—¿Dónde se atiende?
Dibujo: Chachi Verona
—¿Dónde se atiende?
—En el Centro de Salud Casals, con la doctora F.
—¿Y su nene?
—Allí mismo, con la doctora M.
—¿Y su marido?
—No, él no se atiende.
—¿Cómo que no se atiende? ¿No se enferma?
—No, él cuando se enferma va al hospital.
La señora en cuestión, a la que le hacía una serie de preguntas para completar el formulario de un programa social en la periferia de Rosario, me daba datos inequívocos. Toda su familia se atendía de manera preventiva o aguda con diferentes profesionales en la misma institución, pero su marido no. “Solo cuando se enferma”, “cuando se rompe”, pensé. ¿Para este buen señor ir al médico de manera preventiva es una pérdida de tiempo?. Si a nuestro auto lo tratáramos del mismo modo le quitaríamos mucha vida útil, ¿no?
Comparando el cuidado con el cuerpo de la mujer y las políticas de Estado asociadas a esos cuidados, resulta notoria la diferencia que se hace con respecto a los varones. Desde la primera menstruación, las mujeres tienen establecidas rutinas de análisis y diversos controles preventivos sobre su sexualidad. Pero por el lado de los varones, sólo después de los cuarenta o cincuenta años de edad, se ha instalado una exigencia, que a veces viene de la mano de algunos comentarios cargados de humor sutil, por la presunción de algún problema prostático.
¿Podemos pensar que las mujeres se someten a esos controles o bien afirmar que son acompañadas por determinadas políticas de Estado? Es decir, un cuidado que también tiene su contracara siniestra de la vigilancia, como así también es cierto que las mujeres han desarrollado una red de cuidados entre madres, hijas, amigas, todas sororas a la hora de cuidarse. ¿Y con los varones que ocurre? ¿Son dejados en libertad por el Estado o bien son abandonados a la buena de Dios? Y acá me quiero detener, en este interesante sexismo que implica esta diferenciación. A los varones se los cría con una cierta ceguera interior acerca de su propia salud (tal vez las nuevas generaciones desarrollen una conciencia superior al respecto). Pero los muchachos hemos crecido y aprendido estas durezas, a no quejarnos, a ocultar nuestros dolores y sufrimientos porque ésos son signos de debilidad. Barremos toda una vida estas señales debajo de una alfombra, que cuando queremos limpiar es muy tarde. Por eso, tal vez los varones vivamos menos que las mujeres. Y ni hablar de la calidad de vida.
El modelo de varón patriarcal y machista se convierte en un boomerang, porque toda la dureza y la arrogancia con que se pretende blindar al varoncito desde pequeño se vuelve en su contra. Pero lo que me parece grave es que el Estado también se hace eco de esta sordera, definiendo una política sexista. Es hora que desde la educación, cambiando estereotipos, los varones comencemos a registrar lo que pasa en nuestro cuerpo, construyendo una mirada que no le tenga miedo a la falla y no esquivar al dolor. Lo peor es tapar el dolor. Tengamos presente que la farmacología que se ofrece tanto en la farmacia de la esquina y como en los medios masivos de comunicación te alienta a que el dolor pare, pero vos no. Tan de la mano del exceso de positividad evidenciada por Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, donde el “yo debo” ha mutado por el “yo puedo”. Gran artificio neoliberal a la hora de concebir los modos de producción: la exigencia. En este sentido, la deconstrucción tiene un aspecto genérico pero además hay que tener en cuenta otro cultural, a la hora de pensar los modos de producción instalados en nuestra sociedad.


Por Carina Bazzoni
Por Martín Stoianovich
