A finales de 1917, el cierre del internado del Hospital de Clínicas de la Universidad de Córdoba generó un profundo malestar entre los estudiantes. El rechazo de las autoridades a rever la medida derivó en una huelga estudiantil y en la preparación de un pliego de reivindicaciones que, además de pedir la apertura del internado, exigía la democratización de los mecanismos de selección del profesorado y de las academias (hasta entonces vitalicias) y la "modernización" de los planes de estudio partiendo de los principios de libertad de cátedra y docencia. Por esos días, muchos tenían en mente las reformas que se habían instrumentado a principios de siglo en la Universidad de Buenos Aires y que, entre otras cosas, habían dado vida a los consejos directivos electivos, con participación de los docentes en desmedro de las academias. Los cambios eran apoyados también por algunos de los sectores que luego devendrían "antirreformistas", como los centros de estudiantes católicos que coincidían en cuestionar el perfil "profesionalista" de la universidad y la endogamia de las élites dirigentes. De hecho, el principal diario católico a nivel nacional, El Pueblo, que más adelante denunciaría el "desvío" del reformismo, consideró por entonces que el reclamo era justo y que la Universidad de Córdoba tenía que introducir cambios y adaptarse a los nuevos tiempos.
Se trataba, además, de una coyuntura de particular efervescencia marcada en el plano internacional por la Gran Guerra, que puso en jaque muchas de las certezas del liberalismo, y por la revolución rusa, que sacudió los cimientos del orden social. A esto se sumaba la "emergencia" de la juventud como grupo social específico y como un actor político, un proceso acelerado por la guerra. En el plano local, se conjugaban además otros factores. Por un lado, el crecimiento de la matrícula universitaria como resultado del impacto inmigratorio, la urbanización y las procesos de alfabetización, que presionaba sobre las estructuras anquilosadas de la Universidad de Córdoba caracterizada por la renuencia a los cambios. Por otro, en el plano político, el aumento de la participación electoral de la mano de la ley de 1912 y la consagración de Hipólito Yrigoyen como presidente en 1916. Con la llegada del radicalismo al poder se aceleraron los procesos de movilidad social ascendente y, sobre todo, se generaron nuevas expectativas en las clases populares, deseosas entre otras cosas de lograr un mayor acceso a la universidad. El propio presidente Yrigoyen interpretó el conflicto de Córdoba en esa clave política como un episodio más de su lucha contra el "régimen oligárquico".
Brindó así un decisivo apoyo a los sectores que impulsaban las reformas y aprobó nuevos estatutos que, aunque con matices, replicaban en líneas generales los que se habían aplicado en la Universidad de Buenos Aires una década atrás. Las tensiones disminuyeron y parecieron encauzarse al punto que desde los principales diarios cordobeses se apresuraron a decretar el fin del conflicto.
"Fue al calor de las calles, en las asambleas y en los mitines que los estudiantes fueron corriendo las fronteras de lo posible"
Sin embargo, apenas un mes después, la derrota electoral del candidato impulsado por los reformistas y la elección de Antonio Nores como rector, un hombre identificado y apoyado por los sectores tradicionales de la universidad, desató la rebelión de los estudiantes (nucleados a esta altura en la recientemente creada Federación Universitaria de Córdoba). En un hecho sin precedentes tomaron el recinto donde se desarrollaba la asamblea e impidieron que Nores fuera proclamado rector. A partir de entonces las tensiones escalaron de una manera inusitada e inimaginable unas pocas semanas antes. Se realizaron marchas y mítines multitudinarios que incluyeron entre otras medidas la toma de la universidad. Asimismo, la posición de los estudiantes se radicalizó: las críticas a la Iglesia y al clericalismo, hasta entonces más bien en un segundo plano, devinieron uno de los tópicos centrales de la retórica estudiantil y de la identidad del movimiento. Por otro lado, se comenzó a exigir la participación estudiantil en los órganos de gobierno, ante la constatación de que la sola participación del profesorado no garantizaba el avance de las transformaciones. En este nuevo contexto, el movimiento estudiantil nucleado en la Federación Universitaria adquirió un rol prominente.
Desde la vereda de enfrente, en un escenario cada vez más polarizado, muchos de los sectores católicos que en un principio habían apoyado el reclamo de modernización se atrincheraron en una cerrada oposición, cada vez temerosos de que los acontecimientos derivaran en un proceso de tintes revolucionarios (a tono con el pánico que de manera creciente invadía a las clases dominantes tras la revolución rusa). El temor entre los católicos se acrecentó, además, de la mano de la retórica cada vez más encendida del estudiantado que, como en el célebre Manifiesto Liminar, no temió emplear la palabra "revolución" y comenzó a discutir abiertamente sobre el futuro del movimiento y su proyección como fuerza de transformación social y política (algo que finalmente no ocurriría en Argentina aunque sí en otros países de América latina).
Poco después, una nueva intervención del gobierno nacional volvió a apoyar a la Federación Universitaria y consagró la representación estudiantil en los órganos de gobierno (así como otras reivindicaciones relacionadas con la libertad de cátedra y los sistemas de cursado, entre las cuales, sin embargo, no se incluyó la gratuidad o el ingreso irrestricto que no gozaban por entonces de consenso entre los grupos reformistas).
Tras la segunda intervención —que supuso además la elección de un nuevo rector de signo reformista—, el éxito obtenido por los estudiantes de Córdoba generó una onda expansiva que rápidamente alcanzó a las otras universidades argentinas (Buenos Aires, Santa Fe, La Plata y Tucumán) y a varios países de América latina haciendo de la reforma, en perspectiva, uno de los grandes hitos políticos del siglo XX.
Dicho desenlace, sin embargo, es necesario recordarlo, no estaba escrito en las estrellas. Fue al calor de las calles, en las asambleas y en los mítines —en un contexto general de efervescencia social— que los estudiantes fueron redefiniendo sus objetivos y corriendo las fronteras de lo posible. Tras un año de movilizaciones y lucha, aquello que a comienzos de 1918 pocos consideraban realizable se convirtió finalmente en la célebre Reforma Universitaria.