Los protagonistas
Andrés Bustos tiene 32 años, es acompañante terapéutico, se especializa en tango terapia y asistencia al adulto mayor. Vive con sus padres, no tiene hijos y hoy se dedica a acompañar a un adolescente con capacidades diferentes.
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Gran aventura, gran amistad.
Marcelo Lescano tiene 60, reside en Baigorria con su esposa, y tiene cuatro hijos varones. Es carpintero, ebanista y escultor, entre otros tantos oficios. Padece una enfermedad terminal que lo obliga incluso a suministrarse un potente medicamento para mantenerse en pie. Pero “de la cintura para arriba tengo la fuerza de un león y el alma de un chico”, afirma. Escucharlo resulta por momentos conmovedor. Es un ejemplo de superación y resiliencia, pero sobre todo de una profunda fe, de esa que mueve montañas y hace navegar a las pequeñas embarcaciones en medio de las olas violentas.
Se conocieron en 2019, Andrés prestaba servicios en el Club Reserva de Granadero Baigorria como personal de mantenimiento, Marcelo reside arriba de ese espacio. No tardaron en entablar amistad. A pesar de sus diferencias, compartían el mismo espíritu aventurero. Andrés había hecho ya una travesía ciclística hasta La Quiaca, y Marcelo había remontado el Paraná completamente solo hasta Foz do Iguazú. “Nos conocimos ahí y enganchamos onda”, recuerda el más joven.
A Lescano le gusta “conocer gente, saludar, compartir una charla”, es abierto al diálogo. Por eso la química entre ambos no tardó en darse. “Andrés se quedó impactado cuando le conté la travesía que había hecho remontando el Paraná hasta Brasil, se compró una piragua, hicimos una primera travesía y a mí se me ocurrió hacer la experiencia de completar todo el recorrido del Paraná, esta vez hacia el sur, y llegar hasta el Atlántico”, rememora el más veterano de la dupla. Le hizo la propuesta, y un entusiasmado Andrés cayó a su casa dos días después con un “sí” inapelable. Y era “ya”.
Con lo mínimo
Por eso, los preparativos fueron tan rápidos que les demandó un par de días más, solamente. Por cábala, superstición o lo que fuera, no quisieron salir un martes 13. Pero el miércoles 14 de abril ya estaban zarpando de Granadero Baigorria para emprender un viaje de ida y vuelta desde esa ciudad hasta la Bahía de Samborombón, ya en pleno océano Atlántico. Volvieron al punto de partida el miércoles 7 de julio: 85 días de trayecto, de los que ahora tienen muchas historias para atesorar. Una aventura plena, con cosas buenas y otras malas, que lamentan y denuncian.
Viajaron en una sola piragua, la ya legendaria “Acompañante”, a la que Marcelo le preparó una vela de 1.5 x 1.2 metros que les ayudó a alivianar el esfuerzo de remar. “Es una vela tipo cangrejo, que hace que la embarcación se levante y no se hunda. El viento es caprichoso, hay momentos en que no sopla, o no lo tenés a favor, y eso complica todo, pero cuando viene en popa, ofrece una experiencia muy grata. Nos ayudaba a barrenar las olas y a avanzar con comodidad, más allá de que el río estuviera picado”, comenta Marcelo. El carpintero está ahora armando un timón para la piragua.
La experiencia no tuvo nada que ver con lo que se puede pensar de una travesía técnica. No llevaron carpas ni indumentaria de alta tecnología, ni instrumental sofisticado, ni herramientas complicadas. Un nylon grueso de 200 micrones les servía para improvisar la carpa, que podía tenderse desde una soga atada de un árbol a otro, o alrededor de un tronco que la sostuviera, a la manera de “carpa india”. El material se aferraba al suelo con estacas y se utilizaba arena para tapar los bordes inferiores, como las de campaña. Canaletas para que escurriera el agua por si llovía, y a dormir, si alguna tormenta o un imprevisto no interrumpía los sueños.
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"Yo me quedo en casa", dijo Andrés, desde la carpa improvisada.
Llevaron, como alta tecnología, un reflector LED con cargador solar, que para colmo se les voló en una sudestada. Tenían una caña con reel, una línea de pesca, y una red de 13 metros con medidas reglamentarias que los ayudaron a sobrevivir. Llevaron 2 mil pesos en efectivo y comida no perecedera por un precio similar para subsistir. Cuando se quedaron sin recursos, apelaron a la pesca, a los pocos árboles frutales que encontraron, a verdura silvestre y a la solidaridad de la gente. Juntaron metales en desuso que vendieron como chatarra para volver a abastecerse. Y así sobrevivieron.
Las jornadas de navegación arrancaban a las 8 de la mañana y podían extenderse hasta las 17, aunque más de una vez los agarró la noche. Para las paradas, lo bueno era encontrar un bosque donde acampar, sobre todo si tenía buena pesca.
Estar en medio de la naturaleza era el mejor regalo. “Yo me quedo en casa”, supo postear Andrés en su muro de Facebook, mostrando la carpa improvisada en el medio de la isla.
