“Si no sigues a alguien te sientes muy solo. Permanece solo, pues”. Jiddu Krishnamurti.
“Si no sigues a alguien te sientes muy solo. Permanece solo, pues”. Jiddu Krishnamurti.
El monje y filósofo catalán Raimon Panikkar manifestaba muy a menudo que “una casa prefabricada es un delito de lesa cultura”. Simplemente porque la casa es siempre una construcción colectiva fruto de vivir juntos. Nunca es sólo estructura o un montaje sin vida. Su reflexión aludía de forma crítica a las distintas prácticas de mindfulness o de autoayuda que son moda en el mundo financiero, las clases altas y medias de los países centrales (y por qué no algunas urbes de la periferia). Yoga, meditaciones variopintas, prácticas de respiración, pausas laborales con gym en el lugar, ayunos intermitentes, o regímenes de alimentación con productos súper sofisticados, son entre otras las casas prefabricadas del sentirse bien. La filosofía y la psicología solapan su ciencia y dan paso a las prácticas milenarias que se mercantilizan y envasan a gusto de consumidor del turbulento siglo XXI. No se trata de un juicio moral y mucho menos de un reduccionismo ideológico, sino más bien de observar lo que encierra, lo que oculta como comportamiento colectivo. Quizás lo podríamos resumir en una sola frase: combatir el malestar, los sufrimientos y la tristeza de la vida comprando una mercancía que aparenta no serlo o promete bienestar. Un envoltorio de sabiduría milenaria que se convierte en un Buda de jardín.
Esta particular lógica de apoderamiento mercantil también lo sufre la educación. No se trata de las ecuaciones econométricas ya criticada hasta el hartazgo. Ya observamos en libros y publicaciones varias las cuestiones relativas al número de alumnos, deserciones, modo de asignación del presupuesto eficiente, rendimientos eficaces, cheques y vouchers. El presente muestra una disputa mucho más compleja hacia dentro del sistema educativo. Nos alejamos de los consejos del Banco Mundial de la década del 90 para el logro de calidad educativa. Una serie de interrogantes nuevos acechan al sistema educativo: ¿qué hacer con el cansancio, la desconfianza sembrada sobre el sistema educativo, la crítica constante y la fatiga a los docentes o el desprestigio de lo público?, ¿qué hacer con imaginarios niños creativos que la escuela anula?, ¿como controlar niños “fuera de agenda familiar” con amor y contención?, ¿dónde esta la escuela de los diferentes, la que brinda tranquilidad, la que soluciona los problemas, la que devuelve niños con todo resuelto y que al llegar a casa solo piden pijama y sueño?, ¿dónde está la escuela de directivos y maestros confiables y compañeritos amigables como El Principito de Saint-Exupéry? Una y mil veces nos resuena en estos últimos años el juicio del genial Einstein: “La educación es lo que queda después de que uno ha olvidado lo que aprendió en la escuela”.
En Estados Unidos —por tomar un país de larga tradición de escuela pública moderna— la evolución del comportamiento social ante la desconfianza escolar ha generado respuestas que merecen atención. Desde la homeschool —escuela en casa— hasta la compra de franquicias de innovaciones, pasando por las comunidades virtuales, las respuestas afloran de forma numerosa en estas últimas décadas. Ni hablar de las nuevas propuestas o branding de escuelas secundarias que pretenden poner fin al conocido formato en crisis terminal.
En nuestro país, uno de los formatos más expandidos para dar respuesta a la educación soñada o anhelada por los padres millennials es el desarrollo de las escuelas Montessori. Hasta se habla al respecto de un espacio de inversión de grandes jugadores del capitalismo digital. ¿Por qué no invertir en la apertura de una escuela Montessori?
Su nombre deriva del método educativo creado por la médica y pedagoga italiana María Montessori a fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Como ya advertimos, no estamos interesados en arremeter de manera fácil contra la creadora y mucho menos discutir sus aportes a la pedagogía. Su vida y lucha admiten críticos impiadosos que no le perdonan sus acuerdos con el fascismo italiano y fanáticos que alaban su feminismo fundante y profético. Como diría Borges, hay vidas en la que caben muchas vidas y la de María Montessori es una de ellas. El método Montessori, según sus propios promotores oficiales, se caracteriza en primer lugar por el ambiente educativo. El mismo debe combinar la simpleza con el orden y la belleza. Cada elemento tiene una razón de ser para el niño y para los adultos facilitadores. En general las aulas son agrupadas por edades en períodos de 3 años como herramienta que facilita la socialización y la solidaridad: “El ambiente preparado ofrece al niño oportunidades para comprometerse en un trabajo interesante, elegido libremente, que propicia prolongados períodos de concentración que no deben ser interrumpidos. La libertad se desarrolla dentro de límites claros que permite a los niños convivir en la pequeña sociedad del aula. Los niños trabajan con materiales concretos científicamente diseñados, que brindan las llaves para explorar el mundo y para desarrollar habilidades cognitivas básicas. Los materiales están diseñados para que el niño pueda reconocer el error por sí mismo y hacerse responsable del propio aprendizaje”. En este marco, el docente, orientador o instructor es un observador y un guía que ayuda y estimula al niño en todos sus esfuerzos. Le permite actuar, querer y pensar por sí mismo, ayudándolo a desarrollar confianza y disciplina interior.
Como ya dijimos, no esta en el espíritu de esta nota criticar los aportes de María Montessori y de otros tantos pedagogos y científicos que conforme avanzaba la escuela obligatoria cuestionaban la dimensión homogeneizadora del sistema educativo moderno. Dedicamos un capítulo de nuestro último libro a este debate de los paradigmas. Hoy nuestro desconfianza es otra y se relaciona con “la mercantilización de un método más allá del método”. Todas las escuelas Montessori en el mundo son privadas y sus recursos didácticos tienen un royalty tan caro como injustificado. Sus crecimiento novedoso obra como la creación de lo que denominamos “countries educativos”, en el que el método actúa como paredón que aísla la “impureza” de la “sospechosa escuela pública”. La promesa de la poca intervención docente, suele promocionarse en clave de éxito con el nombre de las figuras que han estudiado con dicho método. Los vendedores de “la marca original” aseguran que desde García Márquez hasta Jeff Bezos han estudiado en escuelas Montessori. La publicidad presenta una “concomitancia de variables” diría el viejo Durkheim: ¿Si tantos han estudiado con el método, porque solo uno escribió Cien años de soledad o inventó Amazon? ¿Y los otros? Estamos propensos a creer que la aparición cada vez más numerosa de escuelas Montessori son como el Buda de Wall Street y son parte como decía Foucault del nacimiento de un “nuevo arte gubernamental” que se presenta como administrador y productor de libertad en la que los ciudadanos ya no son sujetos pasivos y homogéneos que esperan ordenes. Ahora hay que preparar niños y jóvenes creativos para la nueva productividad digital.
El yoga es algo un poco más serio que sentarse en silencio en canastita y hacer ejercicio de respiración. La educación es algo más complejo que la atención y la reacción creativa de niños vivaces de buena posición social. Nadie niega los aportes de María Montessori, incluso sus polémicas. Pero ni el espíritu ni el intelecto del mundo merecen un Buda y una Montessori de jardín.