1. La importancia de la felicidad es un viaje eterno que se acuna entre la melancolía y el perfume de lo cotidiano, se posa en la nostalgia y en el terciopelo del brill, nos entrega, como brevas en el exacto punto del verano, los mejores años de la vida. ¿Lobo estás? ¿Entre París y Marsella? ¿Detenido en las teclas de una máquina de escribir portátil, al costado de una autopista que mira al sur como quien mira una eternidad? Sí, responde la Osita desde el último gesto que hiciera el delicado fervor de sus manos flacas y que se multiplicara, como en un juego de espejos, hasta estas palabras que siguen nombrando a los autonautas de la cosmopista para que nunca dejen de viajar y de teclear y de jugar a esa vida que se les terminaba sin terminarse, porque, bien se sabe, la felicidad, cuando florece, siempre es inacabable.
2. 775 kilómetros, dos parkings por día sobre el total de 65. Desde el 23 de mayo al 27 de junio del 82. Así el viaje sobre una ruidosa combi Volkswagen. Julio Cortázar tenía 67 años y Carol Dunlop 36. El viaje es una carta de amor. En algún drugstore de Saint-Germain-des-Prés, besándose como enamorados en el entreluz parisino, soñaron el sueño en un listado de provisiones: whisky a granel, vino ídem, una docena de huevos, dos botellas de agua mineral, queso parmesano rallado, manteca, aceite, vinagre, mostaza, Nescafé, postres (fruta en conserva, cremas), jamón, atún, sardinas, mayonesa en tubo….”.
3. La felicidad es una lista de provisiones para un viaje.
4. El mapa del amor se traza entre dos Olympia Traveller y sobre la autopista del Sur, sobre las cuatro ruedas de la Fafner, ese dragón wagneriano rodante, con algunos cassettes de tangos y otros de Ella Fitzgerald, con la Tana Rinaldi tarareando en el aire de Pierre Boulez y Schubert entremezclado con un libro de viaje de Werner Herzog. La cámara de fotos de Carol, siempre a un click, en su funda desenfundada de cuero. Las cenas más bien suntuosas con fiambres, céleri-rave, remolachas, maíz, pan, café. Y las preguntas de los autonautas en los lentos pasos de la tortuga para demorar la vida en punto de fuga. ¿El fin del viaje es el viaje? ¿Finalizan los viajes que no tienen fin? ¿El viaje es solo un punto de partida? ¿Existe Marsella?
5. El elogio de la lentitud es la placidez de los dioses de la eternidad.
6. Tal vez sabían que la muerte los acechaba. A fuerza de nadar en las grandes aguas negras, se aprende a flotar en la oscuridad, dice el Lobo. Tú, y todavía tú, responde la Osita. Y viceversa. La vida misma es viceversa. Carol Dunlop había dejado a su hijo, Stephane Hebert, de trece años, en Montreal, a cargo de su ex esposo, un reconocido escritor canadiense que, a su vez, había hecho que ellos se conocieran. Carol y Julio. Dunlop y Cortázar. La Osita y el Lobo. Viceversa. En la vida del viaje extendían la vida de ambos para siempre.
7. Un amigo les acerca un vin blanc del atardecer. Un Fendant du Valais. Caen las sombras cerca de Lyon. No hay apuro en el apuro del caracol. Dice la Osita, nos abrazamos siempre hasta perder el aliento, buscando el hálito más allá, tú sumergido sin desaparecer de allí donde estás, tus ojos en mí y de frente donde la mirada se ha vuelto reflejo de dos, de mil miradas, y me aspiras.
8. N. del R.: No deseo seguir relatando este viaje para que el viaje no termine, para que el viaje continúe, para que Marsella nunca esté a la vista. Para que ya no viajen a Nicaragua en la profundización de la enfermedad, para que a Carol no se le eche encima la enfermedad, para que no muera, para que Julio no la extrañe, para que no se deje llevar por la tristeza, para que no escriba el prólogo en soledad.
9. Carol Dunlop murió el 2 de noviembre de 1982, unos meses después del viaje interestelar por la autopista del Sur. Los autonautas de la cosmopista se publicó un año después de la muerte de Carol, en noviembre de 1983. Julio Cortázar murió el 12 de febrero de 1984. Dos días después de su fallecimiento, fue enterrado en el cementerio de Montparnasse junto a la Osita.
10. A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista.