El hombre cumple con el ritual a la perfección. Repite sistemáticamente cada movimiento y su comportamiento es una réplica a la previa de cada partido. Utiliza la misma ropa, hace las mismas cosas paso a paso y viaja hacia el estadio con su hijo de diez años, a quien también le inculcó la importancia de ceñirse a la rutina para no interrumpir la racha positiva del equipo. Cábalas para algunos. Tradición para otros. Cuando llega a su platea saluda a los ocupantes linderos, con quienes ya mantiene una relación de vecinos. Los jugadores de su club salen al campo y él y su hijo se unen en el canto y el salto como dos chicos felices. La alegría los embarga. Enseguida aparecen los futbolistas rivales y sufren una increíble metamorfosis. Ambos, con rostros furiosos, se llenan la boca de insultos y gestos. El desprecio los embriaga. No es simple para un psicólogo o sociólogo explicar esta transformación tan instantánea en la que cualquier acto racional queda reducido a la nada. Hasta ahí, lo descripto no es más que una postal reiterada de cualquier cancha. "Es una hermosa enfermedad", suelen decir para definir esa pasión hereditaria.
Cuando el partido comienza a transcurrir, el humor sufre los cambios repentinos al compás de un juego equilibrado. Pero el malestar va en aumento en directa proporción con el defectuoso rendimiento del equipo. Las opiniones entre pares comienzan a mostrar diferencias. El insulto a un determinado jugador suma adeptos. Pero también oponentes. Y las distancias comienzan a visualizarse entre los vecinos de butaca. Palabra va, palabra viene. El niño de diez años repite lo que dice el padre. Hasta que el tumulto se elabora como se gesta un tornado y el hombre termina envuelto en un torbellino de peleas entre muchos, donde las manos no se ven venir pero si se las ve llegar. Algunos se suman para separar, pero un golpe recibido ya se convierte en el ticket de entrada al club de la pelea.
Los repentinos bastones de la policía van imponiendo una calma no consensuada, mientras se observa como saldo algunos cortes faciales y ropas rasgadas, al tiempo que el chico de diez años, que había quedado varias filas debajo de su lugar original, busca recuperar a su padre entre el dislate de los adultos.
El hombre en cuestión es el médico pediatra de un comentarista radial, que desde su lugar de trabajo no sale del asombro por ver a ese profesional pedagógico, comprensivo, contenedor y tan querido por sus hijos en el consultorio, envuelto en una trifulca en la que había poco por aprender, donde nadie contenía y si algo escaseaba era la comprensión.
Cuenta el colega que el médico aceptó sentir vergüenza por lo ocurrido, al tiempo que también admitió que perdió el control por el contagio que le provocó la ira colectiva.
El límite de una escalada de violencia en un estadio es muy difícil de prever, por eso de manera inconcebible la muerte hasta aparece como una consecuencia lógica en ese contexto de locura colectiva, tanto que los diferentes estratos la han naturalizado como si fuese un componente más del universo futbolístico argentino.
Por eso en el momento que arrojaron al hincha de Belgrano en el estadio Kempes, por suponer que era de Talleres, no se produjo un registro razonable de semejante crimen. Todo siguió como si nada. La precariedad organizativa en la que transcurre el fútbol argentino se hizo carne. Y ahí abrevan todas las consecuencias. Una actitud corporativa cada vez más brutal e insensible de los integrantes de un negocio, que ya no mensura la vida del hincha como un valor de renta.
Un ejercicio de la imaginación puede traspolar lo que ocurrió en Córdoba a la Bombonera. ¿Qué hubiese sucedido si un grupo señalaba a alguien como hincha de River? ¿O en el Monumental apuntar a alguien como hincha de Boca? O traer la hipótesis a Rosario para suponer qué habría pasado en el Gigante si varios decían que tal persona era de Newell's. O en el Coloso indicar que alguien era hincha de Central.
Sentados en el living de una casa quizás alguna respuesta razonable pueda emerger. Quizás. Pero en un estadio lamentablemente el conducto de la violencia se presenta como el más probable.
Por eso todo lo que se produjo después del crimen de Emanuel Balbo en Córdoba lamentablemente muy pronto será una anécdota. La AFA fiel a su costumbre ensaya posiciones de congoja y dolor y cualquier castigo que le quieran aplicar a Belgrano estará atravesado por la sospecha política que genera el conocido encono entre Armando Pérez y la actual conducción afista.
En un país donde la justicia está en el estrado del descrédito no hay margen para creer en esta AFA configurada por Angelici, Tapia y Moyano, que no es más que otro capítulo de una organización que suma tantas denuncias como muertos .
En 1922 se produjo la primera muerte en el fútbol argentino y fue un periodista que se precipitó mientras miraba un partido en Sportivo Barracas. De ahí hasta este fin de semana, con el asesinato de Balbo, fueron 318 las personas que perdieron la vida. Con la violencia como causa casi excluyente y la impunidad como aliada.
Muchos serán los análisis y pocas las conclusiones. Tal vez porque lo más complicado es verse reflejado en el espejo de la realidad, donde lo que se comprueba es una sociedad culturalmente enferma que prioriza camuflarse a curarse.
Una respuesta corta que duele mucho
No es extraño que en los momentos de mayor dolor y angustia las personas expresen los pensamientos más claros y contundentes que emergen desde su sentir y que al mismo tiempo tiñen de absurdas a las difíciles preguntas de ocasión. "¿Qué necesito? Un hijo", fue la contestación de Raúl Balbo, el padre del hincha de Belgrano asesinado, a Claudio "Chiqui" Tapia, el presidente de la AFA, cuando lo llamó por teléfono para solidarizarse.