El loco de las motos: "Llegué a tener 50 motos, pero elegí quedarme con dos"

El mecánico rosarino Esteban Viel atesoraba junto a su padre un centenar de motos y autos antiguos, que ahora integran el Museo Carlos Semitiel, en la zona sur de nuestra ciudad

30 de diciembre 2025 · 10:00hs

El mecánico rosarino Esteban Viel, un apasionado de las motos y los autos antiguos, aparece como el alma mater del Museo Carlos Semitiel, una imperdible colección de vehículos y todo tipo de antigüedades, que en realidad comenzó su padre, Roberto Viel, quien murió hace tres años.

Cabello canoso, ojos claros, ropa de trabajo azul y zapatos de fábrica, el Flaco Viel puede pasarse horas hablando con La Capital sobre su pasión por las motos y los autos antiguos, sentado en un escritorio del enorme salón vidriado de la firma de autoelevadores donde trabaja, frente al Museo Carlos Semitiel, en la zona sur de Rosario.

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Nacido el 24 de marzo de 1974 en Lamadrid al 100, del barrio Las Heras, Esteban es hijo del viajante Roberto Emilio Viel y del ama de casa Lidia Biondi. “Mi apellido es austríaco, aunque mis bisabuelos eran italianos, de Udine, que pasaron por Austria. Y mi viejo, que empezó con esta idea del museo y murió hace tres años, trabajó 45 años como viajante de FV” se presenta en sociedad.

"Su berretín con las motos empezó con una Rumi"

-¿Cómo empezó esta idea del actual museo?

-Mi viejo tenía el hobby de juntar cosas antiguas y repararlas. Y su berretín con la moto empezó con una Rumi, que era la moto que anhelaba de joven. A mí me volaban la cabeza las motos mas grandes y a mi mama y mi viejo le daban miedo. Entonces me empezó a llevar por el lado de lo antiguo y un día compró una y me hizo ir a buscarla.

-¿Cómo llegaron a esa moto?

-Primero me la mostró en la calle: iba un laburante con la motito y llevaba un montón de sierras de carnicería colgando, se ve que las afilaba. Mi papá me llevaba en su auto del trabajo y el tipo iba por Ayacucho y Lamadrid, frente al Batallón. Ahí me mostró una Rumi, tanto me hablaba de la moto que yo me imaginaba una supermoto. Y cuando vi la Rumi me llevé la gran disolución: era una porquería.

-¿El loco de las motos no quería que anduvieras en una?

-El había andado en moto, y esa era la moto que siempre le había gustado y no había llegado a tenerla. Me la mostró y mi desilusión fue total. Estaba pintada con una escoba, color beige, horrible. Un desastre. Había sido pintada por el tipo aparentemente, que era muy humilde. Ya no había más Rumis en la calle, eran todas de aluminio y llegó un momento que las tiraban y las vendían por metal porque valía más por kilo de aluminio, valía más el aluminio que la moto.

-¿Qué pasó con esa Rumi?

-Ese día me dijo: “Vamos a comprar una”. Y a los 15 días me vino a buscar y me dijo: “Vamos a buscarla”. Fuimos cerca de ahí, a Ayacucho al 5600, en un cortada. Fuimos en el auto y llegamos a un bar, un bar de esos de mala muerte, de barrio, cuatro mesas tenía. Y estaba el tipo ahí tomando un café, lo habló y nos fuimos a la casa, que estaba a una cuadra. Ellos se pusieron a hablar, me mostraron la moto, estaba en un rincón del patio tapada de arena, se le veían el volante, el ataque, un asiento y nada más. Estaba toda tapada de arena. El tipo me dijo: “Ahí está la moto, sacala”. Papá me dijo: “Vos sacala que yo voy a hacer los papeles”. Fueron e hicieron el boleto de compraventa. Y yo desenterré la moto de una pila de arena. Y pensaba: “Este está loco, yo a esta basura no la quiero”.

-¿Cómo era el barrio cuando eras chico?

-Yo nací en la cortada Vucetich, en Lamadrid al 100. Y la infancia era relinda. Vivía en la calle, que era de tierra, en el 83 la pavimentaron y previo a eso hicieron las cloacas y jugábamos en esos pozos, nos divertimos un montón. Tuve una infancia refeliz. Y me da nostalgia, no me gusta mucho volver al barrio porque me da nostalgia.

-El Negro Dolina dice que hay cosas tristes que no dejan de ser bellas.

-Sí, pero una vez leí que no hay que volver a los lugares donde fuiste feliz porque te vas a desilusionar, porque eso que viviste no pasa nunca más.

-¿La infancia es un tren que se aleja?

-Pasó y ya el barrio no es el mismo, la gente ya no está más. Muchos fallecieron, los chicos crecieron y se fueron. Jugábamos en las canchitas de siete del Parque Sur y un día a mi papá le agarró un infarto de aorta manejando, se descompuso y estacionó bien adelante de esa cancha donde jugábamos.

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-¿Y cómo surgió tu berretín por los fierros?

-Empezó con la mecánica. De alguna manera empezó con esa moto Rumi que me hizo acompañarlo a buscarla y la trajimos.

-¿Por qué no te gustaba esa moto?

