A la palabra no la invento. Es resultado, por lo común, de un proceso histórico y sociocultural. Pero sí que me sirvo de ella: para pensar y comunicarme. Aunque propiedad exterior, hasta la hago mía cuando vierto mi sentir en ella y así me expreso.
El gran filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976).
A la palabra no la invento. Es resultado, por lo común, de un proceso histórico y sociocultural. Pero sí que me sirvo de ella: para pensar y comunicarme. Aunque propiedad exterior, hasta la hago mía cuando vierto mi sentir en ella y así me expreso.
Al principio supo acordársele cierto poder mágico, hasta descubrirse que con la palabra no se posee la cosa nombrada sino que se la está designando a otro. Si bien se lo hace de cierta manera: la propia del emisor. Y ya en la elaboración de ideas abstractas, hay comunicación pura de pensamientos por medio de signos.
En cuanto a su transmisión escrita, claro que no es lo mismo el escribiente que el escritor; el uno informa en tanto que el segundo trata con la estructura misma del lenguaje. En todo caso, hay un elemento de tensión en el proceso de comunicar a otro: quien puede estar a favor o en contra, darle otro sentido a lo que se le dice. Además, está la ambigüedad inevitable debida a que el objeto está ausente. Por fin, la palabra puede traicionar al mismo que la fórmula, por equivocidad de los términos. Con todo, hay adecuación y comunicación siempre posibles, pese a la subjetividad del emisor y al relativismo interpretativo en el lector.
Sonidos o trazos que implican en su proceso: a un significante, el yo mismo cuando habla o escribe, y a un significado que es el objeto (significado); pero hay por sobre todo, el momento activo de la significación, del acto mismo de significar.
He aquí dos elementos a destacar: la intención subjetiva al ejecutarlo y el sentido (concreto) del contenido que se transmite, según circunstancias y contexto.
Con todo, ¿para qué la palabra?
…Es que cierta interpretación nos recuerda que, si bien con ella creemos distinguirnos de los restantes animales porque probaría que pensamos, no sería más que el grito perfeccionado del mono clamando por “el hambre, el miedo y el sexo”; aunque se le hayan asociado significados que se crean abstractos; en el fondo, transmitirían no más que aquel grito… si acaso la vida haya surgido por mero accidente y no sabemos si los últimos hombres no serán tan estúpidos como los primeros… que no existe palabra con efectos mágicos ni Empíreo eterno que invocar con ella… si hasta los planetas (y aun las estrellas) nacen y mueren y los cuerpos celestes chocan ciegos entre sí… rigiendo en todo el azar y no habiendo milagro alguno que interrumpa esa mecánica. Con tal cuadro, la palabra no sería más que “imagen de una imagen, signo de una ilusión”.
Pero frente a esta interpretación que no rechazo del todo y diferenciada que sea la palabra significativa de la conversación banal, tampoco olvidemos que ante tal inmensidad del universo no es otro que el hombre el ser vivo que se yergue para abarcarlo con su pensamiento; habiendo en su acto de hablar además del sonido que emite un objeto al que refiere, un concepto al menos implícito del mismo y un juicio que predica algo a su respecto. Lo que le abre a un mundo que trasciende su animalidad.
Y en cuanto a la relación entre palabra e imagen, conviene no confundirlas sino ordenarlas: es de la percepción que se deriva una imagen, la que es significada por la palabra; lo que permite hacerla pensar. De donde, el conocimiento de la realidad. Y hasta puede bastar sólo con la palabra a este efecto, aun en ausencia de imágenes. Claro que asociada a la verificación que le sea pertinente… no con mero verbalismo.
Hasta el mismo Heidegger, en su eterna búsqueda del ser, pareció haberlo radicado al fin en el lenguaje. Pero nada hay en éste más que sonido o trazo al que un cerebro atribuye significado; ni nada hay de ser en el hombre fuera de él haciéndose; si bien en ese hacerse se nombra y se es nombrado. Todo ello hace a su experiencia; con la palabra, como estímulo y significación. Esto último, apuntando a algo distinto de sí, algo que es “presencia” de lo ausente, de lo posible o imaginario, de las creaciones del arte… aludiendo a un mundo sociocultural en definitiva. Queda, pues, justificada la necesidad de la palabra.
Pero, ¿para qué escribirla?
Al respecto tengo por ciertas dos razones que mi experiencia confirma. Una es que si la lectura hace al hombre completo y la conversación lo hace ágil, es recién la escritura la que lo hace preciso. La otra refiere a la índole misma del trabajo intelectual: acumulación lenta con momentos de súbita impaciencia; es cuando se lo escribe. Que es cuando me digo: “queda escrito”; que es como si me dijera: “no solo que ahora lo sé, creo haber encontrado la mejor manera de decirlo”.