Siete siglos antes de Cristo, Anaximandro, filósofo presocrático discípulo de Tales de Mileto, proclamó lo indefinido como el principio de todas las cosas. El ápeiron (lo que no tiene límites), tal la palabra griega con la que el filósofo designó el origen absoluto. El ápeiron, una masa informe e indefinida que se expande fue, según el filósofo de Mileto (hoy territorio de Turquía), el comienzo de todo. No el agua, no el fuego, no el aire; nada de eso: el ápeiron. Y desde luego, parecía decir para sí Anaximandro mientras caminaba los suburbios de su terruño, “esto no ha sido inventado, sencillamente porque no para de inventarse”. Casi veintiocho centurias después de que Anaximandro concluyera, disparatadamente o no, en aquello, Pedro Saborido (Gerli, provincia de Buenos Aires, 1964) arrima el bochín a cosas parecidas al recorrer el Conurbano bonaerense. Al recorrerlo, vale aclararlo, no ya con su bici o su ciclomotor o con sus caminatas, sino con su imaginación y con lo que ésta, envalentonada y lúcida, derrama en sus relatos.
Todo eso se condensa en Una historia del Conurbano (Planeta, 2020), último libro escrito por Saborido, que en veinte textos dibuja estereotipos, caricaturas, acentos y matices de la vida cotidiana en ese Conurbano, un territorio dividido artificialmente según conveniencias políticas diversas a lo largo de la historia, separado por fronteras lábiles, imaginarias en algunos casos, donde rasgos culturales propios, amanecidos hace mucho tiempo, cobran ahora fuerza y valor. El libro de Saborido no es una fotografía de época, en absoluto. Es en todo caso la pintura que él mismo, con los colores que elige y en la tela que expande, decide realizar y retocar cada día. Él parece ser el primer sorprendido por el paisaje que se muestra a sus ojos y sobre el que, recuperado de la sorpresa, se pone a escribir. En clave de humor y con maestría. Leer y reír, parece ser la consigna. Reír y reflexionar puede ser la que sigue.
Pedro Saborido no tiene seguramente tales aspiraciones respecto del alcance de su obra. Él es el brillante guionista de los exitosos programas televisivos de Diego Capusotto y, antes que eso, mucho antes, su oficio se anotaba en los ciclos de Tato Bores o de “Todo por dos pesos”, entre otros. Creativo como pocos, Saborido fuerza a veces en estos relatos la inserción de una proclama de la cultura rockera y psicodélica; así, cada uno de los bloques se inicia con una cita de aquella poética: Pete Towshend, Bob Dylan, John Lennon y Timothy Leary, entre muchos, encienden la mecha de lo que el lector leerá unas páginas después.
Pero quizás eso que parece forzado sea, a la vez, la lente auténtica con la que mira el escritor: echa mano a la lupa de su cultura y su historia personal para enfocar el mapa de un territorio informe, cuyos habitantes cruzan de una vereda a otra sin saber si están aún en la localidad que caminaban antes o en la que sigue, y donde la planificación urbana es un sarcasmo. El Conurbano de Saborido, el bonaerense, es también dramático. Y trágico. Como todos los conurbanos de la Argentina del siglo XXI. Pero Saborido ha decidido no detenerse en estos tópicos que tanto abruman. Abre su libreta, y su corazón, para anotar los buenos caminos y las buenas sonrisas de la gente que lo puebla. Y abre su libreta a veces para anotar, también, que todo es una gran broma.
Otra vez todo remite al filósofo Anaximandro, aquel que portaba en estandartes la idea de los mundos infinitos, simultáneos o sucesivos. Quizás el origen del mundo estuvo entonces en el Conurbano bonaerense. Quizás ya Pedro Saborido, también, haya dejado de ser peronista y se haya vuelto presocrático.
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—Pedro, ¿cuántas representaciones posibles puede haber del Conurbano?
—No podría darte un número, pero son muchísimas. Siento que el Conurbano es un montón de identidades que se van amontonando alrededor de una ciudad y que tiene todos los cruces sociales. La palabra conurbano obviamente remite a algo desprolijo, inseguro, pero la parte pudiente que lo habita también es parte del Conurbano. Se ve también en Rosario, en todo lo que es el Gran Rosario o Funes… Se van pegando las localidades y pequeños pueblos. En el Conurbano hay quintas, hay countries, hay pobreza, hay riqueza. Me parece que uno por simplificación, por confort mental, elige siempre determinar una categoría y así a conurbano le ha quedado la categoría de algo precisamente precario, por decirlo de alguna manera, y no lo es.
—Se menciona la palabra conurbano en relación a una centralidad…
—Sí, vos fíjate que la palabra conurbano implica algo que está como adherido, como pegado a algo que lo conlleva, que cuelga de otra cosa. Y de última eso tiene que ver, sí, porque es así: la Capital o los centros miran el conurbano con desdén, con desconfianza, con una mirada acusatoria, sin saber que en realidad el Conurbano está provocado por la Capital: es su causa.
—¿Hay en estos relatos una reivindicación de toda la cultura de la gente del Conurbano bonaerense?
