada, despojada de recursos. ¡Como duele! La escuela repara heridas de la sociedad, y muchas veces resulta lastimada ella. Defendela como a tu hogar, tu familia, no la lastimes. Es el último de los bastiones en pie.