Ya no está. Ya se fue. Su rostro de viejo fauno reposa sereno, ajeno a las turbulencias del mundo. Pequeño en su ataúd, Gary Vila Ortiz está solo en la madrugada: después del aluvión de gente que vino a despedirlo, ahora quedan a su lado los íntimos. Y en ese momento, en el más total de los silencios, me acerco para el último mano a mano. Lo miro con los ojos un poco nublados, le digo chau Gary, gracias, y levanto la petaca para el último brindis.
Periodista de raza, Alberto Carlos Vila Ortiz llegó a jefe de redacción de La Capital y construyó con sus oyentes radiales y espectadores televisivos un vínculo cálido y perdurable. Pero Gary fue, esencialmente, un poeta. Aunque su obra haya sido escueta, en él la poesía adquiría formas no verbales. Gary, en cierto sentido, vivía como poeta.
Empecé a tratarlo cuando trabajaba en la librería Ross, a fines de la década del ochenta. El vínculo se profundizó cuando pasé a otra librería, Lett, que estaba justo enfrente del diario. Allí era costumbre que el querido Lobo Víctor Sabato entrara a hablar conmigo de Rilke y que Gary, como un aluvión, se adueñara de las novedades con su voracidad de siempre. Gran lector, fue también un tremendo comprador de libros, y quienes lo conocíamos y queríamos tratábamos de que no gastara en la librería el sueldo entero. No siempre lo lográbamos.
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La actitud de Gary hacia la cultura era omnívora. Lo que hacía en las librerías, lo repetía en las disquerías. Era un erudito del jazz y gran conocedor, también, de la música clásica. En el terreno literario, leía con pasión virtualmente todo lo que le caía entre las manos. Ajeno a encuadramientos o prejuicios, lejos de todo “ismo”, lo suyo era el fervor puro. El deseo. El brillo en los ojos ante la página de otro.
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Uno de sus principales rasgos era la generosidad. No le costaba el elogio y desconocía los celos, tan comunes en los ambientes artísticos y periodísticos. Su relación con los jóvenes, que lo adoraban, era fluida y cordial, cargada de humor y sobrentendidos, de sonrisas y guiños cómplices. Una vez le di tres poemas escritos a mano y dos días más tarde abrió el suplemento literario del diario con mi nombre en cuerpo mastodóntico y los tres poemitas ilustrados, individualmente, por el Gaucho Beas. Lo que hizo conmigo lo hizo con muchos, en cada lugar que estuvo. Así era Gary.
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En estos días tristes estuve releyendo sus textos. Los hermosos “Poemas de la flor”, en la entrañable edición de la Vigil de 1967, donde se lo ve en la solapa jovencísimo, con camisa blanca y corbata negra finita, a los 32 años. Y su último trabajo, “Brebajes y exorcismos”, con los hermosos dibujos de Rubén Echagüe. Al leerlos, recordé de pronto que desde la irreverencia de los veintipico solía retarlo por vago y malentretenido. “Escribí”, le decía, vehemente. “Producí”. Pero ese no era el fuerte de Gary. La disciplina y él siempre fueron enemigos.
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Vivió para el amor. Era muy amigo de sus amigos, pero sobre todo un eterno enamorado de la belleza y el misterio de la mujer. Hasta el final, en esa época de la vida en la que muchos se agrisan o se vuelven cínicos, él mantuvo un candor de adolescente. También sufrió mucho. Sin embargo, cuando le tocó perder, lo hizo con dignidad tanguera.
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Gary hablaba un idioma que el poder no entiende ni tolera: el de la libertad, el de la ética, el de la belleza. Lo único que acumuló fueron amigos, amores, libros y discos. Cuando condujo el diario, su influjo benéfico alentó renovaciones, abrió ventanas en la cerrada oscuridad y generó climas de trabajo donde la alegría era un sentimiento cotidiano.
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Esta ciudad difícil, muchas veces hiriente o indiferente con sus talentos, le debe mucho a Gary. Él fue uno de sus más legítimos habitantes, uno de sus amantes más desinteresados. No en vano la llamó, memorablemente, “la única ciudad donde vivir y morir”.
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Fiel a sus palabras, así lo hizo. Intensamente anduvo entre sus calles hasta irse en silencio. Esta ciudad arisca, violenta, indescifrable, le debe parte de su identidad aunque nunca lo reconozca. Gary fue uno de sus mejores hijos y así hay que decirlo, también decírselo a él, aunque ya no pueda escucharnos. Gary, misión cumplida. La memoria no se apagará.