-Porque era una porquería, estaba destruida, no andaba, estaba todo frenado y el loco me hizo atarla al auto con una soga. Ni andaba la moto. Estaba tapada de arena, imaginate una pila de arena y se ve un manubrio, no había nada. Estaba enterrada. El tipo la tenía abandonada atrás de la casa. Le movimos las ruedas. Se sacó la ruina de encima, seguro. En vez de venderla por aluminio la vendió por moto. Yo todavía la tengo, en el taller está guardada. No la usé nunca más. Mucho antes del fallecimiento de mi papá ya no la aprendí más. Pero anda, con una buena patada todo funciona.

"Esta moto no se va"

-¿Por qué no la trajiste al museo?

-No la traje porque fue la primera moto y le dije a mi hermana: “Esta moto no se va”. Tiene otro valor como la moto negra que viste acá, que fue la segunda, y la roja fue la tercera, Rumi también. Porque la primera la armó él, esa que está en mi casa y yo miraba, no entendía nada. La armó en la casa donde yo vivo hoy, donde vivía mi abuela, porque en mi casa no tenía lugar.

-¿Cómo empezaste en la mecánica?

-Después mi papá compró un terreno, un galpón a la vuelta de mi casa, por Anchorena, donde yo armé un taller y trabajé un tiempo. Y en la primera casa teníamos un patio, mi papá tuvo un acuario, tenía todo un vergel con helechos, una belleza. El era reprolijo. Y de repente lo empezamos a transformar en un taller y a mi vieja no le gustó. Después que hicimos la primera Rumi en la casa de mi abuela, yo me entusiasmé, él me compró otra. Y empecé a meter mano. Una negra que está acá. Me dijo: “Esta la vas a hacer vos. Yo la compro y la vas a hacer vos”. Y empezamos.

-¿Cómo es el mundo de la mecánica?

-Cuando empecé en la mecánica con mi viejo había un montón de gente que hoy ya no vive, que me enseñó un montón de cosas. Mecánicos y repuesteros de la zona con los que después fuimos amigos con los años. Como el Gringo Eugenio Poloni, que era la casa de repuestos de motos más vieja de la zona, en San Martín y Lamadrid.

-¿Tu viejo era un autodidacta en la mecánica de motos?

-Mi viejo no era mecánico, solo le gustaban las motos y se ponía a meterles mano. Siempre fue un tipo habilidoso con las manos, no sólo en la mecánica, hacía de todo, lo que le dieras lo podía hacer. Todo el frente de mi casa lo hizo él. Era muy hábil y le gustaba. No se amilanaba con nada. “Hay que hacer esto, pum, pum” lo hacía y me enseñó a sobrevivir.

-¿Y cómo surgió la idea de hacer un museo?

-El empezó cuando hizo el galpón, donde nos acomodamos, en Anchorena, a la vuelta de mi casa natal. Yo había empezado a trabajar con un montón de motos, pero mi vieja no quería saber nada hasta que un día me dio el ultimátum: “Tenés hasta tal día, sacame todo esto acá o te lo tiro”.

-¿Por qué tu viejo tenía ese berretín con la Rumi?

-Le gustaban los fierros y la Rumi fue la moto que deseo tener de joven y no pudo, aunque trabajaba en otra cosa. Una vez armamos una Rumi con mi amigo Daniel Aviani, la terminamos de armar y encontramos una bocina de aire, de camión, y fuimos a un garrafero, nos llenó una garrafita, la conecté. El manejaba, yo iba en la moto atrás, y cuando llegábamos a las esquinas tocaba esa bocina la gente miraba y pasaba una motito.

-¿Cómo empezaste con el taller de motos?

-Fui a ver al Flaco Aviani, mi amigo, que tenía un galpón grande atrás de la casa: “Aguántame un espacio unos días, tengo que sacar las cosas de casa porque mi vieja me tira todo”. Mi vieja estaba podrida, le había arruinado el patio. En ese lapso metí algunas motos en lo del Flaco durante unos meses. Vendí muy barato algunas motos para sacármelas de encima. Me quedaron cuatro motos, que dejé acomodaditas prolijamente en el patio, y desarmé el taller improvisado. Y después mi papá al tiempo compró un galpón la vuelta y empece a armar todo un taller más prolijo con los bancos y a comprar un montón de motos y repuestos. Reparaba motos antiguas para mí y para mi papá.

"Mi viejo fue toda la vida un amante de las cosas antiguas"

-¿Y por qué motos antiguas?

-La verdad que él se metió con eso por esa primera Rumi. Empezamos con el fanatismo, compramos la motito, después conseguí el manual. Fue como como una adicción, tipo una falopa en el buen sentido. Vos empezás con una motito de esas y querés otra y otra y así. Y te gusta arreglarlas. Llegué a tener 22 motos en un momento.

-¿Sos un loco de las motos?

-Sí, me gustan. Hoy tengo como seis o siete, pero andan dos. Eso me mata: están casi todas paradas.

-¿Por qué?

-Son motos antiguas. Estoy muchas horas en el trabajo y las tengo media paradas, pero ahora lo reactivando, estoy limpiando el galpón y estoy dándole un poquito más de bolilla.

-¿Cómo empezó tu viejo con la idea del museo?

-Fue una casualidad porque mi papá fue toda la vida un amante de las cosas antiguas.

-¿Con qué empezó?

-Con armas viejas. Lo primero que hubo en mi casa fueron armas antiguas y candados.

-¿Los compraba cuando era viajante?

-Cuando andaba por los pueblos. Andaba por todos lados, no muy lejos, iba hasta San Nicolás y Ramallo, pero conocía un montón de recovecos. Lo conocían todos en los pueblos. Mi viejo sabía dónde ir a comprar esas cosas, ya conocía a todos. Yo también trabajé varios años en el mismo rubro que él.

