En el paso de los años el mea culpa y la autocrítica se instalan como fundamentales. Por ello, entre los católicos la discusión es tanto o más acalorada que puertas afuera. Para muchos de ellos, efectivamente, los obispos fueron "cómplices" de los delitos de lesa humanidad ocurridos en esos años. De hecho, la llamada "Iglesia cómplice" fue tempranamente denunciada por Emilio Mignone, militante de la Acción Católica en su juventud, padre de una hija desaparecida y activo impulsor de la lucha por los Derechos Humanos en el país desde finales de los años setenta hasta su muerte en la década de 1990. Por el contrario, otras voces dentro de la Iglesia consideran excesivo hablar de complicidad y recuerdan los documentos del Episcopado con cuestionamientos a la dictadura, sobre todo a partir de 1978. Si bien quienes esgrimen esta posición suelen aceptar que la Iglesia católica pudo haber hecho más, recuerdan que, en todo caso, dicho reclamo también le cabe a la mayoría de los actores políticos y sociales del momento: partidos políticos, sindicatos, cámaras empresariales, otras instituciones religiosas, referentes de la cultura. Si se adopta una perspectiva comparativa, es cierto, la Iglesia no sale tan mal parada. Por dar solo un ejemplo, en mayo de 1976, cuando diversos escritores visitaron a Jorge Rafael Videla, solo el sacerdote Leonardo Castellani intercedió, sin suerte, por el desaparecido Haroldo Conti. Lejos de ello, tanto Jorge Luis Borges como Ernesto Sábato se desvivieron en elogios al presidente de facto.
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La tensa unidad del catolicismo
Como he señalado en otra columna en este diario, lo que denominamos Iglesia o catolicismo está muy lejos de ser una entidad homogénea y disciplinada. Por el contrario, constituye más bien una constelación de grupos, fuerzas, tendencias y organizaciones a veces muy heterogéneas, con posiciones políticas y teológicas variadas e incluso contrastantes. En ese campo de disputas, los actores que dicen ser "la Iglesia" e intentan hablar en su nombre son numerosos y mantienen entre sí relaciones muchas veces de competencia. En este sentido, el problema principal no es tanto dilucidar cuál es la verdadera voz sino comprender que, en todo caso, desde un punto de vista sociológico todas lo son al mismo tiempo. Por tanto, a la hora de explicar lo que "la Iglesia" dice o plantea sobre tal o cual asunto es indispensable no perder de vista esta complejidad ni las disputas de sentido que rodean al propio significante católico.
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¿Una Iglesia cómplice?
Las diferencias políticas y teológicas del catolicismo de los años setenta impiden dar una respuesta unívoca. Cómo repasamos brevemente, los católicos se posicionaron de diferentes maneras frente a la dictadura y el terrorismo de Estado. No obstante, está claro que, como buena parte de los católicos suele lamentar, la Conferencia Episcopal, un actor clave en términos políticos, pudo haber hecho mucho más por defender los derechos humanos en aquel momento, incluidos los de sus propios fieles. Algo que, por ejemplo, efectivamente hicieron los obispos en Chile y Brasil frente a procesos represivos de similares características. En Argentina, lejos de ello, tanto el presidente del Episcopado, Adolfo Tortolo, como la mayoría de sus miembros, con más o menos entusiasmo según los casos, pidieron a los fieles acompañar al gobierno de facto. En Rosario, sin ir más lejos, Monseñor Guillermo Bolatti consideró durante la Semana Santa de 1976 que las amenazas a la patria podían considerarse "felizmente superadas".
Con la recuperación democrática los obispos intentaron algunos tímidos pedidos de perdón por lo sucedido. En 1996 en el documento Caminando hacia el Tercer Milenio y luego en el año 2000, durante la apertura del Congreso Eucarístico Nacional en Córdoba, ensayaron moderadas autocríticas. En ambos casos, sin embargo, se habló fundamentalmente de decisiones particulares y a título personal de miembros de la Iglesia y no de una responsabilidad institucional, lo que hubiera fortalecido el significado político de la acción. En parte por ello, a pesar de que ha pasado casi medio siglo, la discusión sobre el rol de la Iglesia durante la dictadura, tanto fuera como dentro del mundo católico, sigue, qué duda cabe, al rojo vivo.
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Tiempos tumultuosos
En la Argentina de los años setenta, la complejidad interna se tradujo en fuertes controversias. De hecho, el catolicismo se convirtió en un hervidero, en sintonía con lo que ocurría en buena parte de la sociedad argentina y lo que pasaba también en América Latina con el impacto de la revolución cubana y la radicalización del Concilio Vaticano II (1962-1965) en Medellín. Tracemos un brevísimo y apresurado mapa para orientarnos.
Por "izquierda" la constelación tercermundista veía en el Concilio el aval para una revolución en la Iglesia y en la sociedad misma. En la vereda de enfrente, los católicos integristas o, si se quiere, tradicionalistas, desde siempre cercanos a las Fuerzas Armadas, consideraban por el contrario que el Concilio no había cambiado nada y que organizaciones como el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM) hacían lecturas izquierdistas, sesgadas y malintencionadas de lo acontecido durante los papados de Juan XXIII y Paulo VI. Para algunos de ellos, tales lecturas eran directamente una consecuencia de la infiltración marxista en el catolicismo. Entre ambos polos había infinidad de posiciones intermedias que se inclinaban hacia uno u otro lado dependiendo del problema puntual que se estuviera tratando o el nivel de tensión de la coyuntura política. Todo este universo de tendencias que atravesaban al mundo católico se reflejaban a su vez en la Conferencia Episcopal, cuyos documentos dan cuenta de las difíciles piruetas retóricas que se hacían con el fin de mantener la unidad, al menos sobre el papel.
