Adela Basch se sienta y abre un libro. Se pone a leer Edelmira Latele, ese cuento donde una nena discute con su madre sobre si la verdad es lo que muestra la tele o la vida real que ve por la ventana. La escuchan decenas de personas que asistieron al Encuentro de Narración Oral realizado semanas atrás en Rosario. Allí Adela habla de los libros prohibidos durante la dictadura por “exceso de imaginación”. Y sobre los 40 años de democracia lanza una doble invitación: a escuchar a los chicos y sobre todo a no subestimarlos, creyendo que por ser niños o niñas no van entender qué significa ese concepto.
Adela Basch es egresada de la carrera de letras, escritora y editora especializada en literatura infantil y juvenil, un área donde es referente y una de las autoras más leídas y trabajadas en las escuelas de la Argentina. Dejame ser la Negra María y otros cuentos, Rosario Vera Peñaloza, un homenaje a la escuela y su coraje, y En el recreo me divierto y leo son algunas de sus obras publicadas. Los libros, las lecturas y esos lectores imaginarios la acompañan en su trabajo, pero es en la naturaleza donde se siente más cómoda para escribir. “Una de las cosas más lindas que tiene un río es que uno puede sentarse en la orilla para inventar un cuento y ver cómo va pasando el agua”, escribió en la presentación de Abran cancha que aquí viene Don Quijote de la Mancha, una obra teatral con la que se dio a conocer hacia fines de la década del 70.
Para la escritora, una de las claves de la lectura es que al desplegar la imaginación, ésta “nos dice que se puede romper el molde, que la vida se puede transformar”. Dice que disfruta mucho del encuentro con sus lectores, grandes y chicos. De hecho, antes del Encuentro de Narración Oral, la escritora estuvo invitada en una feria de libros organizada por el colegio Santa Marta, de la localidad santafesina de Pilar (departamento Las Colonias).
—¿Con qué te encontrás en esas visitas a las escuelas y en el diálogo con los chicos? ¿Notás un trabajo previo con tus textos?
—En general hay un trabajo previo. El día que se inauguró la feria en Pilar había un grupo de tercer grado que representó casi todo Abran cancha que aquí viene Don Quijote de la Mancha, mi primer libro publicado. Hicieron algunos actos de esta obra, entonces había varios Quijotes y Dulcineas, lo que demuestra que estuvieron trabajando un montón con esto. Pero más allá de si hay o no trabajo previo, para mí lo interesante es el encuentro vivo con los chicos y con las chicas. Lo que pasa en el momento cuando yo leo con ellos. Me encanta leer con ellos. En el momento de la lectura hay una intimidad que se crea, que para mí apunta al centro mismo del universo que se despliega al leer. En general los encuentros con chicos tienen como dos momentos: primero yo pido que me dejen leer, que haya un momento de lectura; y después un momento donde los chicos me hacen preguntas o una entrevista. Hay muchas cosas que los chicos quieren saber, pero en última instancia casi todas las preguntas se reducen a algo que yo también me pregunto a veces, que me trato de responder, pero que me doy cuenta que no tengo la respuesta realmente clara: de dónde sale lo que uno escribe, de dónde salen los cuentos, de dónde salen las ideas. Casi todas las preguntas desembocan en eso.
—De todas formas, en tu primer libro hay una reflexión donde hablás de “mirar el río ponerse a inventar un cuento”. ¿Qué importancia tiene en ese trabajo la naturaleza?
—Hay un vínculo con la naturaleza muy fuerte. Abran cancha... lo escribí prácticamente todo en el Delta, en el Tigre, muy cerca del río. Tan cerca que en esa época escribía con una Olivetti portátil y a veces imprudentemente no ponía nada que pise las hojas y entonces se las llevaba el viento. Me resulta más fluido escribir si estoy cerca de la naturaleza. Puede ser un río, una montaña, el campo.
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Foto: Sebastián Suárez Meccia / La Capital
—Y en estos encuentros en las escuelas, ¿qué te transmiten los docentes con respecto al ejercicio de la lectura? Desde ideas a preocupaciones.
—Muchas veces me transmiten preocupaciones. Como cuando me preguntan “cómo hago para que los chicos lean”. Yo trato de tomar eso con delicadeza, pero no puedo dejar de preguntar “¿vos leés?”. Porque ahí está un poco el origen de todo. Tampoco busco que se sientan mal ni mucho menos, porque a veces te dicen “no tengo tiempo”. Pero yo les digo que estoy convencida que si vos transmitís pasión por la lectura, ellos —los chicos y las chicas— van a querer leer. Y los docentes en general son permeables a lo que se les pueda decir. Pero muchos me transmiten esa preocupación de cómo hacer que los chicos lean y empiezan con que están todo el día con el celular o que están con los jueguitos. Yo creo que hay espacio para todo si les leés con ganas, si les buscás algo que a ellos les guste y si lo único que pretendés es que disfruten de la lectura y no les estás pidiendo nada a cambio, no les pedís que hagan tareas. Porque la literatura no es para hacer tareas. Siempre les digo que la literatura es para disfrutar y para que se te abra una perspectiva nueva del mundo que no habías visto antes de leer ese libro. La clave es el disfrute, ese es el comienzo de todo. Si a alguien le interesa formar lectores el comienzo es que disfruten.