-¿También como viajante?

-No, yo era vendedor de Moro. Ocho años trabajé en Moro Revestimientos, en calle Paraguay. Trabajé ahí hasta que volví a trabajar a la provincia cuando me ofrecieron un trabajo en el Hospital Centenario, como administrativo, después aprendí transcripción de estudios y hacía transcripción de resonancias y tomografías. A los siete años pasé a Anatomía Patológica , en la Facultad de Medicina, como empleado del hospital. Me prestaron a ese sector. Y trabajé ahí hasta que salí de licencia hace dos años. Ahí estuve transcribiendo estudios y biopsias en el museo de anatomía patológica.

-¿Cómo empezó tu viejo con la idea del museo?

-Lo primero que trajo fue un candado antiguo, pero era variado, traía un poco de todo. Veía algo que le gustaba y se lo traía. Bajaba, miraba, preguntaba y lo traía. Nada venía sano. Eso siempre lo recuerdo. Todo lo que veías llegar era una porquería. Pero el tipo tenía la visión de que se podía reparar. El tenía un ojo de águila para esas cosas. Algo que heredé.

-¿Qué fue lo más llamativo que llevó tu viejo a tu casa?

-Qué sé yo. Un cargador de batería eólico del año del jopo.

-¿Era antiquísimo y a la vez un adelanto para la época?

-Bueno, sí porque no había energía eléctrica en el campo y las baterías las recargaban con esos aparatos rudimentarios. Es como una especie de dínamo de auto, que funcionaba con el viento y que tiene adaptado una paleta. Una hélice como de una avioneta cortita, que tiene una torre y eso se ponía arriba del techo de la casa. Tiene una piola con dos frenos exteriores y cuando le ponés un peso el patín traba y la hélice no gira. Tiene una cola que lo orienta hacia el viento con una veleta. Y si le soltás el patín se acomoda y empieza a dar vueltas y vueltas el dinamo cargando así las baterías. Lo pusimos en el techo, me acuerdo que lo restauramos. Todo lo hacíamos juntos en mi casa natal.

-¿Hubo un día que tu viejo dijo: “Me gustaría tener un museo”?

-No. Lo fue haciendo a poco, fue saliendo solo. Le gustaba. Se hizo el galpón y ahí empezó a poner cosas. Ya habíamos comprado surtidores antiguos Esos con carteles en los dos lados, a los nos gustaban esas cosas. Yo también tenía muchos lugares conocidos, le tiraba un dato y él iba a verlo, era como un juego. A él le encantaba y buscaba en mí una compañía en esas cosas también. Me llamaba y era como un cómplice en todo eso. Nunca nadie sabía cuánto se pagaba, cuánto no se pagaba. Era una sociedad secreta. Yo ponía el lomo y él ponía el capital en más de una ocasión. El traía algo y lo arreglaba y por ahí él me traía algo todo destartalado y luego yo lo volvía a la vida, se lo pintaba, lo acomodaba, lo hacía andar. Así surgió de a poco todo. Yo pinté un surtidor azul, otro rojo y dos o tres más, y él hizo uno más que tenía dentro de la casa, que está acá en el museo. Lo pintó él a su manera, él no sabía pintar con soplete. Lo pintó, me quiso dar la sorpresa. Lo pintó con un rodillito, le puso rotulación, era algo lindo. Y yo pintaba los autos con soplete, se los dejaba todos brillosos, con las motos hacía lo mismo. Él se entusiasmaba, agarraba viaje, pero con los años le empezó a agarrar alergia en las manos a los productos.

-¿Cómo siguió la historia?

-A los 65 años se jubiló como viajante. La empresa le ofreció seguir un año o dos más pero él no quiso, estuvo 45 años haciendo lo mismo, estaba cansado. Me dijo: “Voy a disfrutar, a hacer un viaje, a hacer lo que quiera. Ya logré un montón. Me voy a comprar un Ford T”. Se fue de viaje a Entre Ríos, a un pueblo cerca de Uruguay, y me llamó y me dijo: “Encontré un auto que me gusta. La chatita me gusta”.

-¿Por qué te dijo “la chatita”?

-Porque era chata. Era un auto hecho chata. Adaptado. Estaba cortado. Y me dice: “¿Me acompañás?”

-¿Como la chatita de Minguito Tinguitella?

-Parecida, me acuerdo que era una chatita. La Santa Milonguita. Era la Milonguita. en estado liquidada. Andaba nomás, pero después no estaba bien.

-¿Sabía que vos se la arreglabas?

-Y esa era su ilusión. Fuimos a buscarla, le dieron marcha, enseguida arrancó. No estaba tan mal el auto mecánicamente, no golpeaba nada, pero de estética era un desastre: estaba pintado con pincel, las maderas todas arruinadas, cubiertas lisas, una de cada color, era un desastre. Todo chueco. Pero arrancó, eso era lo bueno. Así que fuimos ahí al pueblo, buscamos una grúa que nos recomendó el hombre que nos vendió el auto, lo cargamos y nos volvimos. Cada objeto, como te decía antes, es una historia. En el camino paramos, comimos un asado. Ahí empezó la restauración. Su ilusión era meter mucha mano ahí, pero no pudo. Al limpiar las piezas enseguida la masilla y el combustible le empezaron a provocar una reacción en las manoss. Tenía muchos dolores en los huesos a veces. De jovencito había tenido un accidente grande, lo había atropellado un Rastrojero. Tenía un clavo en la pierna, todo eso le trajo secuelas en las rodillas. Y cuando empezamos a hacer esa chatita empezó a sentir mucho dolor. Me llamaba, yo iba casi todas las tardes a darle una mano y él tomaba mate. Era como una forma de tenerme ahí. Y yo ya casado, con mis dos hijos, tenía mi obligación. Además él vivía solo, pero no me rompía las pelotas, yo tenía llave, pero jamás entré con la llave de la casa sin avisarle.

