Conseguir cajas y bolsas, envolver platos y vasos en papel de diario, proceder a embolsar y encajar, encintar, acumular los bultos en una esquina del living, acomodar los muebles vacíos en otra esquina, contabilizar todo lo que quedó sin bolsa ni caja, no desesperar, conseguir más bolsas, más cajas, re-envolver, re-embolsar, re-encajar, re-acumular, re-contabilizar, desesperar, llamar a amigos que necesiten muebles o partes de éstos, salir a la vereda, parar dos carros, nada, el tercero es un coterráneo de Mosconi que se emociona con el bombo legüero santiagueño sin parches, original pero arruinado por la inundación, y se lleva también un hacha, una maza y varias cucharas de albañil que sería largo contar cómo vinieron a parar al altillo; fumar varios cigarrillos entre la pila de cajas y la pila de muebles, no olvidar guardar el cenicero en la cartera, no pensar, sobre todo no pensar en las pérdidas por extravío, rotura, falta de espacio o estúpidos descuidos; solidarizarse y despedirse de la mesita enclenque, el soporte herrumbrado de las plantas, el cuadrado de cielo y los dos gorriones que lo frecuentan, el revoque que se cae de la pared, fumar más en el patio, tomarse el tiempo de mover los bultos por el pasillo, uno atrás de otro como en procesión, irse, volver, qué falacia del lenguaje uno siempre se va, no se vuelve nunca al colchón en el suelo, al gorjeo matutino que acompaña Tom Waits, al primer semestre de primer grado, a ninguna cosa, ni siquiera en tu espalda no tenés idea cómo ondea tan diferente la bandera que planté. Ya no se vuelve. Se sabe siempre, en la mudanza se sabe más. Le duele a una de saberlo tanto. Los más sensibles quieren llorar mil años pero se contienen, qué va a decir Tito, que nos mudamos a este edificio de ricos, qué vergüenza, si parecemos un caracol con esta montaña de bultos a cuesta, yo me voy a Finisterre con mis bultos, Tito, además en este edificio hasta el portero nos mandonea como si fuera policía —es policía—, dice Henry, y la mudanza no se hace los domingos sino los lunes, de seis a ocho de la mañana, qué hacemos Tito, que nos manden la multa al quinto piso departamento C; estamos muy sudados para el común denominador, seguramente mal vestidos y hay que dejarle el montacargas a la señora en silla de ruedas, fijate, por donde suben también los cadetes y cuidado, esto podría incluir a niños y ancianos, de hecho nos incluye —estos hippies—, hablan los ojos de una rubia con bronceado artificial, marrón de años bajo la lámpara, quinto piso departamento C, pleno centro, ruido infernal, hay que decirse muchas veces “es acá es acá” y “es lo mejor que pudimos hacer” sin contestarse, en general evitando mirarse a los ojos a menos que sea para reír, entonces sí, reírse a carcajadas festejando a Tito, nos mudamos acá, es que estamos escribiendo un libro sobre historias de ascensor, empezamos hoy, porque el ascensor es como un barrio y este es un barrio grande, diecisiete pisos, seis departamentos por piso, multiplicá, sabés la de páginas que vamos a llenar; y seguro acaban queriéndonos a los hippies del quinto que nada que ver con los que estaban antes, ¿viste?, esos chicos del interior estudiosos y amables, comiendo sólo fideos y te acordás la mugre en que vivían, éstos serán hippies pero bien limpitos que son, el nene siempre de punta en blanco.
El departamento no. La grasa chorrea por los azulejos de la cocina, la puerta está salpicada de vino añejo, hay un reguero de cables en el suelo, todos en uso, calzoncillos tirados en el baño, tickets del súper bajo la cama, sobre la mesa, detrás del lavarropas y del sillón, de caño negro tapizado con enormes flores violetas y verdes y ni un solo cuadro, ni siquiera un adefesio surrealista o un póster de los Stones; unos bollos de pelusas ruedan por el living como en la Patagonia, tierra de nadie, y tal cantidad de muebles que podríamos habilitar una compraventa, bromeo cuando cerramos la puerta y entramos trepando entre bártulos. Observo. No me pregunto nada. No me pregunto cómo vamos a hacer y no me contesto. Me ignoro. Me voy por tangentes.
—Es como si nunca hubiera vivido acá —me miento e inmediatamente cae un recuerdo, no, no es un recuerdo lo que cae, es la imagen de una piba prendiendo muchas velitas de cumpleaños sobre un vinilo encontrado en la calle. No era mi cumpleaños, era solo un poco de fuego, las urgencias que tenía entonces, un poco de aire, un poco de cielo desconocido. Me digo —es verdad, nunca viví acá, yo no, era otra chica— y me tranquilizo con el artilugio intelectualoide, total Tito ya se fue y me puedo mentir a gusto y piacere.
Después tuve un sueño. Transcurría en una escuela en remodelación. Henry arreglaba paredes y clavaba (sí, clavaba) no se qué clase de clavos. Yo recorría el predio buscando una mercería, la encontraba, estaba atestada de gente y al llegar mi turno no podía recordar qué hacía ahí, ¿qué cosa vine a comprar? Para salir del apuro pedía un cierre.
—Qué tipo de cierre —me increpaba la señora que era un ogro demacrado.
—Un cierre de pollera —me apresuraba yo, súbitamente decidida, y me iba a la biblioteca con mi paquete. Los libros estaban encintados en un cubo no muy grande y yo le decía a la bibliotecaria —parecen repocos— y ella me contestaba —sí—, entonces Henry me daba un beso y yo llegaba.
—¿Adónde?— me preguntó esta mañana.
—Cómo voy a saber.
¡Vaya uno a saber! En estos sueños ridículos no llegás a ningún lado, te despertás justo cuando torcés el picaporte y alcanzás a ver algo que parece un pañuelo amarillo. Hubiera preferido esa pesadilla ajena: pececitos de colores volando por el aire y mariposas, precioso, cómo alguien pudo soñarlo y yo estúpida compro un cierre y llego a algún lugar solo con un beso, muto en un solo acto mojado y ese cuerpo es el mundo por recorrer.
Las cajas siguen ahí.
—¿Sabías que toda mudanza es una crisis? Hay un psicólogo institucional que hizo una distinción entre crisis y catástrofe: nunca pero nunca se puede volver de una catástrofe al mismo estado de cosas anterior, de una crisis, sí, se vuelve y se revuelve, uno se alarga la soga, se da crédito aunque...
—¿De qué hablás? —me interrumpió—. Una mudanza es una mudanza, se cambian cosas de lugar: de un lugar a otro lugar.
El tono no me gustó, pero tampoco me gusta la sapidibunda universitaria.
—Era un curso sobre “identidad de las organizaciones” y el tipo no sé, no me acuerdo.
—Cualquier tema te deja en la puerta de un ensayo —dijo incorporándose de la cama, completamente desnudo.
—“La intervención de la retrocavidad de los epiplones en la anatomía del hígado” —retruqué, casi al mismo tiempo en que Henry me preguntaba por la cajita de las tarjetas.
—Tengo que llamar al instituto.
—“La mudanza como bisagra interlúdica en la vida y la muerte del sujeto hablante” —agregué y él me daba la espalda pero yo sabía que estaba sonriendo.
—¿Sabés dónde quedó la cajita?
—“Diferentes tipos de mudanzas y sus relaciones con la calidad de vida de los/as ciudadanos/as”. Por fin se dio media vuelta. Sonreía. Otro déjà vu.