El pedido de justicia y de condena nos interpela en estos días. Frases, estados de WhatsApp y declaraciones nos dejaron pensando. Fernando y Lucio o Lucio y Fernando sonaron, suenan y sonarán en nuestra memoria. Podemos sentarnos a leer o a escribir miles de pensamientos, y hacer interpretaciones de lo sucedido desde distintos planos, miradas, posicionamientos, creencias, sin involucrarnos; o tomar la decisión de hacer algo desde nuestro pequeño pero importante lugar en la sociedad.
Es por eso que elijo pensar ambos casos desde la educación sexual integral (ESI). Quiero interpelar desde lo que podemos y debemos, cambiar si decidimos charlar con las pibas y los pibes con los que compartimos nuestra tarea docente. Animarnos a hablar de estos hechos nos lleva sí o sí a tratar ejes y temáticas que tienen que ver con la ESI.
Hace unos días, en una columna para La Capital el psicólogo y escritor rosarino Eduardo Marostica se refería a ese grupo de jóvenes como “patoteros”, y nos hacía reflexionar sobre varios conceptos que hacen a las construcciones de las masculinidades que responden a los roles y estereotipos frutos de mandatos del patriarcado. Y es así. Los jóvenes por ser varones deben responder, según las construcciones socialmente aceptadas, a esos mandatos. Mandatos que los llevan a comportamientos grupalmente aceptados y reconocidos: ser líderes demostrando fuerza y valor a través de golpes o siendo quienes defienden a los débiles que lo respaldan, y cómplices o camaradas, que sostienen ese liderazgo al precio de poder estar y permanecer en ese grupo.
¿Se imaginan no sumarse a una golpiza en la que se pone en juego el poder o la capacidad del líder? ¿Se imaginan no animarse a saltar por él? Y nadie habla de si es algo que uno comparte o no; pero debe permanecer y es el precio. ¿O acaso quieren animarse a ser expulsados del grupo o patota por ser poco hombres, cobardes. O más que seguro “nenitas”, “mariquitas” “cagones”. Porque los hombres, los machos, se la bancan hasta las últimas consecuencias.
Porque no se puede poner en duda que lo que se hace siempre está mal, solamente hay que seguir al grupo de amigos, cómplices, camaradas y bancar al líder. No se permite la posibilidad de arrugar, porque nos pueden dar la espalda y encima quedar como cagones, es parte de la complicidad masculina. Mucho nos deja para hablar y repensar el caso de Fernando, y sus consecuencias. Al igual que el de Lucio.
En este último pesan otras idealizaciones que corresponden también a los roles y estereotipos que la sociedad sostuvo, y desgraciadamente aún sostiene, en el día a día. Ser mujer, por la sensibilidad que presupone por ser el sexo débil (sostenido por los privilegios masculinos que las construcciones sociales prevalentes imponen), da por casi indiscutible que tiene desarrollada la capacidad de maternar y de llevar adelante el cuidado de sus hijas e hijos.
¿Podemos pensar que un hombre, incapaz de demostrar emociones según nuestras construcciones sociales fruto de la masculinidad hegemónica, puede criar a un hijo? ¿Puede llegar a cuidarlo sin ayuda de una mujer, que es quien debe encargarse de eso porque, según esos mismos mandatos, es casi su finalidad en esta sociedad? ¿Puede una mujer ser violenta, y no cuidar?
Mucho se dijo, y se seguirá diciendo. Se cuestionarán veredictos y sentencias, pero de nada sirve si no somos capaces de poder revisar todos estos conceptos y animarnos a construir una nueva sociedad, que sea capaz de generar nuevas personas, más allá del sexo o de su percepción, con ganas de asumir y construir nuevos roles, derribando mandatos heredados y cuestionarlos con nuevas propuestas y formas de ser personas para realmente poder hacer justicia por Lucio y Fernando.