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Foto: Sebastián Suárez Meccia / La Capital
—¿Y en tu biografía escolar tuviste algún docente que te haya transmitido esto?
—Tuve la fortuna de tener una bibliotecaria en la escuela primaria que iba por las aulas diciendo “acaba de llegar este libro”. Nos contaba una pequeña síntesis y después en el recreo hacíamos cola en la biblioteca para sacar libros, porque ella nos hacía enamorar de los libros. Tuve varias maestras y un maestro varón que nos leía cosas interesantísimas. Lo que más recuerdo con él eran los poemas de Rubén Darío, Alfonsina Storni, Gustavo Adolfo Bécquer, Juana de Ibarbourou. Había algo fascinante de escuchar esto, para mí y creo que para muchos de mis compañeros de la escuela.
—¿Cómo te imaginás a tus lectores?
—Yo me imagino a mis lectores sobre todo cuando estoy escribiendo. En el momento de escribir es como si estuvieran conmigo y me van diciendo “esto que escribiste acá es un plomo, fijate que esto no va, modificalo, esta parte se parece mucho a algo que pusiste en tal libro, te estás repitiendo”. Lo siento todo en el coco en el momento de la escritura. Pero a veces también me dicen “eso está bien, seguí así”. Hay algo de los chicos que lo tengo como internalizado cuando escribo. Ahora, yo los imagino con una gran diversidad en este momento, tal vez porque hace muchos años que viajo por todo el país literalmente de Ushuaia a La Quiaca y por otros países de habla hispana. Me los imagino de diversas edades y situaciones socioeconómicas, pero siempre me los imagino como que van por delante mío, entonces mis intentos de sorprenderlos por lo general no funcionan porque ellos van más allá. Ellos son los que me sorprenden a mí cuando tengo trato directo con ellos. Las cosas que me dicen me dejan boquiabierta. Me los imagino muy exigentes, que no se conforman con cualquier cosa, que no van a leer cualquier cosa y que si es aburrido lo van a dejar al libro sin ningún problema. Así me los imagino ahora: súper exigentes, con más viveza, casi diría con una imaginación más exuberante que la mía. Entonces tengo que poner mucha energía para que les pueda interesar lo que yo escribo.
—En tu charla en el Encuentro de Narración Oral hiciste mucho hincapié en la escucha.
—A mí me parece que es importante escuchar a otros. Los seres humanos en este momento, por lo menos en nuestra sociedad, tenemos dificultades para escucharnos. Por algún motivo no estamos dispuestos a ofrecerle mucho de nuestro tiempo a otro para escucharlo. Y tampoco es que usemos siempre nuestro tiempo en algo muy valioso. Estamos como con una especie de murmullo mental, un ruido permanente y no estamos dispuestos a hacer silencio para escucharnos. En mis obras de teatro hay una abundancia de malos entendidos que terminan teniendo un efecto de humor, pero en realidad lo que ahí estoy expresando es esta dificultad de escuchar lo que me están diciendo. Como que pareciera que no hubiera mucho interés en escuchar al otro. Hay un poco de indiferencia.
—Más de una vez hablaste de la escuela como el único lugar donde muchos tienen acceso en lectura, porque no todos tiene un hogar lector. ¿Qué le podés recomendar a las familias?
—Para mí sería bueno que en la familia se hiciera un tiempo para leer juntos. Cuando los chicos son muy chiquitos, que el padre, la madre, la abuela o quien sea, le pueda leer un rato algo a los chicos. Eso es importantísimo. Después, cuando son más grandes, pueden leerse todos a todos, compartir aunque sea media hora de lectura dos veces por semana o lo que se pueda, pero que haya un espacio en la vida familiar para eso. Lo que pasa es que hay muchos padres que no lo hacen porque ellos no lo tuvieron y no saben cómo hacerlo tampoco. Yo he participado de experiencias en jardines que se llaman “desayuno literario”, donde se les avisa a los padres que cuando vayan a dejar a los chicos se queden un ratito, lo que puedan. Entonces los chicos en vez de ir a la sala se juntan con los adultos en un espacio y alguien les lee un cuento. Después se desparraman un montón de libros por el piso y se les dice a los padres de lo bueno que es leerle a los chicos, de los vínculos que se establecen, de cómo los chicos disfrutan esa lectura y cómo un adulto puede disfrutarlo también. Entonces se los invita a que elijan algo de lo que está ahí y que lean algo a sus hijos o a otros chicos. Para mí esa es una experiencia que también se podría hacer en la escuela primaria. Pero muchos padres no saben cómo hacer porque no lo estuvieron ellos, nadie les leyó. Bueno, entonces démosles en la escuela un espacio para que aprendan a hacerlo.