Nadie pondrá en duda que la ciudad es nuestra al igual que los pavimentos con sus cráteres, corralitos de la Aguas Santafesinas, calles cortadas por piqueteros o edificios en construcción, tráfico diabólico. Nuestros son también los colectivos grisazulados y grisanaranjados que recorren esas calles. Los vamos amortizando cada vez que insertamos una tarjeta. Habrá que cuidarlos porque cuesta muy cara su compra, alquiler o reparación. Los pasajeros aprenderemos a hacer buen uso de ellos, no ensuciarlos, no romper los tapizados, no patear las puertas, no escribir los respaldares de los asientos. Gran parte de los choferes deberán manejarlos acorde a la buena praxis, no según su estado de ánimo. Entiendo que el tráfico rosarino es un hervidero y esa temperatura se traslada al cerebro de los choferes pero los pobres ómnibus y pasajeros no hemos atizado ese fuego. Las unidades (algunas de ellas muy modernas) tienen motores que responden suavemente a la aceleración, poseen cambios de marcha hidráulicos, buena suspensión, pasillos anchos, diseños y dispositivos funcionales y duraderos. Pero los pasajeros de pie no están diseñados para esos bruscos arranques o frenadas que les imprimen los choferes. El pasajero se sostiene antinaturalmente en un solo pie, ha de asirse fuertemente de los pasamanos cuando se acelera, desacelera o se cambia la marcha de manera vertiginosa. Quisiera recordar a los antiguos colectiveros al volante de lentos e inmensos ómnibus marrón y crema de origen inglés. Unidades desgastadas por el uso de años y años pero que seguían funcionando gracias al ingenio criollo de sustituir piezas inexistentes por otras fabricadas a torno y fresadora en los talleres municipales. Los choferes a falta de sistemas hidráulicos debían hacer un esfuerzo sobrehumano para girarlos, cambiar de marcha, atender a los pasajeros, cobrar boletos ya que no había guardas. Me parece que el comportamiento colectivo debe aportar una cierta dosis de raciocinio para contar con el servicio público de pasajeros que anhelamos.