Fue amor a primera vista, un flechazo. Hace más de un cuarto de siglo. Por entonces, Punta del Diablo, uno de los últimos pueblos sobre el litoral norte de Uruguay, era muy distinto de como se ve hoy.
Por Silvina Dezorzi
Fue amor a primera vista, un flechazo. Hace más de un cuarto de siglo. Por entonces, Punta del Diablo, uno de los últimos pueblos sobre el litoral norte de Uruguay, era muy distinto de como se ve hoy.
Sobre las piedras de la costa había aún muchas casas con techos de chapa, la mayoría habitada por familias pescadoras, y hacia el norte una hilera de ranchos con cubiertas de paja que llegaba casi hasta el borde del mar. Tan cerca estaban que después de una tormenta, con pleamar, el agua solía avanzar hasta las puertas de entrada.
Seguramente, pasar las vacaciones en alguno de esos ranchos no era una opción válida para todo el mundo: la que nosotros le alquilábamos a un antropólogo de Montevideo no tenía luz, su heladera funcionaba a querosén como mejor podía, el agua era de pozo y había que bombearla. Y si se llegaba en auto la única alternativa era dejarlo un poco lejos para que no se enterrara en la arena que rodeaba la casa.
Como contrapartida, la vista del mar era excluyente. Cuando oscurecía, nos iluminaban velas y un sol de noche o el fuego de una chimenea de cuento. Dormíamos arrullados por el sonido de la rompiente y cada tanto éramos testigos de unas tormentas endemoniadas que se desataban mar adentro, con rayos y centellas que asustaban hasta al propio Neptuno.
En uno de esos temporales, recuerdo cómo se descalzó el techo de paja: subía y bajaba como la tapa de una olla en ebullición, con nosotros aterrados buscando protección bajo un tirante. Pero ya sabemos que está bien lo que bien acaba. Y es obvio: lo puedo contar.
Con el correr de los años, toda esa línea de construcciones irregulares sobre la playa en Punta del Diablo y otros pueblos costeros de Uruguay entró en una agenda turbulenta de debates sin tregua y acusaciones cruzadas entre los que querían conservarlas y los que las querían voltear.
Ganó la regularización dominial y la mayoría de esas casas terminó demolida, con mayor o menor fortuna para la fisonomía y el carácter de los pueblos. Incluso porque en algunos hasta quedaron a la vista para siempre los cimientos sobre la playa, una visión fantasmal.
Así que no hubo más ranchos con paja al borde del mar en Punta del Diablo, excepto unos pocos que quedaron –y aún quedan– en pie por ser vivienda única de pobladores. Poco a poco también ellos van desapareciendo.
Mientras tanto, el pueblo fue adquiriendo una cierta apariencia hippie chic, pero por suerte es tal la heterogeneidad de sus construcciones (en calidad, dimensiones y estética) que ese nuevo perfil tampoco logró quitarle encanto por más empeño que haya puesto la especulación.
En Punta del Diablo conviven casas tradicionales con densos techos de paja, viviendas humildes (en la zona de rocas, algunas incluso con riesgo de derrumbe o semiderruidas) y una enorme cantidad de cabañas que combinan ascetismo y sensualidad, aunque cueste conjugar esos términos.
La mayoría son casas relativamente chicas, con juegos básicos de geometría, colores intensos y entornos distendidos donde se mecen hamacas o humean parrillas. Muchas forman parte de complejos levantados para el turismo. Inevitable.
Excepto unas pocas pavimentadas, las calles son de tierra arenosa cada vez más surcadas por el paso del agua y flanqueadas por generosas cortaderas (en verano y otoño, muy florecidas). También hay enormes áreas de bosque, donde año tras año se van sumando construcciones guarecidas entre pinos.
El rasgo más interesante del pueblo, para mí, es que se ubique uno donde se ubique, casi siempre alcanza a ver el mar. Algo que no ocurre en la mayoría de las localidades que tiene cerca, como Aguas Dulces, La Esmeralda o La Coronilla, para poner tres ejemplos. Dicho sea de paso, tres buenas opciones de paseo.
