Hay escritores a quienes se respeta. Hay escritores a quienes se admira. Hay
escritores a quienes se valora.
Y hay escritores a quienes se ama.
Hay libros que uno abre con curiosidad. Hay libros que uno abre por obligación. Hay libros
que uno abre con lágrimas en los ojos.
Y hay libros que uno no abre.
Días pasados charlaba con la dulce María Kodama, el amor final de Borges.
La miraba y veía su poderosa fragilidad, su habitada viudez, la ausencia que estrecha contra
su cuerpo.
La escuchaba y seguía los caminos que me abrían sus palabras.
Pero no lo quiero a Borges, apenas lo respeto.
Es mi interlocutor, no mi amigo.
No puede ser mi amigo quien menospreció “Mi noche triste” y se mofó de García
Lorca, quien elogió a dictadores como Pinochet y Videla.
Pero cuando leo “El sur”, “El Aleph”, “Ficciones”,
“Discusión” o las traducciones de Faulkner y Whitman, cuando releo “Fervor de
Buenos Aires”, “Luna de enfrente” o “Límites”, digo: qué escritor.
No el mejor, no el único, menos aún el último.
No la gran voz solista, sino otra voz en el gran coro: al lado de Echeverría, Sarmiento,
Hernández, Quiroga, Arlt, Cortázar, Marechal, Conti, Juanele, Girondo, Saer, Di Benedetto y tantos
otros que ahora olvido.
El gran coro de la Argentina hecha palabras, hecha libros.
Este país que dio tanta belleza, esa belleza que merece estar unida, ser una sola.
Basta de padres tutelares, de padres castradores, de unicatos, caudillismos, jefes y
monarcas.
Abramos el lugar, es para todos, es de todos: nada menos que nuestro mundo.
Es Buenos Aires, La Quiaca, Posadas, Esquel y también es Saladillo, un barrio al sur de
Rosario.
Cuando ando, solitario, por las veredas solitarias de la ciudad, yo no recuerdo un poema de
Borges.
Yo canto un tango.