Se supone que esta columna que desde hace algunos años me concede La Capital debe relatar la actualidad política nacional. Se supone que debería contar cómo se paran las fuerzas que disputaron las Paso y ya miran las elecciones de octubre. Quizá debería abordar el estrepitoso despertar del Poder Judicial de la Nación (enhorabuena si se han decidido a arrancar a hacer lo que les corresponde: aplicar la ley) luego de los comicios y pensar en las citaciones en las causas de corrupción cuando ya los votos del escrutinio están contados. Se supone que debería analizarse la horrible falta de noticias sobre Santiago Maldonado y la perversa grieta que puede instalarse para sacar provecho de la desaparición de un argentino. Se supone eso y mucho más.
Sería entendible que se escribiera un análisis de la ley sancionada en la Capital Federal y a punto de serlo en Santa Fe que parece querer proteger a los inquilinos (muy desprotegidos, por cierto) pero que en realidad encubre un atropello constitucional propio de la demagogia, ya que todo eso es materia del Congreso de la Nación, y, como si fuera poco, la mayoría sabe que el mercado ajusta siempre sobre los más débiles haciendo tornar en inexistente eso de la imposibilidad de cobrar comisiones a los que alquilan. Se supone.
Y sin embargo, gracias a la enorme libertad editorial de este periódico, sentí que era necesario contar una historia personal. No mía. De una persona que sí conozco. Pequeña. Pero muy demostrativa. Quizá, si mi relato es aceptable, más contundente (y útil seguro) que la crónica del chiquitaje político de nuestros días.
Quisiera contar la historia de una jubilada argentina. La historia de un viejo. Aunque suene duro o despectivo, contar la historia de alguien de 72 años es relatar lo que ha sido el devenir de un post maduro, de un adulto mayor, como quieren los eufemismos publicables. De un viejo. Nadie sabe desde cuándo ser joven es un atributo pero en nuestra sociedad, así es. No queda bien decir la palabra viejo, hermoso vocablo latino que en su primera acepción del diccionario pone "de un ser vivo". La tiranía de la juventud a cualquier precio ha mancillado esa palabra. Si se te sacás la barba vas a parecer más joven, me dijo hoy un hombre de unos 70 justo antes de que yo empezara a escribir esto. ¿Y quién dice que ser o parecer más joven me agrega alguna cualidad? Parecer más cercano a su edad, debí haberle dicho a este simpático señor, ¿me hace menos interesante? En fin. Que quiero contar la historia de una amada mujer de 72 años.
Esta semana murió Ana María. A sus 72 años. En Pergamino, acá nomás. Es (la muerte no va a poder con su capricho de obligarme a usar el tiempo pasado) la madre de tres hijos que forman parte de mi familia por adopción. Si es arcaico creer que un septuagenario (qué feo suena) es un anciano, más lo es creer que la familiar nace sólo de la sangre o de la proximidad física. La familia es una elección que explota desde las vísceras, se siente desde el corazón y se hace cómplice desde el entendimiento.
Ana María nació en la misma ciudad en donde murió en el año 1945. Cipriano Reyes disputaba por entonces el liderazgo con Eva Perón para lograr que el general fuera liberado de Martín García. Sé poco de su niñez. Conozco el relato de los 7 hermanos, hijos de una familia de laburantes, viviendo en una casa en las afueras de Pergamino, contando el día a día no sólo para cambiar la hoja del almanaque sino para saber garantizado el plato de comida y la tranquilidad diarias. Claro: 8 hermanos. Como el anís, le escuché decir alguna vez.
Ana María tuvo una infancia común. Los obreros parecían entonces que cambiarían su estilo de vida pero a sus 10 años, otra vez el golpe de Estado volvería a hacerse de los destinos argentinos. ¿Su proyecto? Estudiar. Aprender. Sin embargo, la juventud de esta mujer fue saber que pronto la escuela daría paso al trabajo, las obligaciones al deseo, el deber al querer. Casi un signo: el deber por sobre el deseo.
Entonces se enamora de quien sería su esposo. Un hombre de su edad, empleado del Correo Argentino. El proyecto dejó de ser individual y tuvo rostro de matrimonio y tres hijos. ¿Cuál era? La casa, el estudio de los hijos, algún placer mundano como las vacaciones en el mar o en las sierras. Todo eso transcurrió entre los años 60 y los 70. Esas décadas alteraron un poco los planes. La casa debió esperar y el compartir el techo de los padres fue el modo. Las vacaciones, salteadas y casi sin viaje. ¿El estudio de los hijos? Sin discusiones. Ana María y su esposo dieron todo, el sueldo del Correo y el de ella misma en distintos empleos, para que el sueño de mi hijo, sus hijos, el "dotor" fuera una realidad. Cuando uno de ellos fue licenciado, luego doctor y más tarde graduado con el máximo de categoría universitaria, supe que Ana María entendía que el sentido de su vida estaba allí. No en ella. Sino el deseo de sus hijos. El deber.
Ella trabajó dependiendo de patrones o por cuenta propia. Trabajó siempre. Abrió un bar con una amiga, desafiando el riesgo del cuentapropismo. Los 80 y 90 fueron eso: más pelea, más riesgo, más postergación del proyecto personal. Ana María supo siempre esperar su turno. Y siempre, siempre, con una sonrisa de agradecimiento.
Los 2000 fueron el acercarse a su jubilación. La crisis, otra más, la espera de poder cubrir el casillero de aportes aun sabiendo que los había desbordado con tanto trabajo. Y pudo.
Ana María era una mujer de clase media trabajadora, dirían las estadísticas. Poco atractiva para títulos o crónicas de contratapa. Los que la conocieron con cercanía dirían que peleó siempre con sus propios brazos para conseguir que su familia tuviera resuelta su cotidianidad para poder lanzarlos a proyectos que ella misma dejó de lado. Antes de fallecer, preguntó si le habían pagado su jubilación de, ni siquiera, 7.000 pesos.
Pensé que una mujer ejemplar (como tantas) había sido retribuida luego de años y años de pelea con 7.000 pesos. Pensé que no era justo resumir todo en una cifra pero no pude. Pensé en la jubilación de menos de 7.000 pesos. Pensé que más de la mitad de las Ana María cobran eso. Pensé en su niñez de carencias, de su juventud de peleas y resignaciones, de su adultez de trabajo tras trabajo tras trabajo y de su vejez de hijos que le permitieron no sufrir ninguna privación. Pensé en las Ana María que hoy no tienen hijos. Y están privadas de tanto. Pensé en términos de mediano plazo y no con la lente del aquí y ahora, de estas elecciones, con las que estoy acostumbrado a pensar. Y supe que no es bueno el resultado de estos últimos 70 años para el cuerpo de Ana María.
No importa quién. En cualquier caso, los sabemos con nombre y apellido. Sí sé que millones de viejos, jubilados, adultos mayores, personas grandes o como quieran llamarse pasan por la historia de nuestras vidas y la de este país como Ana María. Y no es justo el trato que reciben. No hay derecho a que ejemplos de vida, de honestidad y de perseverancia como el de ella merezcan esta respuesta. ¿Que nosotros, la familia de Ana, estamos orgullosos por el amor que brindó y la enseñanza que dejó? Claro. Ni dudarlo. Pero en esta columna no política de domingo, quiero recordar que los encargados de gobernar una Nación no están allí para celebrar el orgullo de una gran persona sino para conseguir, como sea, que una mujer de 72 años pueda sentir en su realidad que es, cuanto menos. bien tratada.