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-¿Pudieron terminar de arreglar la chatita Ford T?

-Sí, la armé, estábamos terminando y me llamó el Gringo Poloni, que yo te contaba, el de la casa de repuestos, que tenía el Ford A del papá puesto en caballetes en el fondo de la casa. Yo le estaba terminando de armar el Ford T y medio como un agradecimiento salió el negocio porque a ese auto lo quisimos comprar mil veces y nunca pudimos. Este hombre me decía que era el sobrino, pero yo no le creía, no me cerraba porque sabía que era del padre, que lo había comprado 0 kilómetro. Estaba gastado, pero entero. Era recuperable, estaba muy cuidado, siempre fue de ellos el auto. Lo habían cortado atrás, lo habían hecho chata. Hace unos días me entregaron una pieza que había hecho hacer, así que con laburo lo transformé de vuelta en coupé, como era. Mi papá no lo pudo terminar de ver por desgracia. No fue nada fácil porque el auto estaba deformado, ya no era más el auto que había sido.

-¿Ese fue uno de los trabajos más difíciles que hiciste?

-No, porque lo que hice no es lo difícil, lo difícil de la chapa lo hizo otro muchacho, Guillermo González, un artesano en chapa. El reconstruyó la parte trasera y sólo me quedó pintarlo. Y la mecánica la hizo José Rota.

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-Marcelo Lotuffo, un coleccionista de autos antiguos, dijo en su entrevista que “el Gringo es el mejor mecánico de Rosario”. ¿Es así?

-El Gringo Rota sabe un montón de mecánica de esos coches y, aparte, es excelente persona. Está en el pasaje Mozart entre Corrientes y Paraguay. Es muy prolijo trabajando, el trabajo es una belleza, le hizo el tren delantero y el motor completo. Es bien meticuloso, le hicimos todo. Quedó nuevo el auto. Y faltaba la parte de pintura que nunca la encaraba porque me faltaba la piecita que había que reconstruir.

-¿Así como tu viejo no dijo un día “quiero tener un museo”, pero en la práctica hizo todo para tenerlo y se le fue dando, a vos te pasó lo mismo?

-Me pasó lo mismo, pero con las motos.

"Lo que más me gusta es arreglar motos antiguas"

-¿Qué es lo que más te gusta?

-Arreglar las motos antiguas.

-¿Sos el loco de las motos antiguas?

-Sí, siempre me gustaron, de las nacionales conocidas tuve casi todas.

-¿Por ejemplo?

-Y tuve Puma, Gilera, Siambretta, todas esas porquerías que había dando vueltas y se compraban baratas, entonces yo las podía tener, eran accesibles a mi bolsillo y las podías reparar.

-¿Con qué moto soñabas?

-Como sueño quería una Harley, una Norton, pero bueno, no las podías reparar, yo con la plata que tenía siendo un chico. En realidad, no podía comprarla ni podía repararla porque los repuestos eran mucho más caros. Y no había. Hoy es mas fácil, con internet tenés todo más accesible. Hay páginas de la Norton, vos entrás, buscás y conseguís todo. Antes no, había que caminar. Y eso fue lo que nos hizo ser tan entusiastas, como te contaba. Agarrabamos el manual de la moto, medíamos el tornillo, este me gusta, este no, este no es, va ese, este sí. Entonces caminábamos y salíamos a hacer un recorrido. No había internet, no había redes, no había nada. Ni celular. Sólo datos. “Aquel tiene una, aquel otro tiene otra” y así íbamos y así también vinieron motos completas.

-¿Cómo que vinieron motos completas?

-Claro, porque te daban el dato que había un tipo que tenía una Rumi tirada. Yo iba a comprar el carburador. “No, el carburador solo no te lo vendo, llevátela toda. Dame 30 000”. Te tiraba la moto por la cabeza. Y así tenía un montón de motos para armar. En mi casa todavía debe haber como cuatro motos desarmadas. Y debe haber como 10 motores.

-¿Ahora lo hacés solamente como un hobby?

-Sí, pero también hago algunos trabajos. Ahora tengo una Lambretta de un cliente, que me trajo hace poco, pero muy a pedido, una al año. No más porque no me da el tiempo. Entonces, al que me la trajo le dije: “Mirá, esto va tranquilo”. Este trabajo lo hago, pero con la santa paciencia voy, cuando tengo ganas, cuando no estoy cansado porque si no me recargo de trabajo y no puedo hacerlo. Y se la voy haciendo. A la anterior la hice completa, era una Siambretta 125 estándar. Y esta es una Lambretta 125 estándar. Son parecidas, pero una es importada y la otra, nacional. La Lambretta es importada de Italia.

-¿Esa era la moto peronista?

-No, esa era otra, la Puma. Perón tenía fotos con una NSU, con una Puma, con varias, porque son las que licenciaban. En un momento se armaban también en Córdoba. Hubo un momento en el que acá había muchas marcas que hacían los cuadros y los motores eran importados, tenían licencia, y había fábricas de motos hasta en Rosario.

