La rabia que se expresa en el asesinato de una mujer es una de las pautas para definir un femicidio, es decir, un crimen cometido por razones de género. En el cuerpo de María del Rosario Vera, una joven sofocada y estrangulada en contexto narco a la que arrojaron a un volquete, quedaron marcas de golpes de pies a cabeza, además de vestigios de contacto sexual con tres hombres. Esa saña y la inferioridad en la que se encontró esta chica bajita y de cuerpo menudo fueron algunos de los motivos por los que un tribunal confirmó la pena a prisión perpetua del único condenado. Era el dueño de la casa en que mataron a la joven de 23 años, madre a cargo de cuatro hijos, que sobrellevó una vida signada por la pobreza y una violencia de la que no pudo escapar.
El fallo emitido días atrás por los jueces Gabriela Sansó, Javier Beltramone y Gustavo Salvador no sólo tuvo en cuenta el nivel de tormento ejercido sobre María del Rosario para encuadrar su muerte como un crimen por razones de género. También consideró el entorno ligado a la venta menudeo de drogas en el que fue atacada, su vulnerabilidad estructural y las situaciones a las que quedó expuesta por su condición de mujer. Todos elementos que consideraron indicadores de un femicidio “no íntimo”, es decir, cometido por fuera de una relación de pareja.
El planteo contrasta con el primer fallo por el caso. Tras el juicio oral que se realizó en 2021 contra el condenado Néstor Sánchez y otros dos hombres absueltos, un tribunal había descartado el encuadre de femicidio. Entre otros motivos, porque no se acreditó una relación previa entre el acusado y la chica. Así, el caso de María del Rosario se convirtió en una suerte de mojón en el debate sobre cuándo el crimen de una mujer en contexto narco debe ser considerado un femicidio. Un campo en discusión en Rosario, donde no sólo aumentan los casos sino que los métodos de investigación, enfoques y criterios de abordaje aún están en construcción.
La nueva sentencia marcó un umbral y aportó nuevas claves de lectura. “La violencia de género dentro del ámbito familiar cuenta con más antiguo reconocimiento y es donde comenzó a tener visibilidad. Pero debemos corremos de este sesgo. Porque si solo tenemos en vista el modelo intrafamiliar se complica reconocer el femicidio en el que el victimario no tiene ninguna relación con la víctima”, advierte el fallo, y apunta que “desde el modelo patriarcal las mujeres han sido vistas como objeto de posesión que debe ser disciplinado, controlado, utilizado, vigilado y sometido hasta el punto de disponer de sus vidas”.
Al situar el caso de Vera dentro de la categoría del femicidio no íntimo los jueces de la Cámara Penal definieron a estos casos como “resultado de la violencia cometida en contra de las mujeres mediante actos motivados por misoginia, discriminación y odio”, en los cuales “hombres poco conocidos o totalmente desconocidos de las víctimas realizan actos de extrema brutalidad sobre sus cuerpos”. Esto ocurre “en un contexto de permisividad del Estado que, por acción u omisión, no cumple con su responsabilidad de garantizar la integridad, la vida y la seguridad de las mujeres”.
A María del Rosario le decían “Sico”. Era la menor de diez hermanos y criaba sola a sus cuatro hijos de entonces 2, 3, 6 y 8 años. Tres meses antes del crimen se había separado del padre de los chicos tras un historial de agresiones. Estuvo un tiempo con los nenes en un refugio municipal para víctimas de violencia de género y luego, con la plata de un subsidio, se mudó a una casita humilde en los bordes de villa Banana, en Amenábar y la vía paralela a Felipe Moré. Mantenía a sus niños con 4 mil pesos mensuales de un plan social y colaboraba en un merendero.
El 3 de enero de 2018 dejó a los chicos con el papá y le envió a su ex cuñada un mensaje extraño. Le dijo que tenía miedo porque la perseguían “los soldados de Martín” y que si no volvía hicieran la denuncia, pero no en la comisaría del barrio. En la calurosa mañana siguiente los vecinos de Felipe Moré y Gaboto sintieron olor a quemado en un volquete y descubrieron su cuerpo a medio quemar. La chica estaba envuelta en una frazada y tenía una soga atada al cuello con dos piedras gruesas en los extremos.
