La edad de la inocencia: Bariloche hace que su recuerdo sea para siempre
Es el destino que sueñan los estudiantes al fin de la secundaria. Para muchos es su primera vez en el sur, pero no la última. Sus paisajes, el encanto de una ciudad con ambiente de pueblo y la adorable levedad de la adolescencia.
21 de julio 2013 · 08:02hs
Cada época tiene su moda, sus costumbres, su música, la de la promoción 78 era “We Will Rock You”, de Queen, el tema que hacía estallar la adrenalina en las pistas de Grisú, el boliche que se había convertido en La Meca de los rosarinos que, después de meses de privaciones, habían logrado juntar esos pocos billetes que atesoraban en los bolsillos de sus pantalones pata de elefante, y pudieron ir de viaje de estudios. Ese sueño, ese repiqueteo incesante de tambores, el brillo de los haces de luz que se hacían añicos contra la bola de espejos que daba vueltas y vueltas y vueltas en el aire, la picardía de pedir un Séptimo Regimiento, la ansiedad por robar un beso, el lago, las montañas heladas, el cielo protector en los ventanales del boliche, eso fue, es y será Bariloche.
Aunque hayan pasado mil años y no haya nada que festejar. Acaso para los brasileños, que en la temporada de nieve invaden con su alegría inexplicable la ciudad, la sensación sea otra, muy distinta, pero para los argentinos, que gritaron a voz en cuello el golazo de Caniggia del Mundial de Italia, la paredes de lajas y el techo a dos aguas del Centro Cívico, las aguas turbulentas del Nahuel Huapi, las guerras de bolas de nieve en el Cerro Otto son la adolescencia misma. Hay que volver al “pueblo”, como todavía llaman los lugareños a Bariloche, darse una vuelta por calle Mitre, dejarse tentar por los chocolates que ofrecen las tradicionales fábricas artesanales de la región, para darse cuenta cuánto ha cambiado todo y cómo aquello que resultó deslumbrante la primera vez sigue siéndolo, acaso más ahora que la excitación de la juventud, el más divino de los tesoros, quedó atrás.
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Hoy recorrer el Circuito Chico, el sinuoso camino que dibuja la avenida Bustillo entre cipreses, colihues, maitenes y ñires, altísimos, de hojas filosas y verdes gastados, es una experiencia relajada, bucólica, una invitación a la naturaleza que ante la Playa Bonita que nada tiene que ver con esa lucha titánica contra la resaca que son las excursiones de los viajes de egresados. Un rumor de olas cansadas, una brisa fresca, paz. La aerosilla del Cerro Campanario era la aerosilla, hoy es una pieza de museo que, frente a los medios de elevación que llevan a los esquiadores a la montaña, vale la pena sólo por la fascinante panorámica que se tiene desde las alturas. Así es Bariloche, la medida justa entre lo clásico y lo moderno.
Como el Llao Llao, que los turistas admiran como si fuera un monumento y, en realidad, es un alojamiento cálido y acogedor. Basta despertar una mañana en uno de sus cuartos y ver nevar sobre el lago para entender por qué Alejandro Bustillo, el arquitecto que diseñó el edificio original, eligió ese lugar, único en el mundo, para construir el hotel. En pleno invierno, bajar al salón donde se sirve el desayuno tomar un chocolate caliente con tostadas con mermelada de fresas mirando a través de sus amplios ventanales, es algo único e irrepetible. Los paisajes de Bariloche no se repiten, no importa cuantas veces se haya ido a la ciudad, cuantas veces se haya trajinado el Faldeo, a pie, con la mochila en la espalda, o en una 4 x 4 haciendo equilibrio entre el asfalto congelado, frente a los ojos siempre hay colores nuevos, formas que por la noche son amarillas, marrones, verde musgo y por la mañana, después de una silenciosa nevada nocturna, son blancas.
Nada hace más feliz a los intrépidos que llegan al cerro Catedral en busca de emociones que encontrarse con nieve fresca. La sonrisa no les entra en la cara, se les nota aún con la cara cubierta con gorros, lentes y esos cuellos de seda ligeros y coloridos que usan para que el viento frío no les cale la garganta cuando bajan a máxima velocidad por las pistas de esquí. Es para lo que vienen y cuando lo obtienen lo disfrutan. En la Argentina hay centros de deportes de invierno excelentes, pero ninguno como el de Bariloche. Lo dicen los expertos, que elogian la variedad de sus pistas -son 50, entre azules, rojas y negras-, la calidad y variedad de los medios de elevación -38, capaces de transportar 35 mil esquiadores por hora- y, lo que asombra a los que llegan por primera vez, los paisajes de ensueño que se ven desde la ladera del cerro.
Nada de eso siquiera se imaginan cuando ponen un pie abajo del micro los jóvenes que, después de recorrer un largo camino, por fin pisan la tierra prometida. Sus expectativas fueron, son y serán otras, y es lógico que sea así, fueron, son y serán una bomba de tiempo de hormonas a punto de explotar. Pero sus vivencias, ese vértigo de noches y días sin descanso, sin sueño, quedarán grabadas en su memoria para cuando vuelvan. Y volverán.