-¿Qué era la Dunky?

-La motoneta con motor Puma 98cm3 se llamaba Dunky.

-¿Cómo siguió la historia del Ford A con tu viejo?

-Cuando estábamos terminando el Ford T mi amigo Eugenio Poloni se enfermó. Y también estaba el socio, Gino Covi, trabajaban los dos en San Martín y Lamadrid, donde donde tenían el local. Primero fue bicicletería y después casa de repuestos de motos. Cuando yo era chico, Eugenio vivía a la vuelta de casa. Y cuando hacía las Rumi -generalmente era un sábado que estábamos trabajando- y me faltaba un platino iba a la casa del Gordo. “Gordo, vendeme un platino”. «Qué hinchapelotas», me decía, pero agarraba el auto y me llevaba el negocio. Y también se divertía con eso porque yo era como un hijo o como un nieto que hinchaba las pelotas.

-¿El Gringo Poloni fue tu maestro?

-Eugenio me enseñaba y en un momento me decía: “Se pone así, la plaqueta se prueba así”. Los dos -él y Gino- me enseñaron porque también era un momento en que al motor de las motos los mecánicos no querían verlo más porque era para renegar.

-¿Cuáles eran las motonetas que nadie quería reparar?

-A la Puma y a la Gilera las agarraban, pero las que nadie quería arreglar eran las famosas Rumi Formichino bicilíndricas. Con eso aprendí medio sin querer porque me enseñaban a arreglarlas antes que tomar el trabajo. Entonces yo iba y era más fácil que te enseñen cómo se armaba algo que te arreglen la moto, y un poco forzado también fui aprendiendo a arreglar ese tipo de motos.

-¿José Martín fue otro buen mecánico de motos?

-José Martín, de Dean Funes y Corrientes, fue un mecánico que me hizo muchos trabajos cuando yo era chico. Pepe, para todos los que lo conocemos. Y también me enseñó un montón de cosas, trucos, cómo se armaba la caja o algún consejo para armar una pieza complicada, al Igual que el Gallego González, que ya no está entre nosotros.

"En los 90 empecé a ir a Amigos de las Motos y Autos Antiguos"

-¿Participaste de un grupo de motoqueros?

-Después, en los 90, empecé a ir al ARMA ( Amigos Rosarinos de las Motos Antiguas), con los que nos juntábamos en el Bar VIP y después empezamos a ir a La misión del marinero. Había mucha gente que iba, cada uno con su moto. Y se le daba valor a todo lo que vos llevabas. No importaba que tu moto estuviera atada con alambre. El tema era que vos la habías podido hacer andar con los recursos que tenías. Eso es lo que valoraban en ese momento en el ARMA. No había que tener la mejor moto ni la mejor restaurada. Había que ir y tenerla lo mejor posible tratando de que este funcional. Estaba bueno.

-¿Qué es lo más difícil de reparar en una moto antigua?

-Depende de lo que te encuentres. Depende de qué esté más entero.

-Pero en la Rumi tuya, ¿qué fue lo más difícil de reparar?

-En la Rumi, lo más difícil de reparar fueron las cajas, pero porque no había repuestos. Conseguír pistones. Es un motor de dos tiempos con deflector. Tiene cuatro lumbreras más dos lumbreras de deflector y el pistón en vez de ser chato tiene una V. Y la tapa de cilindro tiene la misma V y trabaja con los deflectores laterales. Si vos no le ponés un pistón igual, no comprime como corresponde, no anda. Si no lo consigo lo puedo hacer: se puede fundir en tierra, pero no es lo ideal.

-¿Qué otro trabajo difícil hiciste?

-Los cigüeñales que me reparaba Aldo Cicarelli, de la Rectificadora Cicarelli Moscolini, en Mitre entre Ayolas y Dean Funes, que ya no trabaja más, tiene más de 90 años. Aldo tenía un localcito con motores de lancha y subías una escalerita y la rectificadora estaba arriba. Me hizo unos 40 cigüeñales de Rumi. Después Aldo empezó a trabajar en su casa para los conocidos y me siguió reparando cigüeñales, mandé a todos lados cigüeñales hechos por él.

-¿La Rumi es la que más te gusta?

-No, la que más me gusta es la Gucci 250, que nunca pude comprar. Es linda, pero no es fácil de comprar, no es barata, nunca la pude comprar.

--¿Cuánto vale una Guzzi 250?

-Por una Guzzi 250 restaurada de esas pueden pedirle desde siete mil hasta 10 mil dólares, depende. Algunas algo más también, depende del trabajo que tenga hecho.

-¿Seguís teniendo motonetas?

-Tengo una Guzzi 175. Y en un momento tuve una Cardelino, una Cigolo, que son todas motos con nombres de pájaro: quería tener todos los modelos de Guzzi de esa época, después se me pasó esa locura.

"Llegué a la conclusión que tenía un solo culo y 22 asientos"

-¿Cómo siguió tu historia con las motos?

-Llegó un momento que había un montón de cosas y llegué a la conclusión que tenía un solo culo y 22 asientos, así que tenía que elegir: me quedaba con dos que funcionen y no con 50 que no funcionan. Me la pasé trabajando. Decía: “Este domingo voy a agarrar esta”. Y en vez de salir a dar una vuelta me ponía a limpiar el carburador, siempre pasaba lo mismo.

-¿Y cuál fue el límite ahí?

