Moscú. - Rusia conmemoró ayer con sentimientos encontrados el vigésimo aniversario del comienzo de la fracasada asonada golpista contra el presidente Mijaíl Gorbachov, que selló la caída del comunismo soviético y precipitó la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Para algunos, el fallido golpe marcó el fin del comunismo soviético y sus ventajas; para otros, el comienzo del traspaso de Rusia hacia la democracia; para unos terceros, una oportunidad perdida para reformar el país.
El golpe de agosto cerró toda posibilidad de retrotraer a la URSS a los tiempos más duros del comunismo soviético y marcó el inicio de la transición que culminó el 25 de diciembre de 1991, cuando Gorbachov formalmente renunció al cargo de presidente de la URSS. Esa misma noche, la bandera soviética fue arriada del Kremlin y en su reemplazo comenzó a flamear el actual pabellón tricolor ruso. Nacía la Confederación de Estados Independientes (CEI) y moría la llamada Guerra Fría.
Glassnost y perestroika. Cuando Gorbachov llegó al poder, en 1985, puso en práctica dos conceptos para reformar a la URSS: glassnost (transparencia) y perestroika (reestructuración). Su objetivo era tratar de modernizar al gigante comunista con pies de barro, pero las reformas se tradujeron en apertura económica y libertades políticas que debilitaron el monopolio del Partido Comunista, al tiempo que la ciudadanía -que enfrentaba una grave crisis económica, desabastecimiento y alto desempleo- exigía cambios más rápidos y profundos. Fue así que en agosto de 1991, dos años después de que se produjera la caída del Muro de Berlín, Gorbachov se disponía a jugar su última carta para mantener la cohesión de la Unión Soviética: un nuevo tratado que transformara a la Unión Soviética en una federación de repúblicas independientes, pero jamás lo firmó el decreto.
Aquel lunes 19, las portadas de los diarios titularon con la aparente renuncia de Gorbachov ante un desconocido Comité Estatal de Emergencia, integrado por ocho de sus más estrechos colaboradores. Entre ellos, el vicepresidente, Guennady Yanayev; el primer ministro, Valentin Pavlov, y el ministro del Interior, Boris Pugo.
El ala más dura del Partido Comunista soviético temía, con razón, que permitir mayor soberanía a las repúblicas soviéticas pondría en riesgo la integridad de la Unión Soviética.
Triste episodio. Las primeras versiones aseguraban que Gorbachov había abandonado su cargo por motivos de salud, pero nadie lo creyó. De hecho, líderes de la época, como el presidente de Estados Unidos George H. Bush y el canciller alemán Helmut Kohl, calificaron abiertamente el episodio como un intento de golpe de Estado orquestado por los sectores más duros del Partido Comunista soviético, renuentes a los cambios cada vez más drásticos encabezados por Gorbachov.
El intento de golpe fue iniciado por un grupo de comunistas de línea dura que pusieron al líder soviético Gorbachov bajo arresto domiciliario en su residencia de vacaciones (dacha) en Crimea, sobre el mar Negro, mientras los tanques y las tropas soviéticas eran desplegados en las calles de Moscú. Pero la enérgica oposición pública debilitó el golpe, sobre todo la movilización de decenas de miles de personas que se reunieron en torno de la sede central del gobierno ruso donde el presidente ruso Boris Yeltsin desafió a los golpistas encaramado en un tanque.
El golpe se desplomó tres días después y Gorbachov regresó a Moscú, aunque su poder y credibilidad se vieron fatalmente debilitados. Las repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania fueron autorizadas a independizarse de la Unión Soviética en cuestión de semanas, y toda la unión se desintegró en diciembre.
El hundimiento de Gorbachov, último presidente de la URSS, transcurrió paralelo al resurgir de un Boris Yeltsin, entonces presidente de la República Socialista Federativa Soviética rusa, que, encaramado a un tanque, encabezó la rebelión al golpe con el apoyo de miles de moscovitas y unidades militares.
El colapso condujo a una severa situación económica para decenas de millones de personas, a un período prolongado de caos político y al surgimiento de magnates políticamente poderosos y corruptos que llegaron a ser conocidos como oligarcas.
Un país que ya no existe. Veinte años después, Rusia conmemora la fracasada asonada con sentimientos encontrados. Según las encuestas, más de la mitad de los rusos sigue lamentando la desintegración de la URSS, calificada por el premier ruso, Vladimir Putin, como la "mayor catástrofe geopolítica del siglo XX". Algunos, la mayoría rusos que vivieron bajo el régimen soviético, añoran la estabilidad y certidumbre de los tiempos comunistas y es fácil escucharles decir aquello de "yo nací en un país que ya no existe".
Otros, en cambio, apenas recuerdan el nombre de los golpistas y dudan hasta del significado del golpe, aunque los historiadores coinciden en que la sublevación sirvió para demostrar que los rusos habían perdido el miedo al partido y a las estructuras de poder en las que se basaba en el sistema soviético. Pero el sentimiento más extendido entre los jóvenes rusos de hoy es que la sublevación fue una oportunidad perdida para reformar el país, que comenzó entonces una tímida andadura hacia la democracia de la mano de Yeltsin, que tropezó con la guerra chechena y la corrupción y que hoy se ha topado con el todopoderoso e imperialista Putin.