—No diría una reivindicación, pero sí una categorización como algo legítimo también. Sea del poder adquisitivo o del cruce social que sea esa gente. El hecho es que seguimos viendo que las legitimaciones estéticas o de cualquier índole las dan los centros. Es decir, si vamos a la provincia de Santa Fe, cualquier persona de cualquier localidad cercana a Santa Fe o Rosario mirará esas ciudades grandes para ser legitimado o valorado desde allí, o tener una actuación en esos lugares, porque muchas veces a esos lugares se va a hacer trámites, a estudiar, a trabajar… Estos centros, estos pequeños soles de cada uno, sistemas solares, por algo se les dice centros, son aspiraciones: uno quiere estar en el centro, nadie quiere estar al costado. Y ahí es donde viene la confusión: uno, que puede estar en el centro de su vida, porque su vida es realmente el centro, está todo el tiempo convencido de que no está en el lugar más importante y quiere estar en otro que supone sí lo es.
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—Tus descripciones del Conurbano rescatan lo mejor que ocurre en ese territorio, pero todos sabemos que, también, es un ambiente trágico, lo mismo ocurre en Rosario y en otros conurbanos. ¿Cómo te pega eso?
—Tiene todo. Estas discusiones de romantizarlo o no son vaivenes. Uno no puede entender que, como en cualquier otro lugar, con más o menos intensidades, allí se vive con las mismas tristezas y alegrías. En esta mirada uno no puede evitar desde qué lugar está mirando, y ahí es cuando quizás lo quiera romantizar para rescatarlo, porque lo que ve todo el tiempo es la tragedia. La tragedia puede estar en la peatonal Córdoba de Rosario y en cualquier edificio. Obviamente, va a ser más seguro estar adentro de un edificio o de un country que estar afuera. Por eso todos esos lugares como los countries se basan en que son precisamente lo opuesto al resto del Conurbano, aunque estén en el Conurbano…
—Si bien caminaste esas calles, fuiste parte de ese paisaje, es verdad que ahora estás y trabajás en la Capital, vivís allí, tomaste distancia. Me viene a la memoria aquel texto de Borges, “El escritor argentino y su tradición”, en el que esboza que la tradición sólo la puede crear alguien que mira desde afuera… ¿te sentís afuera o adentro del Conurbano?
—Siento que lo llevo adentro. No me siento ni adentro ni afuera. O sea, estoy hecho ahí y entonces me permite ahora observarlo de afuera, pero no para tener una mirada capitalina, sino para tener una distancia, como dice Borges; una distancia emocional. Y eso no quiere decir alegría o llanto, sino correrse por un momento del lugar de estar viviéndolo, para observarlo. Como si fuese una mirada de público. Por eso muchas veces en esos diarios de viaje, cualquier persona está atenta a cómo la miran desde afuera. El rosarino podrá hablar de sí un montón de cosas, pero estará atento a qué dice el santafesino de él, o el porteño. Y eso es por estar buscando aprobación desde afuera constantemente.
—Cada capítulo del libro finaliza con una reflexión a manera de epílogo, en clave paródica. Pero a veces es más seria de lo que parece, ¿te dan ganas de escribir ensayos, de meterte un poco más en el análisis sociológico? ¿Te sentís tentado, alejándote un poco más del humor?
—No, esos ensayos en realidad los ejerzo porque son las cosas de las que me gusta hablar con la gente. Si nos encontráramos con vos ahora en Rosario, iríamos a una pizzería o a un bar a tomar algo en una mesa en la vereda y me quedaría horas tratando de analizar qué pasa con los rosarinos, cómo se comportan, de qué se trata bulevar Oroño, por qué el rosarino se va a Buenos Aires, cómo los rosarinos se pueden dividir entre los que se van a Buenos Aires y los que se quedan… Después, eso lo puedo volcar en un cuento, sí, pero luego siento que todas esas charlas que me encantan pueden recargar el cuento y entonces ahí prefiero ponerlo como un análisis, y también medio en joda medio en serio. Es algo que me viene de la tradición del programa televisivo, de hacer televisión o radio, donde tenés siempre presente cómo dividir, cómo encontrar un ritmo, cómo salir de una historia y pasar a alguien que está hablando de lo que pasó, como si fuera una mirada documental.
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—Tu prosa tiene un “ritmo televisivo”.
—Porque como todo tipo que viene de la radio y la televisión, estoy perseguido por el ritmo. Es algo que ya tengo y es parte del asunto. No es un peso, pero lo tengo metabolizado. Sé que una de las cosas que ocurren, por los testeos que se han hecho, es que el libro se lee rápido, pasás las páginas y vas volando. Alguien, si tiene ganas, se lo lee en una tarde, tengo una escritura liviana. Tiene ritmo porque no estoy escribiendo, hablan los personajes…
—¿Por qué un libro sobre el conurbano bonaerense?
—No sé bien, la verdad es que se dio porque salió la oportunidad de hacerlo. No hay ninguna misión. Simplemente venía conversando con Daniel Santoro y con Miguel Rep, y en esas charlas siempre había un momentito sobre el Conurbano. De pronto, hablando con el editor, me dice: “Podrías hacer un libro”. Quedó dando vuelta la idea y un día me propuso hacerlo. Primero empecé a comprobar si podía. Es como si yo te dijera: “Che, ¿harías un libro mirando a Rosario?”. Lo tendrías que pensar. Primero pensé: puedo hacer cinco artículos, pero no sé si llego a un libro. Y empecé y se dio, uno se tiene que meter… Cuando hicimos Peter Capusotto nos dijimos que íbamos a hacerlo por un verano y mirá: nunca pensamos que lo íbamos a hacer durante catorce años.