Y pese a los grandes cambios de urbanización y apuesta inmobiliaria a los que Punta del Diablo tampoco logró sustraerse, su impronta pesquera se mantuvo. Prueba de eso es que en el centro mismo del pueblo, y eso es todo un decir, todavía se ven los barquitos de pesca, que según cómo pinte el tiempo salen o no a tirar redes.
A ese sector de la playa regresan con sus cargas plateadas y dejan los grandes cajones en los puestos que los esperan unos pocos metros más allá. Desde esos locales, una vez limpios, despostados o fileteados, los pescados salen a la venta para el pueblo.
Los barcos quedan encallados en la arena junto al viejo malacate y son la imagen cabal de que ese es Punta del Diablo, el mismo de siempre. Cuando los ilumina la luna, por más marinas que se hayan pintado, pasar de largo sin detenerse es criminal.
Como he ido durante tantos años, conozco cada perfil del pueblo. El del Rivero, el de la playa de los pescadores, el de La Viuda, el del faro de Punta Palmar. No son esas sus únicas playas.
Desde La Viuda hacia el sur, una vez que se llega al faro, se cruza la punta y tras unos doscientos metros de caminata aparece Santa María. Aislada, interminable, sin servicio de guardavidas, ni casas, ni surfistas, la mayoría de las veces sin nadie a la vista. Para andar horas en soledad radical, pero con máximo respeto a su oleaje.
Sobre el otro extremo del pueblo, es decir hacia al norte, se cruza a pie el cerro del Rivero en un pasaje con vistas increíbles hasta llegar a Playa Grande, la primera de una serie de abiertísimas bahías que ofrece el Parque Nacional Santa Teresa.
Una más linda que la otra. La playa del Barco y cerro Chato, Las Achiras y La Moza. Cada una con cosas por descubrir. Y detrás de esas playas palpita el ya casi centenario Parque Nacional Santa Teresa, al margen de las olas y la arena. Pegado además al fuerte del siglo XVIII, que también tiene lo suyo y vale la pena recorrerlo.
No sé cómo será en plena temporada porque las áreas de camping (y las casitas, los dormis y las cabañas alpinas) forman una oferta turística considerable en un entorno de belleza total, lo que me lleva a pensar que puede albergar a demasiada gente. Pero sí sé cómo se ve ese lugar en verano, o incluso en otoño ya, y no me alcanzan las palabras para elogiarlo.
Hay miradores de ballenas, un invernáculo, un sombráculo, senderos, un par de bares, una pajarera, cerros y lagunas. Y kilómetros y kilómetros de playa. Poca sombra sobre la arena, eso sí, pero un poco más allá el verde del bosque logra que hasta el aire se vuelva vegetal.
Paisaje lunar
Para alojarse en Punta del Diablo hay muchas opciones: parar en el sector de la playa del Rivero, en el de los Pescadores o en La Viuda. Por supuesto, están también las áreas de bosque y todo el centro, con mayor o menor proximidad a cada uno de esos puntos.
El pueblo tiene un encanto muy especial, así que cualquier elección vale la pena. Si se prefiere estar más cerca de los barcitos rústicos o de los pocos restaurantes levemente más estructurados, el centro de Punta del Diablo y las playas del Ribero o de Los Pescadores son las mejores opciones.
En lo personal, me quedo con el paisaje lunar de La Viuda. No solamente por la extensión de la playa para caminar hasta donde permitan el cuerpo y el deseo, sino también y sobre todo por el paisaje increíble que componen sus médanos altísimos y la omnipresente visión del faro.
Al anochecer, no hay mejor programa que caminar en soledad por esas montañas de arena barridas por el viento, desangeladas, en parte abiertas como por tajos al vacío. O dejarse caer por las pendientes ya frías. O sentarse a mirar los cambios de color que funden o contrastan el cielo y el mar.