-El punto final de comprar cosas no existe. El limite llegó cuando me di cuenta de que al final en vez de salir a pasear , trabajaba. Entonces me quedé con lo que más me gusta y disfruto esto. Ese es el límite. Pero generalmente a todos los que no gusta esto nos pasó lo mismo. Llegamos a tener un montón de cosas porque era lo que te enseñaban. Necesitabas un repuesto de una moto, te tiraban un dato, iba a buscar el repuesto de una moto, encontraba otra, la compraba igual y la traía. Es en como un juego que se va dando, donde se invierte mucho tiempo y dinero.

-¿Qué tiene una moto para atraparte?

-Aparte del sonido y la sensación de usarlas, te tiene que gustar, te tiene que apasionar el desafío de levantar ese muerto y que se vuelva a ver cómo en sus épocas de gloria. No es fácil. Lleva mucha dedicación y paciencia.

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-¿Cómo siguió la historia de tu viejo?

-El compró ese auto, el Ford T modelo 1927 que habíamos traído de Entre Ríos, y yo iba todas las tardes a su casa a repararlo. Así estuve como dos años y pico: salía del laburo o de la facultad y me iba a su casa.

-¿Era una buena excusa para estar con él?

-Creo que era eso. Empecé, lo desarmamos, lo pelamos a chapa, empezamos a arenarlo, reparé todos los pedazos que estaban picados, le hice las piezas de nuevo, lo reconstruí. Para reparar el auto usamos seis cocheras: lo desarmé en línea para un lado y empecé a reparar el chasis y volví para atrás y lo desarmé. Le cambié 800 millones de cosas, pedazos, lo pinté de vuelta, se hicieron las capotas nuevas.

-¿Cómo eran las capotas originales?

-Para que veas la diferencia, tenía como una lona verde militar. Y nosotros hicimos la capota como venía con una cuerina blanca. Los tapizados interiores, que era como una tela de sábana, estaban destrozados.

-¿Tu viejo hizo el trabajo de carpintería?

-Le hicimos los pisos de madera nuevos. La parte de madera del auto la hizo papá. Hizo toda la caja. Fue lo que pudo hacer, todo lo que no le provocara alergia, como el aserrín, pero cuando empezamos a macillar él me quería ayudar pero ya no podía. Ahí él se ponía mal, se calentaba, se enojaba, puteaba porque tenía la fuerza, pero no podía. Empezaba a agarrarle artritis en las manos también. Pero pude cumplir el objetivo, se lo terminé, lo vio, dio una vuelta, a pesar de que para el era incómodo. Tiene la dirección muy presada y habitáculo pequeño, mi viejo era grandote, entraba justo en la cabina. Dimos un par de vueltas y lo guardó. Se lo puse sobre cuatro caballetes y cada tanto iba a darle marcha. Lo tenía tapado. Era un juguete. Yo le había puesto un tanque auxiliar con una manguerita. Cuando venía un amigo se lo ponía al marcha y se lo mostraba. Eso era lo que le gustaba a él.

-¿Cómo fue la historia de la otra Ford A?

-A la otra la compramos en el transcurso de eso. Siempre la habíamos querido comprar. Mi amigo el Gringo Poloni se enfermó, vino el sobrino de Buenos Aires a Rosario y me dijo que tenía que decidir si lo vendía o lo restauraba. -

-¿Le gustaban los autos antiguos?

-No, al tío le gustaban, pero él no era del palo. El tío se lo regaló y lo puso a su nombre, pero nunca le dio bolilla, dio una vuelta una vez y lo guardó en un galpón arriba de un caballete para que las ruedas no se arruinaran, pero igual terminaron hechas bolsa porque pasaron mas de 40 años. Cuando lo fui a buscar las inflé y de las cuatro tres explotaron en el momento. Imaginate que es un auto de 80 años. Las cámaras aguantaban 10 segundos y reventaban. Busqué las ruedas del Ford T en el galpón de mi viejo, se las puse y lo saqué. Con la chata de mi viejo lo sacamos arrastrando y lo llevamos a mi casa. Y después lo puse en marcha en el taller y golpeaba una biela. Y ahí que terminó en lo de José Rota. Se lo llevé al Gringo, lo armó, lo conoció a mi papá, también tuvieron una relación de amistad. Un tipo de la edad de él, se entendían. Ahí con el Gringo siempre estaba otro amigo: Miguelito, el que trabajaba en Carassa y tiene un Ford A. Es un tipo también muy agradable y ahí nos hicimos amigos con José y con Miguelito y logramos hacerlo andar.

-¿Cómo terminó la historia de este auto?

-El auto anda perfectamente y después lo paré para hacerlo cupé, pero no pude lograr que lo viera mi viejo. Su sueño era ver el auto terminado, pero no pude.

-¿Cómo hiciste para transformarlo de chata a auto nuevamente?

-Fue difícil encontrar a alguien que me hiciera la parte trasera, que tuviera ganas de hacerlo. No cualquiera te lo hace, y medio por casualidad lo encontré a este chico el chapero Guillermo Javier González, un artesano de la chapa, que está acá en zona oeste y trabaja muy bien. Le dije: “Hacelo tranquilo, no tengo apuro”. Entonces me lo hizo, le hizo la plantilla, hizo una pieza, me la trajo. Y me dijo: “Ahora hay que llevarlo y lo tengo que adaptar”. Y la verdad que estoy recontento.

-¿Cómo empezó el sueño del museo de tu viejo que terminó en el Museo Carlos Semitiel?

