El 16 de marzo se fue Eduardo Cormick. Un médico, un amigo. Al decir de Hamlet Lima Quintana, “una gente necesaria”. Comprometido, capaz, respetuoso, dispuesto a dar a sus pacientes no sólo su saber sino el tiempo que cada uno necesitaba. Atento a la emocionalidad de quienes atendía, conocedor de sus familias y sus problemas familiares. Ante él no se desnudaba sólo el cuerpo para ser controlado, sino también el alma. Pertenecía a la generación de médicos que revisaban desde la cabeza a los pies, que tomaban el pulso y la presión arterial, que no evitaban tocar al paciente, sea para un diagnóstico o para un abrazo. Solidario, con su figura inmensa regalaba ternura, contención y alivio. El sabía por experiencia propia lo que eran la angustia y las pérdidas irreparables. Un grandote, alto, enorme, encorvándose para dar un saludo cercano y afectuoso, con la palabra oportuna y los valores intactos adquiridos en su infancia. Compañero de largas charlas acerca de la vida: en sus consultorios era posible filosofar, reflexionar y también sentirse triste mirando a la sociedad actual. Lo vamos a extrañar mucho porque nos habíamos acostumbrado a que nos tranquilizara, a resolver los problemas del cuerpo, a cuidarnos enteros y a una escucha casi sin condicionamientos ni reloj. A veces comentábamos la loca realidad que nos tocaba vivir, con concepciones similares del mundo: sólidas, profundas que nos hacían pensar que tuvimos maestros parecidos a los que admiramos: nuestros padres y abuelos y la escuela de mitad del siglo XX. Respetemos hoy su ausencia, no reclamemos nada al destino, no lloremos sobre su memoria. Por algo se habrá ido. Quien sabe qué otra cosa tendrá que hacer hoy por ahí. Pero yo lo buscaré en la calle, por Oroño y Tucumán, por Alvear y Santa Fe, por Dorrego al 400. Y lo saludaré como lo hacía siempre, levantando la mano desde lejos. Y quien me observe pensará que alucino, y yo sabré que estaré saludando su recuerdo. Y luego caminaré unos pasos o cruzaré la calle y extenderé mi mano para apretar la suya. Y aunque no la vea y aunque no la palpe estaré segura de que estará allí con su afable sonrisa, con su optimismo y racionalidad vibrante, cerca, muy cerca, como lo ha estado cada vez que alguien lo necesitaba y todas las veces que yo lo necesité en los últimos 40 años.