El músico, escritor y cancionista Pablo Dacal (Buenos Aires, 1976) publicó recientemente ¡Oh nuestra maestra de canto! Una biografía de Lucía Maranca (Mansalva). Se trata de un libro que reúne testimonios de familiares, amigos, colegas y sobre todo alumnos y alumnas “alrededor de un archivo y un recuerdo inquietante”. Con el anhelo de dar a conocer la vida y obra de la artista, Dacal da a conocer el método Maranca, y comparte con el mundo el legado vivo de una maestra.
Gran cantante de la música contemporánea argentina, y figura destacada de la escena modernista de vanguardia de Buenos Aires en los años 60, Maranca fue musa para muchos compositores como Francisco Kröpfl y Gerardo Gandini, y maestra de canto de tantos otros músicos y músicas como Lolo Fuentes (de Miranda), el rosarino Gonzalo Aloras y Josi García (hermana de Charly), incluido el propio Dacal, entre tantos otros.
El autor, que ya publicó Por qué escuchamos a Ignacio Corsini (Gourmet Musical) y Las canciones escritas (Mansalva), señaló que este libro pareciera haberse escrito solo, pero cierto es que en la orgánica del armado hay un importante trabajo de investigación y recolección de textos de la propia Maranca, de entrevistas que ella brindó a lo largo de su carrera, de la grabación de sus clases, y sobre todo la tarea de ensamblar todas las voces de quienes vivenciaron momentos junto a ella, de generar una conversación que haga posible lo imposible: que Lucía vuelva a cantar para ellos, pero también para que lectores y lectoras, aun cuando no pertenezcan al mundo profesional de la música, descubran su voz.
Lucía Maranca nació en Florencia, Italia, en 1934 dentro de una familia de artistas e intelectuales. Heredó el método del pianista Atilio Brugnoli, de quien su madre, maestra de conservatorio, fue discípula. Dio clases de piano desde muy chica, tan pronto como empezó a cantar arias de ópera, lieder y canzonettas. Católica por tradición y pertenencia, pero también profundamente espiritual, en su niñez, entre las bombas de la Segunda Guerra y los escombros, iba a una iglesia cerca de Florencia solo para escuchar el órgano y cantar a las monjas.
Huyendo de la guerra llegó a la Argentina, donde estudió canto con Orlando Tarrío Larmeu, su gran maestro, de quien aprendió una enseñanza que más tarde transmitirá a sus propios alumnos: “Obediencia absoluta a la música, sin alarde. Esa noción de que cualquier acto musical tiene que ser la comunión con el otro”. Severa con la flojera y la falta de compromiso, pero sensible, compasiva y paciente con los defectos y debilidades de sus discípulos, Lucía Maranca le exigía a todo aquel que quisiera tomar sus clases, entrega y un acatamiento total a su método. Les preguntaba: “¿Vos crees en mí o no?”, postulando, de esta manera, que cualquier camino de aprendizaje es en primer lugar un acto de fe. En una entrevista que se recuperó para esta biografía, Maranca dice que “hay que estudiar un rato todos los días, para estar seguro y abandonar esa cosa de buena voluntad, hasta lograr que la cosa salga por frecuentación y por fe. Hay que atreverse a fallar”.
Justamente, una de las claves del libro tiene que ver con el prodigio de la transmisión, no solamente de un saber, o del dominio de una técnica, sino de un deseo. Dacal lo advierte en el prólogo: el libro está lleno “de anécdotas y remembranzas que hablan de un quiebre o una revelación en la vida de muchas personas” después de haberse cruzado con ella. “Estaba deseosa de que todos fuéramos libres”, comentó Daniela Aphalo, alumna que aportó al coro de esta biografía.
De diferentes formas todos los testimonios evocan, a través del recuerdo de Lucía, a la figura del maestro, aquel que conduce a un alumno a encontrarse con lo más propio, con lo que es de cada uno. Prueba de ello es el relato del padre Pedro Baya Casal: “Yo le estoy eternamente agradecido por hacer surgir lo que estaba ahí oculto, trabado, con una paciencia infinita y un conocimiento del alma humana, que aplicaba como un método para hacerte cantar. Nunca voy a olvidar el día en que me dijo «¡estás cantando, estás cantando!». Me quería decir «¡al fin estás cantando!». Cada cual a su manera, en relación al canto y a la vida, encontraron un camino, y a eso se refería Muhammad Habbibi Guerra cuando señaló que Maranca “ponía andar a la persona en un trabajo sobre sí misma” y “le daba palos al ego porque es el que nunca quiere trabajar de verdad”.
Por su parte, Aloras la describió así: “Lucía fue para mí como una especie de gurú, de maestra espiritual. Una gran madre, si se quiere. Todo lo que entregó, enseñó y regaló, traspasa y va mucho más allá de lo que puntualmente te estaba diciendo o enseñando en ese momento, que eran técnicas de canto”.
Cada capítulo de ¡Oh, nuestra maestra de canto! está encabezado por un texto en el que Dacal reconstruye la voz de Maranca, como si fueran breves clases magistrales de dicción y vocalización, para lograr la amplitud sonora, la tesitura, el cuerpo ( o la encarnación) de la voz, a partir de las unidades mínimas de la lengua: las vocales. “El trabajo con Lucía consistía en un programa simple: aprender a hablar. Pero, en esa búsqueda de una elocuencia, configurada con pequeños pasos (bajar la lengua, abrir más la boca, echarse para atrás), también se trabajaba sobre otras cosas, esas virtudes y defectos que podrían llevarnos inmediatamente al éxito o al fracaso. Y en las fallas, así como en la posibilidad del canto como una comunión que nos trascienda, es donde ella encontraba la verdad que se había propuesto revelarnos”, explica Dacal en el prólogo.
Si Lucia Maranca estaría o no de acuerdo con el resultado del trabajo es algo que se pregunta Dacal, y hace propia la solicitud que hicieron los discípulos de Saussure después de transcribir las clases del Curso de lingüística general: “¿Sabrá la crítica distinguir entre el maestro y sus intérpretes? Nosotros le agradeceríamos que dirigiera sobre nuestra participación los golpes con que sería injusto agobiar una memoria que nos es amada”. Más que una elegía o un homenaje a la propia Lucia, toda la experiencia reunida en este libro es, como lo describió el hacedor de esta obra, una ofrenda: “Siento que algunas cosas el mundo las merece”. Y se agradece.