La mendicidad y los ancianos (I). Debemos suavizar el camino hacia la vejez para que los ancianos del mañana puedan gozar de una tranquila calma. Es un deber de todos evitarles dolores morales a quienes tanto ya han sufrido y gustado el sabor amargo de la vida. No podemos permitir que un anciano tenga que mendigar para poder subsistir. La caridad no mejora ningún mal y hace abdicar de su dignidad al ser humano que diariamente debe tender la mano al que pasa a su lado. No tenemos ningún derecho de vejar así a un semejante, tirándole en la mano una moneda o un mendrugo de pan, ni debiéramos tampoco permitir que nadie se rebaje a implorar la caridad pública mendigando de puerta en puerta. ¡Pobres ancianos! Cuántas lágrimas amarguísimas devoran en silencio aún cuando en sus ojos se vea un destello de alegría ante la moneda que en su mano depositamos. Imaginemos por un momento que nuestro cuerpo se inclina por el peso de los años y que cuantos seres hemos visto crecer a nuestro lado, que hubieran sido el apoyo de nuestra vejez, nos han sido arrebatados por el destino, y pensemos por un instante el sufrimiento que experimentaríamos al extender la mano por primera vez. Una señora elegantísima pasa a nuestro lado y no nos mira siquiera porque teme mancharse; un señor no se detiene ni para arrojarnos una mirada de compasión. En una casa nos dicen "no está las señora" y en otra nos cierran la puerta como a un leproso; aquí nos arrojan cinco centavos; allá un pedazo de pan duro. ¡Cuánta angustia no experimentaríamos a cada uno de esos vejámenes! ¡Cuánta pena no inundaría nuestra alma! ¡Cuántas lágrimas fluirían por nuestros ojos! Pongámonos ahora una mano en el pecho y sinceremos nuestro corazón. ¿Tendríamos valor para soportar esas ofensas? No; antes sería preferible cien veces que la muerte nos diera su helado beso. (1910)



























