El 20 de junio de 2012 “Maxi”, un soldadito que custodiaba un bunker narco en Uruguay y Felipe Moré en la Vía Honda, asesinó a balazos a César Oviedo, un carrero del barrio de 34 años quien vivía a treinta metros del punto de venta. Pasaron minutos hasta que el vecindario tomó temperatura, persiguiera al asesino si poder darle captura y comenzara a demoler el lugar. Pocos horas más tarde entró en escena una topadora municipal que completó la tarea. Así comenzó la historia del derrumbe de puntos de venta de droga en la ciudad con participación estatal.
Luego siguió un punto de venta en Chacabuco al 3800, en Tablada, otro en Perú al 3700, en Santa Lucía, y otros más. Pero lo que comenzó como una idea, quizás espasmódica, se terminó diluyendo por la actitud de un Estado que por aquellos días se lanzó unilateralmente a la cruzada y no se quedó en el territorio para contener a los vecinos.
De inmediato surgieron puntos de vistas encontrados entre exfuncionarios y otros que estaban en actividad. Eran tiempos marcados por la investigación del triple crimen de la Villa Moreno y el asesinato de la militante social Mercedes Delgado, que abonaban el territorio para el desmadre que se daría tras el homicidio de Martín “Fantasma” Paz (el 8 de septiembre de 2012) y la ejecución del entonces líder de Los Monos, Claudio “Pájaro” Cantero (el 26 de mayo de 2013).
Cuestionamientos
Enrique Font, quien fue secretario de Seguridad Comunitaria de la provincia entre agosto de 2009 y septiembre de 2011, fue uno de lo primeros en cuestionar la demolición de los búnkeres. Lo calificó como una medida efectista y reaccionaria. Y, junto con el buzón de la vida y la promoción de denuncias anónimas sobre narcotráfico, las englobó como “contraproducentes y conservadoras”. Para Font “no es ni efectivo, ni democrático, ni garantista, es reaccionario”. Explicó que no veía mal que se desactivaran puntos de venta de drogas, pero criticó lo que consideró “el montaje de un espectáculo efectista”.
Font dijo, allá por 2012: “Fraguar una guerrita contra las drogas a pura topadora es una imagen indigna de impotencia estatal propia del populismo punitivo de derecha. Además, es peligroso porque entraña el riesgo de incentivar acciones de justicieros”.
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Su sucesor, Angel “Chichín” Ruani, le respondió: “El Estado tiene que empezar a marcar la cancha, porque hoy en los barrios se vive con muchas dificultades. No hay paz posible con un kiosco de drogas al lado. Por supuesto que una topadora no hace una política, pero es una toma de posición que hasta ahora no la hubo. ¿Qué se hizo en los últimos 30 años contra el narcotráfico? La connivencia policial no la inventamos nosotros”.
Y agregó: “Esta es una decisión de gobierno. En la mesa del Frente Progresista todos estamos de acuerdo con esto, y la gente nos apoya. No sé si vamos a solucionar el problema. El narcotráfico no se terminará con una topadora, pero algo estamos haciendo, se trata de marcar un hecho”.
El debate trascendió el ámbito político y se coló en la justicia federal. La Fiscalía 2 citó a funcionarios del Ministerio de Seguridad de Santa Fe para que explicaran por qué habían derrumbado búnkeres que estaban bajo investigación penal.
Dinámica cansina
El fenómeno siguió con su dinámica cansina hasta que en abril de 2014 el entonces ministro de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, desembarcó en la ciudad imitando el modelo brasilero de ocupación pacífica de las zonas conflictivas. Vino con tres mil efectivos de Gendarmería, Prefectura Naval, la Policía Aeroportuaria y la Policía Federal que coordinaron acciones junto a las Tropas de Operaciones Especiales de Santa Fe y allanaron 89 búnkeres de droga en Rosario.
Por aquellos días el Ministerio de Seguridad provincial pasó un listado a la justicia federal de 170 búnkeres en la ciudad. Hasta ese momento se habían demolido 37. Muchos de ellos habían pasado por la dinámica de ser arrasados dos o tres veces, ya que los transeros los reconstruían.
Berni dejó planteado un concepto que para los nativos había pasado de largo, quizás por naturalización. Dijo que en Rosario se daba un hecho insólito: todo el mundo sabía dónde se vendía droga, que eran lugares fortificados y que se sabía dónde estaban. Los vendedores no se escondían para vender y no les importaba que se supiera donde lo hacían. Era como ir a comprar al supermercado.
El ministro Berni le pidió a las autoridades del gobierno de Antonio Bonfatti, cuyo ministro de Seguridad era Raúl Lamberto, que “arrasaran con nueve búnkeres por día” mientras las fuerzas federales estaban en la ciudad. En la primera semana de hostigamiento ocurrieron cinco de los 254 crímenes que hubo en 2014, el cuatro año más sangriento de la historia por debajo de 2022 (287), 2013 (271) y 2023 (259).
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El jefe de la TOE era el fallecido Adrián Forni, quien explicó que el objetivo fue atacar “los búnkeres más fortificados” que se identificaron “a partir del conocimiento territorial previo”. Forni amplió: “En Rosario hay búnkeres muy atípicos, con un grado de fortificación que no se ve en otros lugares del país”.
Aquellos kioscos de drogas fueron descriptos como pequeñas edificaciones fortificadas que eran atendidos y custodiados por pibes jóvenes, básicamente pobres, que cubrían largos turnos confinados en estado de servidumbre sin baño ni agua potable.
La fortificación se justificaba por la posibilidad de una mexicaneada que podía venir de una banda rival o de algún sector de la policía. La única comunicación con el mundo exterior era la pequeña ventana por donde hacían el pase del dinero y la droga.
La diferencia entre las primeras demoliciones de búnkeres, a partir del 2012, es que “las decisiones fueron tomadas desde el Estado” y ahora “está siendo ejecutadas por el Estado a partir de una coordinación con la Justicia”, explicó un funcionario involucrado con la idea de eliminar los puntos de venta a partir de la adhesión de la provincia a la ley nacional de narcomenudeo que entró en vigor el 29 de diciembre pasado.
“Este es un enfoque nuevo y emblemático que trabajaba con mucha documentación de otras incidencias y que no caerá en la tentación de la persecución del perejil”, explicó. Antes de terminar su gestión al frente de la Seguridad provincial Claudio Billoni dijo que en Rosario había 197 búnkeres.
La última intervención del Estado provincial en un territorio bajo fuego ocurrió en 2016. Participaban el Ministerio Público de la Acusación (MPA) y el gobierno provincial, coordinando estrategias de los ministerios de Seguridad, Justicia, y Desarrollo Social, la secretaría de Estado de Hábitat y los gobiernos locales. Grandoli y Gutiérrez fue una experiencia emblemática de esa política. Maximiliano Pullaro era por entonces ministro de Seguridad de la provincia. Esta iniciativa no fue continuada tras el cambio de mando entre Miguel Lifschitz y Omar Perotti.