Lo que el cuerpo permita
La duración de las jornadas, en rigor, tenían que ver con el estado físico y anímico de ambos navegantes, que en general fue bueno, y de las inclemencias del tiempo. A veces tuvieron que hacerlo con vientos muy fuertes. Pero también salvaguardaban sus integridades y sus vidas. “A veces viajamos con vientos muy fuertes, y con olas muy grandes”, recuerda Andrés. Y ninguno de los dos se olvida cuando los agarró una tormenta y el agua se les metió en la carpa. “Volaban las estacas”, rememora el más joven.
Usaban la naturaleza a su favor, todo lo que los rodeaba les brindaba calor, cobijo, los protegía del viento, de las distintas inclemencias. “Tengo los implementos para protegerme, Ya había hecho una travesía muy larga, solo, y conozco mi río. Sé lo que son los vientos, gané mucha experiencia”, dice Marcelo.
A veces debían quedarse en un lugar y no zarpar porque tenían que cuidar su integridad. Ponerse en riesgo no estaba en sus planes, aunque esto, a veces, y por razones ajenas a sus voluntades, ocurrió.
“Hacemos lo que hacemos porque nos gusta; conocer, dialogar, comunicarnos con la gente, ver cómo cambian las sociedades de un lugar a otro. Eso para nosotros es muy valioso. El poder contactarnos con los lugareños de la costa fue fantástico, nos brindaron sus casas, alimentos, afecto, cariño, aliento para seguir adelante, luchar, es es lo que más valoro de esta travesía”, dice Lescano.
Lo bueno y lo malo
No tuvieron espónsores, todo se hizo a pulmón, la pasaron bien y también mal, pero hoy lo atesoran como una experiencia inolvidable.
Entre lo bueno, además de la experiencia, el contacto con la naturaleza y la hermosa relación humana que entablaron, está la recepción que tuvieron de mucha gente, que fue de verdadera devolución. “Hicimos un viaje en total equilibro con el entorno, con el sistema, en absoluto respeto por la naturaleza, y fuimos sembrando y cosechando amor, cuidado, estamos agradecidos por la devolución que recibimos”, dice Andrés. Y rescata en su memoria los nombres de algunos lugareños que fueron solidarios, comprensivos y caritativos.
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Uno de los paisajes inolvidables del Paraná.
Después están los otros. Los que realizan una matanza indiscriminada de la fauna silvestre e ictícola, los que utilizan las islas para el criado de ganado y tergiversan la naturaleza y el sentido del humedal; los que con prepotencia de dinero usan las aguas para recorrer con sus grandes motores, de manera tan irresponsable como impune, los brazos del río, sin tener en cuenta la realidad de moradores y navegantes. Y sobre todo, los que avanzan sobre la costa, que es o debería ser de todos, con proyectos privados e inaccesibles, con el poder del Estado y las fuerzas de seguridad a su favor
“San Isidro y Tigre están cerrados completamente, no hay lugar donde tocar puerto, se está privatizando todo, no se puede parar absolutamente en ningún lado”, se quejan.
Tan así fue que en una ocasión tuvieron a un helicóptero sobrevolándolos, porque estaban acampando en un lugar presuntamente prohibido, siendo que era camino de ribera. “En Buenos Aires hay una supuesta reserva natural que no funciona como tal, sino como un predio privado” con cuidadores que hacían las veces de capataces y patovicas de la zona, afirman.
Buenos Aires fue lo peor. Desde las lanchas que pasaban a velocidades altísimas por el Tigre, pasando por lugares inaccesibles, persecución de privados y autoridades, vieron de todo. En una ocasión, tuvieron que subir la piragua a un peñasco de diez metros de algo para llegar a una plataforma donde poder dormir, pero quisieron echarlos. Hasta tuvieron un helicóptero haciéndoles un vuelo rasante e intimidatorio. “Los lugareños que vienen del norte mostraron lo mejor de nuestro país, los citadinos de Buenos Aires y sus alrededores dejan muchísimo que desear”, resumen por experiencia propia.
Testimonio de vida
Marcelo Lescano brinda un testimonio que suena a una enseñanza de vida magistral: “Tengo cáncer de próstata, me llegó a los huesos, a la columna. Estoy medicado con drogas a base de morfina que me permiten caminar. Pero la parte superior de mi cuerpo está intacta, tengo los brazos fuertes, el espíritu de un niño y la garra de un león; no me pienso entregar”
Para él, fue “el final de algo que parecía inconcluso, conocer todo mi río y a su gente. Gracias a Andrés pude terminar esa travesía, y seguir viendo que la gente del norte, a la que pudimos contactar también en la travesía, tiene un corazón único. Me siento contento, esto me dio vida. Lo dice una persona que está en estado terminal, pero esto es un aliciente para quien esté pasando por una circunstancia así”.
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Marcelo Lescano, un ejemplo de supervivencia.
Está convencido de que “si se pone el alma y el corazón, se puede seguir con vida, seguir el día a día, y agradecer a Dios la luz que entra por los ojos cada mañana que nos despertamos. Hay que darle para adelante, ponerle garra, luchar contra lo malo, poner lo bueno, lo mejor de cada uno, para tratar de ser siempre mejores, guiados por la luz de Cristo”.