A partir de los recientes anuncios de reestructuración policial anunciados por el gobierno santafesino es posible realizar una evaluación crítica de carácter muy genérica y global. En el plano del trazo grueso de las iniciativas se podría arriesgar un cierto acuerdo y consideraciones de carácter auspiciosas. Pero también es necesario realizar una serie de puntualizaciones básicas que operan no solo como elementos de una perspectiva crítica del proceso anunciado sino que deberían funcionar como indagaciones abiertas cuyas respuestas constituirían “condiciones mínimas y necesarias” para emprender semejante y perentorio desafío político.
Los beneficios. Las intenciones del gobierno constituyen, en un primer lugar, un indicador de la asunción explícita de proyectar intervenciones políticas orientadas a gobernar la institución policial. Así se rompería la inercia político-institucional que ha primado en nuestra provincia desde el regreso a la democracia hasta el presente y que solo ha sido quebrada en contadas excepciones con intenciones o medidas reformistas muy focalizadas. Esta inercia no es ni más ni menos que la marcada ausencia de políticas públicas destinadas a ejercer el gobierno civil y democrático de la institución policial. Por el contrario, se puede decir que existió una cierta persistencia de prácticas gubernamentales basadas en una continua delegación del diseño y ejecución de políticas en manos de la propia institución policial a pesar de que presentaba y presenta altos índices de corrupción, violencia, desconfianza pública, falta de profesionalización, prácticas regulatorias de las economías ilegales y una extensa lista de “déficits” institucionales que muchas veces la coloca en las antípodas de un dispositivo institucional democrático.
En segundo lugar, se esbozan algunas medidas que podrían, en una doble dirección, impactar en la inercia político-institucional descripta y avanzar en la transformación de determinadas lógicas y prácticas policiales, específicamente me refiero a la reestructuración espacial, la determinación de responsables distritales, la inclusión de los gobiernos locales y la participación ciudadana.
En tercer lugar, no deja de ser importante la presencia de algunas iniciativas tendientes a impactar en las condiciones laborales del personal policial, condiciones que no han dejado de ser paupérrimas y que constituyen una fuente de malestar institucional recurrente.
Por último, las acciones orientadas a reforzar los mecanismos de control interno de la actividad policial en su faz reactiva deberían ser evaluadas positivamente.
Ahora bien, es importante reslatar algunas cuestiones que no son ni más ni menos que el producto analítico comparativo de los efectos y resultados de los múltiples y truncos procesos de reforma policial iniciados en el contexto latinoamericano y en algunas jurisdicciones en nuestro país en el lapso de las últimas dos décadas.
A tener en cuenta. No deja de ser auspicioso que el gobierno provincial le otorgue a la reforma policial un lugar central en su agenda, pero todas las iniciativas que emergen como respuestas a debates coyunturales o en contextos de “crisis” arrastran genéticamente consigo la necesidad de dar respuestas rápidas y certeras a problemas complejos y estructurales.
Cíclicamente las reformas policiales vinieron precedidas y anudadas a un escenario de “crisis”. Esto debería ser un llamado de atención, pues afecta la legitimidad de su potencial campo de acción. Aunque no se trata de una absoluta novedad de nuestros tiempos, la actual “crisis policial” tiene abundantes ediciones anteriores. Cuando algunos actores políticos y los medios de comunicación refuerzan esta idea de novedad, no hacen otra cosa que ignorar su propia historia. Así, de no revertirse positivamente esta coyuntura política, esto más tarde o más temprano impactará negativamente en el proceso reformista, en el sentido de que debe tratarse de un plan estructural, complejo y sustentable políticamente y no solo ser una respuesta ante la urgencia.
En segundo término no deja de ser un interrogante la referencia simbólica al concepto “seguridad democrática”, que en términos de las medidas anunciadas reproducen visiones sesgadas, limitadas y fragmentadas de políticas de seguridad frente al delito. Y esto en el sentido de que se insiste en la “policialización” de la seguridad pública, pues del recorrido de medidas proyectadas se desprende que la mayoría se refieren exclusivamente a aspecto vinculados con la institución policial. Esto no solamente es un problema de perspectiva y de diseño de una política en este campo, sino que refuerza simbólicamente la idea de que este es solo un problema que se resuelve con medidas de reforma del sistema policial, dejando al margen otras lógicas y procesos sociales, culturales y económicos tan o más significativos que la propia policía en la constitución del problema.
En tercer término, se reproducen en el “plan” iniciativas de reforma policial tendientes a la democratización, que se vertebran sobre dos objetivos precisos y necesarios, pero que solo constituyen una parte de las dimensiones político-organizacionales del problema: aumentar los mecanismos de control político sobre la institución e introducir modificaciones en las competencias organizacionales y territoriales. Ello deja afuera, como ha sucedido con la mayoría de los timoratos y truncos procesos de reforma policial en nuestro contexto, acciones orientadas a impactar en el trabajo cotidiano de la policía en el campo de la prevención y conjuración de delitos.
Se podría abrir un crédito a que se desarrollen acciones en esta dirección a partir de la restructuración de la organización policial en unidades territoriales más acotadas, determinación de responsables de distritos, con participación de los gobiernos locales y de los ciudadanos. Ahora bien, si estas acciones no permiten impactar en el trabajo cotidiano de la policía (qué hace, cómo lo hace, con qué recursos, sobre qué eventos e individuos opera selectivamente, etc.), se generará una típica lógica de arrastre o reproducción institucional, lo cual significará solo nuevos actores y segmentos burocráticos con viejas prácticas.
En cuarto lugar, nuevos esquemas organizacionales y formulaciones normativas y legales del sistema policial, no necesariamente impactarán en la inercia político-institucional referenciada. Para ello se requiere la conformación de equipos de trabajos altamente capacitados y con recursos materiales acordes para poder desempeñar adecuadamente las fases complejas de un proceso de reforma policial: diagnóstico, diseño, implementación, conducción, monitoreo y evaluación.
Por último, todo proceso que pretenda una reforma estructural, requiere de una condición básica y necesaria para su sustentabilidad: la existencia de un amplio consenso político y social. Esto permitirá sortear lo límites coyunturales en el diseño, implementación y evaluación de una política publica en este campo, posibilitando que los objetivos trazados no estén atados perentoriamente a los límites temporales de una gestión gubernamental. En este sentido y dado los últimos acontecimientos sucedidos en nuestra provincia, marcados por la mezquindad, el oportunismo y la miopía de algunos actores políticos, la suerte de las iniciativas anunciadas tendrían un viso de concreción solo si se mantienen al margen y dejen de constituir un objeto de politización “tradicional excesiva y creciente”. Aquí está gran parte del desafío de todo el arco dirigencial político y social de nuestra provincia.
(*) Docente investigador del Programa Delito y Sociedad de la Universidad Nacional del Litoral