Según el historiador Martín Obregón, mirando solo a los obispos, es preciso hablar de al menos tres grupos o tendencias como mínimo. En un extremo del arco ideológico Obregón ubica a los llamados tradicionalistas. Más partidarios de la idea de "cruzada" y "conquista" que de la de "diálogo" auspiciada por el Concilio, evaluaban que frente a los cambios que vivían las sociedades y la "amenaza del comunismo", la Iglesia debía convertirse en una suerte de "férula" social en estrecha asociación con las Fuerzas Armadas. A mediados de los años setenta, aunque minoritarios en el Episcopado, controlaban obispados importantes como los de Rosario y La Plata y seminarios como el de Paraná. En el otro extremo, los renovadores entendían que con el Concilio Vaticano II se había puesto en marcha un proceso de reforma en la Iglesia que debía desenvolverse en diferentes planos, entre ellos el social. Lo que para los tradicionalistas eran peligrosos experimentos izquierdistas o directamente pruebas de la infiltración comunista en la Iglesia, para los renovadores eran ejemplos de un apego mayor a los principios evangélicos. Aunque también minoritaria, la tendencia renovadora contaba con varios obispados como los de Santa Fe, Goya, La Rioja, San Isidro y Viedma. Por otro lado, a nivel sacerdotal, aunque el MSTM se había disgregado a comienzos de la década de 1970, quedaba el recuerdo de los cuatrocientos sacerdotes que habían participado activamente de la agrupación así como el de la colaboración de numerosas religiosas.
Finalmente, entre ambos polos, Obregón identifica a los obispos denominados conservadores, la mayoría del cuerpo episcopal, para quienes los cambios del Concilio Vaticano II si bien necesarios tenían que aplicarse de manera lenta y pausada. De este modo buscaban evitar conflictos y priorizar la cohesión de la institución eclesiástica. En términos teológicos, además, realizaban una lectura moderada del Concilio, más en línea con lo que ocurría en Europa que con lo que sucedía en el resto de América Latina, y compartían con los tradicionalistas el miedo a lo que entendían era el creciente avance comunista en el país. Por otro lado, tras lo que había sido la ola de conflictos de finales de los sesenta entre obispos y sacerdotes en varias diócesis, subrayaban los principios de autoridad tradicionales de la Iglesia y rechazaban la reivindicación de la colegialidad en la toma de decisiones así como la idea misma de Pueblo de Dios alentada en los documentos conciliares. De todos modos, el rasgo probablemente más característico de este grupo fue el pragmatismo político, orientado a mantener la unidad del catolicismo y defender el lugar de peso que la Iglesia había alcanzado en la vida política e institucional del país.
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El Episcopado frente al golpe
Cuando en 1976 se produjo el golpe de Estado, esta división tripartita se repitió en el posicionamiento episcopal frente a la dictadura. En sintonía con las posturas conservadoras, el grueso de los obispos miró con moderada simpatía el golpe de Estado y apoyó la represión aunque, como señala Obregón, con carácter "limitada y encuadrada legalmente", planteando sus diferencias a través de reuniones reservadas. El peso numérico de esta posición acalló las voces de los renovadores que en muchos casos estaban sufriendo en carne propia la represión legal e ilegal. A pesar de ello, en Santa Fe, por ejemplo, el arzobispo Vicente Zaspe, amenazado por el autodenominado Comando Católico Anticomunista, siguió apoyando al sacerdote Edgardo Trucco al frente de la Basílica de Guadalupe, donde desarrollaba un trabajo social de base considerado filomarxista por sectores del Ejército y parte de la curia. En Goya, Corrientes, el obispo Alberto Devoto mantuvo en actividad a sus comisiones eclesiales de base y continuó apoyando la labor de las ligas agrarias, vistas con desconfianza por los sectores tradicionalistas de la Iglesia. Un último ejemplo: en el sur del país, el obispo de Viedma, Miguel Hesayne, puso en marcha una nueva devoción mariana, la Virgen Misionera, basada en la teología del pueblo, representada por una adolescente mapuche con un niño en brazos. En este sentido, no debe sorprender que, como ha constatado la socióloga María Soledad Catoggio, los "desaparecidos de la Iglesia argentina" fueran numerosos e incluyeron a figuras de la propia jerarquía, como el obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, beatificado recientemente por el papa Francisco.
Por el contrario, entre los tradicionalistas se reivindicó abiertamente el golpe de Estado, considerado un instrumento necesario para depurar no sólo a la sociedad sino también a la propia Iglesia. Para estos sectores, se estaba librando una cruzada contra la amenaza comunista en todos los rincones de la sociedad. Aunque numéricamente minoritarios, estos grupos habían tejido estrechos vínculos con las Fuerzas Armadas desde la creación del Vicariato Castrense en 1957 y con la llegada de Adolfo Tortolo a la presidencia de la Conferencia Episcopal lograron una influencia creciente. Durante los primeros años del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, dicha influencia fue clave para inclinar el fiel de la balanza dentro del Episcopado en favor de una posición favorable a la dictadura.
(*) Dr. Diego Mauro, es investigador independiente en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET), docente y coordinador del Doctorado en Historia, forma parte de la Red de Estudios de Historia de la Secularización y la Laicidad (REDHISEL) y coordina el Observatorio de Culturas Religiosas también de la Universidad de Rosario (UNR)
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