-Mi papá lo empezó así, por hobby, compraba una cosa, otra. No tenía un rubro definido de cosas, pero tenía un ojo bárbaro. Lo que más le gustaban eran las motos y los autos. Después no tenía un rubro definido: tenía cosas de náutica, armas, era muy diverso. Lo que le gustaba, que era raro, antiguo, él lo traía y le daba vida. Le gustaban mucho las cosas de bronce, de cobre.

-¿De dónde sacó esa campana de bronce del tranvía?

-Esa esa campana del tranvía estuvo en mi casa desde que yo tenía 11 años. Estaba colgada en una puerta que pasaba del comedor a la cocina.

-¿Y era de un tranvía de Rosario?

-Era de un tranvía. No sé donde la compró, pero era de un tranvía. La compró en un desarmadero, conocía todos los recovecos.

-¿Cuál es el objeto más extraño del museo?

-Que haya tenido mi viejo, no sé. Hay mucho. Tenía cada cosas... había extinguidores de la armada. Después a algunos los transformamos en teléfonos. Tenía de todo, cosas raras, había muchas cosas de barco. Hélces, ojos de buey, había un montón de cosas.

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-¿Cómo decidiste venderle el museo a Carlos Semitiel?

-Tengo una hermana y lógicamente quería su parte de las cosas. A lo mejor no tenía una visión conservadora de todas esas cosas. Yo lo viví con él a eso, o sea, era más sentimental, más afectivo porque -como le he contado a Carlos-, cada cosa, cada moto, cada artefacto que había tiene una historia con mi viejo. Era la historia de un día que pasaba Y mi hermana no compartía eso con nosotros, no son actividades que haga normalmente una chica joven. Yo lo viví, o sea, lo fui a buscar, lo traje, lo desarmé. Había muchas cosas que estudié cada vez que las traje. Y después las restauraba, entonces todo tenía una historia. Era como una diversión. un hobby. Y llegó ese día que me dijo que quería su parte. Y tenía razón. Yo no me pedía nada extraño, pero no tenía cómo pagárselo, entonces decidí venderlas, a pesar de que mi viejo no quería. Pero bueno, no había otra. Se puso a la venta. Y yo acá. Me empezaron a llamar porque ella publicaba en Marketplace todos los días. Cada vez que iba a mi casa había un remate de cosas de mi papá. Me cansé del desfile de gente, sabía que Carlos estaba haciendo el museo y lo llamé.

-¿Cómo conocías a Carlos Semitiel?

-Lo conocía porque le había vendido repuestos para una Rumi. Vino a casa hace unos años a comprar un repuesto. Estaba restaurando la primera Rumi. En mi casa tenía mi taller donde hacía motos para mí y algunas para fuera., en la calle Centenario. Carlos vino a comprar un repuesto, se lo vendí y vio una moto Rumi arriba del banco, que era de una gente de Buenos Aires, que armé con Luis María Príncipe, un amigo restaurador de autos de Alcorta. La armamos juntos, él hizo la pintura y yo hice toda la mecánica de la moto. Y en la vez le gustó porque estaba pintada del color de fábrica, se ve que le llamó la atención, y me dijo “Me gusta esta moto”. «No es mía, Carlos, pero tengo dos guardadas en la casa de mi papá. A esta la estoy reparando. Lo llamo a mi papá, si está allá vamos y te la muestro». Le llevé, le gusto y la compro, es esa moto amarilla que hoy esta en el museo, con esa y otra color azul fue a a Francia a correr un rally de Regularidad. Así nos conocemos y nos hicimos amigos, siempre tuvimos buena relación.

-¿Cómo decidiste venderle el museo de tu viejo?

-Cuando pasó esto con papá, yo sabía que Carlos estaba haciendo el museo porque me había contado un amigo que trabajaba en su empresa. Entonces lo llamé a Carlos y le dije: “Sin compromiso, te quiero ofrecer las cosas que eran de mi papá”. Yo en realidad le ofrecía lo más grande, los autos, los surtidores, todo lo grande para sacármelo rápido de ahí porque había que alquilar el lugar. Carlos vino al galpón, vio las cosas y me dijo que sí. Y al otro día me llamó y me dijo: “Te voy a comprar todo”. «Sí, ahora saco los carteles». “No, no, todo, lo que está dentro también”.

-¿Te ofrecía comprarte más de lo que le habías ofrecido?

-Claro, yo le había ofrecido el Ford T, motos y surtidores antiguos, pero el me pidió todo lo que había.

-¿En algún punto Carlos fue una especie de mecenas con vos?

-Puede ser un buen adjetivo; Carlos patrocino y yo lleve a cabo su idea.

-¿Si Carlos no hubiera comprado el museo a lo mejor vos tenías que malvenderlo o terminaba desguazado?

-Y sí, él me lo compró. Llegamos a un número porque también era difícil sacar un valor porque esto es gigante, hay una cantidad de cosas, era imposible. Hice un acercamiento, un redondeo para abajo porque tampoco le quería cobrar lo que no valía. Siempre lo respeté. Siempre fui igual: no importaba si el cliente era millonario o tenía dos pesos, lo que valía cinco valía cinco para todos. Nunca cobraba por la cara. Carlos me hacía un favor y yo le daba lo que él necesitaba. Le cerraba el negocio y a los cuatro días yo me había ido a pescar a Corrientes, no tenía señal, estaba en el medio del río en Itatí. Veo una llamada de Germán, de acá, de la empresa de Carlos. Entonces me voy más lejos, agarro señal en el medio del río y lo llamo y le pregunto si pasó algo con las cosas. “No, me dice German, mi papa quiere charlar con voz”. «Estoy en Corrientes, cuando vuelva si querés voy». Volví del viaje, charlé con Carlos y él me ofreció que venga a armarle todo esto. Así fue la historia.