Y por eso lo mejor es tratar de encontrar dónde alojarse bien cerca de la playa. Buscando, aparecen buenas opciones. Hay que resignar, a veces, el servicio del wifi o el uso de tecnología. Son elecciones muy personales. Y por supuesto, tampoco excluyentes.
Pero si uno se va de viaje a un lugar como Punta del Diablo (como a tantos otros), ¿no está bueno relajar costumbres, desenchufarse, disfrutar del silencio, tomarse tiempo para ver cómo cambia el mundo según las variaciones de luz?
Por la orientación de La Viuda, el sol aparece sobre el mar. Otro momento para detenerse. Es que en toda la zona hay verdaderos avistaderos. En el extenso roquerío que rodea el faro (y que con cuidado, por tratarse de una punta, se puede recorrer de una playa a la otra), las olas estallan con furia y ofrecen una experiencia potente. Otras veces, recortadas sobre el horizonte, se ven pasar ballenas y toninas. O jugar en el agua a una manada de lobos marinos.
Y cuando baja la marea, entre esas mismas piedras cubiertas de mejillones donde también se esconden erizos y caracoles, emergen las algas más maravillosas. Con ellas se elaboran los famosos buñuelitos de esa zona uruguaya, que en los bares suelen no ser demasiado generosos en su proporción de algas. Cuando uno se aficiona a juntarlas, entiende por qué. No es tan fácil y hay que encontrar el momento adecuado.
Pese a eso, salir a “cosechar” algas se volvió uno de mis deportes preferidos gracias a las lecciones que me dio Noelia, una de las mejores empanaderas del pueblo. Hay que saber dónde buscarlas y elegir las que son más verdes y lozanas, apenas salidas del agua. Después viene la parte más esforzada: cortarles la punta por la que se adhieren a las rocas y retirar cuidadosamente la arena y las conchillas que llevan pegadas. Un trabajo para no perder la paciencia, pero que tiene recompensa. Harina, huevo y algas, poco más que una dieta de sirenas.
Los pescadores aficionados también tienen para entretenerse. Y si no, para eso están los marineros de oficio, que casi todos los días traen pescado fresco. Pegados al puerto, sobre un rústico y poco pretencioso paseo artesanal, hay varios puestos de empanadas. Infalibles las de marisco o pescado y queso.
Hablemos con franqueza: seguro que Punta del Diablo no seducirá a los amantes de los shoppings y tampoco a quienes no pueden prescindir de ritos urbanos como el café. Este es un lugar para ponerse las ojotas y no volvérselas a sacar.
Cada vez que llego, mi primera impresión es que el pueblo está un poco alicaído. Ya ni lo digo porque sé lo que ocurrirá un rato después: respiraré dos veces el aire salobre de Punta del Diablo hasta hacer simbiosis con él. Volveré a leer todos los nombres diablescos con que pobladores y visitantes han bautizado casas, calles, bares, combis, negocios, chiringuitos.
Y en ese tiempo ínfimo me voy a acompasar con el ritmo tranquilo del pueblo, con su estilo áspero, despojado, como el de los que no se esfuerzan por hacerse querer. Yo, que soy una madeja de ansiedad, ni siquiera me voy a sentir apurada por llegar a la playa. Es un don que tiene el pueblo, domador de fieras. Parece un poder de santo, pero no, esta vez no es cosa de santos: es el puro poder del diablo.
Semana de Turismo
El pueblo se llena especialmente en algunas fechas: en la temporada más fuerte del verano, en Carnaval y en lo que en Argentina se sigue llamando Semana Santa, que en Uruguay se denomina Semana de Turismo. O Turismo a secas. Eso se debe a que hace más de un siglo el país oriental formalizó la separación entre el Estado y la Iglesia Católica, en el marco de un decidido proceso de secularización.
De hecho, aparte de Turismo, en Uruguay, Navidad se nombra como Día de la Familia, Reyes como Día de los Niños y el 8 de diciembre como Día de las Playas. Por estos días, Punta del Diablo se prepara. Y desde este lado, la tentación de volver renace.
Por Lucas Ameriso