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El examen forense reveló que la habían sofocado y estrangulado con un lazo y que había tenido relaciones sexuales con tres hombres de quienes quedaron rastros genéticos en la bombacha y en la soga. Si bien no había lesiones genitales, el forense no descartó la violación porque Sico tenía marca de golpes en casi todo su cuerpo de un metro y medio y poco más de cincuenta kilos.
Al principio se pensó que “Martín” era un policía con el que ella había tenido una relación, pero el efectivo fue desligado. Luego se creyó que era Martín Sánchez, referente de una banda de drogas llamada “Los Noventa” a la que al parecer la chica se había ligado con ventas a pequeña escala para sumar algo a su subsistencia, o como simple consumidora. Nunca se supo quién era el Martín del que habló en su mensaje pero sí que en la tarde previa al crimen había estado conversando y tomando alguna bebida en la casa de puerta azul y techo de chapa del condenado Néstor Sánchez, pegada a las vías de Felipe Moré y Garay.
A la 0.30 de la madrugada siguiente dejó de funcionar el celular de Sico. El aparato y su mochila nunca aparecieron. Vecinos de Sánchez contaron que esa noche les pidió ayuda para formatear un teléfono. Y que al día siguiente pidió prestada una carretilla en la que transportó a la chica envuelta en una alfombra. Luego incineró el cuerpo en el volquete. Con él fueron acusados su ex cuñado Martín “Noventa” Sánchez y Nahuel Segovia porque estuvieron en la casa en la tarde previa, pero fueron absueltos por el beneficio de la duda. Néstor fue el único condenado porque era el dueño de la casa, se encontró su ADN en la ropa anterior de Vera y admitió que tuvo relaciones con ella, según sus dichos a cambio de droga.
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El juicio terminó con una sentencia controvertida que condenó a Sánchez a 25 años de prisión como autor del crimen pero sin el encuadre de femicidio. Como los jueces dijeron que la chica había entrado a la casa por su voluntad y que el lugar no tenía el aspecto del búnker, el fiscal Alejandro Ferlazzo y la abogada querellante Mariana Caratozzolo apelaron. En un fallo dividido, en junio del año pasado las juezas Georgina Depetris y Bibiana Alonso revirtieron ese criterio y condenaron a Sánchez por femicidio, lo que prevé pena perpetua, con un voto en disidencia de Guillermo Llaudet.
Esta vez quien apeló fue la defensora pública Marianela Di Ponte, que aludió a un escenario de fragilidad de las pruebas y señaló problemas de salud mental del acusado. Así, el debate por el caso se reabrió ante un nuevo tribunal de segunda instancia. El fiscal, a su turno, recordó la violencia sexual ejercida contra Sico por parte de tres hombres en un búnker. En representación de la familia Vera, Caratozzolo recordó la obligación del Estado argentino de juzgar con perspectiva de género.
La abogada describió la fragilidad estructural en la que vivió María del Rosario, una chica que “fue madre adolescente a los 14 años y eso la excluyó del sistema educativo, no tenía trabajo adecuado y por su condición de mujer estaba en una situación de desigualdad de poder”. Quien además quedó en soledad ante tres hombres, “donde no importa si la relación fue consentida o no, dado que durante o luego de ella se produjo la muerte violenta”.
Una hermana de María del Rosario que cría a los hijos de la chica habló en la audiencia. Pidió que se determine el caso como femicidio. “Para que estos cuatro niños que perdieron a su madre puedan creer en la Justicia”, reclamó. El tribunal convalidó el encuadre y concluyó que la joven fue asesinada “sin que se develen motivos”, “con absoluto control de la situación” por parte de un agresor que trató a la víctima “como basura”. Dijeron que esto ocurrió “mediando violencia de género y con claras evidencias del la cosificación inspirada en el desprecio a su condición de mujer”.
Los jueces dijeron que los indicadores del “componente misógino” no sólo deben buscarse en estos casos en la conducta del atacante o el nivel de saña ejercido contra el cuerpo sino también en la historia de vida de la víctima, atada en este caso a “un entorno de necesidades, sometimiento y carencias estructurales que limitaban cualquier perspectiva de desarrollo de una vida libre de violencia”.