-¿Además de comprarlo te llamó y te dio trabajo para que lo repares y lo armes?

-Sí, porque había que restaurar algunas cosas y ponerlas a relucir, pero ya estaba casi todo terminado.

-¿Fue el trabajo más lindo que te ofrecieron?

-Y sí, porque esto es lo que siempre me gustó hacer.

-¿Cuándo fue esto?

-Hace más de dos años y medio. Me llevó ese tiempo para armar todo, aparte todo lo que está allá lo volvimos a poner en marcha, está todo en funcionamiento. A muchos vehículos les quitamos el combustible para que no se arruinaran. Les saqué los carburadores, los tanques. Las motos que están colgadas son las más viejitas.

-¿Cómo respondieron las máquinas?

-Sólo les hicimos eso, pero nada más. A todos los pusimos en marcha y verificamos que funcionaran. El 90% de lo que está aquí adentro anda. Desde una balanza hasta un teléfono, lo que sea.

-¿También reparaste los surtidores antiguos de combustible?

-Sí, pero no reparé todos los surtidores. A los electrónicos no los toqué, pero sí los mecánicos. Los que no tienen máquina son de adorno. Una máquina de un surtidor como el que vos viste el año 70 pesa 100 kilos y tiene un motor gigante, que se lo quité. No se podían mover, era una bestia.

>>> Leer más: Funes: el hombre que inventó una zanjadora con un tractor y una motosierra

-¿Cómo te definís, como un mecánico, un loco de las motos antiguas, un loco de las cosas antiguas?

-Como un loco de las cosas antiguas.

-¿Con qué soñás ahora?

-No tengo grandes sueños. Que mis hijos sean felices y disfruten de la vida. Salud.

-¿Soñás con que puedan vivir en un barrio y jugar en la calle como lo hicimos cuando éramos chicos?

-Lo veo difícil porque la Argentina no es más el país de cuando éramos chicos. Y no creo que vuelva a verla nunca más. Hoy viven en otra cosa, ellos están muy conectados a la tecnología, cosa que nosotros no teníamos.

-Eduardo Galeano escribió que “los sueños son como el horizonte: nunca lo podés alcanzar, pero te ayudan a caminar”. ¿Suscribís?

-Sí, el que anda en esto lo sabe más que nadie porque es un trabajo pesado y no sabés cuándo ni cómo lo vas a terminar, porque son medio imposibles. Son hazañas que vas haciendo. Hay motos o coches que cuando los voy a arrancar me pregunto: “¿De dónde vamos a sacar esta pieza?” Y yo voy voy y voy hasta que aparece, lo hago y le termino dando forma, pero es un camino largo. De tiempo, dinero y paciencia.

-¿Qué les dirías a los más jóvenes o a tus hijos?

-A mi hijo le digo siempre lo mismo: que estudie, que le dé para adelante, que siempre mire el camino a seguir, que siga los pasos que siguió mi papá, que seguimos yo, mi esposa. Y que no se salga de esa línea que va a llegar lejos. Nosotros siempre fuimos así: de laburo. Yo dejé la facultad de Bioquímica por laburar. Me tenté trabajando con un vecino en Telecom, me llevaba para que lo ayudara y después me quedé laburando un montón de años. “Después retomo dije” y no retomé nunca más.

-¿Le comprarías una moto a tu hijo como hizo tu viejo con vos?

Sí, de hecho le regalé una así, pero mucho mejor. Le regalé una scooter ahora cuando cumplió 18 años para que no reniegue.

-¿Es un loco de las motos como vos?

-Mi hijo no tiene esa locura por las motos. Le gustan, pero nunca les mete mano. Yo entraba a un taller y sentía el olor a cigarrillo mezclado con nafta y me moría. Y decía: “Yo quiero esto”. Siempre decía: “Yo quiero esto en mi casa”.

-¿Esa locura por las motos es una especie de adicción?

-Es una adicción. Te tiene que gustar tener un dedo negro por un golpe, o cortado o lastimado, tengo que tocar cosas viejas. No es una mecánica como la de un auto nuevo. Siempre estás sucio. Cuando armás podés trabajar limpio, pero al momento de desarmar es inevitable ensuciarte. Y mucho soplete, lubricante, fuerza, llave, todo está agarrado, soldado, la mayoría está tirado. Una vez sacamos el motor de una de las últimas motos que compró papá, una Puch SRA austríaca con arranque eléctrico, que todavía está ahí, arriba de un banco, y nunca la puede terminar.

-¿Esa moto te recuerda mucho a tu viejo?

-Y... la otra vez le dije a mi hermana: “Esta moto es de papi, la tengo ahí”. No sé, tampoco tengo la fuerza, tengo todo para hacerla, pero hay que ponerse a armarla, es difícil. A esa moto la fuimos a buscar a Arroyo del Medio, donde un amigo me había dado un dato. Me dijo que era una Rumi. Fuimos con un Unimog del ejército, que tenía mi viejo, y cuando llegamos la moto no tenía nada que ver. Ya estábamos ahí en el camión y mi viejo me dice,: “La compramos igual” ¿Qué sé yo, papi? La cargamos arriba del camión y la trajimos. Fue la ultima que fuimos a buscar juntos.

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