Cuando los poetas rosarinos que ya llevamos medio siglo sobre la tierra teníamos la estúpidamente elogiada edad de veinte años, mirar hacia atrás no era para nosotros una misión traumática. A pesar de que nos rodeaban el autoritarismo y la aridez de la cultura dictatorial, en nuestro propio terreno —la vilipendiada, subestimada, ninguneada poesía— y nuestra propia ciudad el pasado era amigo, no enemigo. Para nosotros, quienes estaban en el escalón inmediatamente anterior no eran (como suele ocurrir) blanco de violentas denostaciones ni objeto de burla, sino compañeros, tipos que habían emprendido un camino sin creérsela, ajenos a solemnidades y soberbias.
Creo que Guiamet, Sietecase, Prieto, Taborda, Bondaz, Aguirre, Helder o Previgliano (por citar sólo algunos nombres) suscribirían lo que digo sin vacilaciones. Con las diferencias que teníamos y acaso aún tengamos, me animo a decir que todos encontramos en nuestros predecesores inmediatos —los poetas de la generación del setenta— interlocución y generosidad, posibles espejos donde mirarnos.
Para sintetizar el derrotero de estos “veteranos” existen dos nombres emblemáticos, el de las ya legendarias revistas que los nuclearon: el lagrimal trifurca (así, en vallejeanas minúsculas) de los Gandolfo, D’Anna, Diz y Wolpin, La Cachimba de Isaías, Colussi, Pidello, García Brarda, Piccioni. En mi caso, el contacto personal de varios de ellos con mi padre me posibilitó leerlos desde la más temprana infancia: todavía me acuerdo de mí mismo leyendo sobre las baldosas del gran patio de la casa de Arroyito un poema del Turco Isaías publicado originalmente en una plaqueta. Ese poema sigue siendo uno de los que más me gustan de Isaías: Marmairé, o los otoños insurgentes.
¿Cuál era el secreto de estos tipos, que lograron resumir el espíritu de sus mejores predecesores y proyectarlo hacia el futuro, que por entonces éramos sólo nosotros pero ahora incluye a muchos más?
¿Qué les permitió dejar de lado retóricas gastadas y renovar la poesía rosarina a partir de una obstinada vocación de diálogo?
Mientras enciende con fervor un cigarrillo, Eduardo D’Anna —quien tendrá a cargo la conferencia inaugural del Festival, “La belleza de lo cercano y de lo lejano. Poesía rosarina de los años 70”, y que es de todos ellos quien más ha abordado la poesía en el rol de crítico e historiador de la literatura rosarina— intenta descifrar el enigma: “A nosotros no nos interesaba el texto, sino el lector —dice—. Nuestros hermanos mayores, por llamarlos de algún modo —estoy hablando de Vila Ortiz, Oliva, Sevlever, Ielpi— eran poetas a quienes yo llamo «demiúrgicos», que no hablaban del mundo sino que creaban uno propio. La mayoría de nosotros —las excepciones son Pidello e Isaías, aunque te parezca increíble— no tenía ese rasgo”.
—¿Por qué Isaías es un poeta “demiúrgico”?
—Porque genera un Macondo, que es Los Quirquinchos. Algún ingenuo habitante de esa localidad puede llegar a creer que Isaías habla de Los Quirquinchos, pero en realidad habla de “su” Los Quirquinchos, una realidad que construyó él mismo. Isaías es un poeta de Rosario, que consiguió las claves acá. Y que construyó una epopeya, una epopeya por cierto muy popular. Para nosotros, por otra parte, Pidello era un misterio. Tenía un poema que decía así: “¿Adónde va/ la luna/ de los pájaros?”. Y entonces con Elvio (Gandolfo) nos mirábamos y decíamos: “¿Adónde va... la luna de los pájaros?” (risas). Detrás de Pidello están Vallejo y Gelman, y también Apollinaire y Cendrars. Pero su poesía es una construcción, es demiúrgica.
—¿Y se puede hablar de una característica común entre ustedes?
—Lo primero es que todos usamos un lenguaje muy llano, eso es generacional. Y después, te repito, es que nos interesaba más el lector que el texto, porque nosotros siempre fuimos básicamente lectores, y también espectadores de cine. El lagrimal fue una revista hecha como nosotros hubiéramos querido leer una revista. Si uno escribía es porque leía. ¿Y qué leía? No sólo los grandes clásicos, sino ciencia ficción e historieta.
—Había, entonces, cierta rebeldía.
—Por supuesto: nosotros éramos rebeldes, también en la escuela, y no sólo ante el profesor de educación democrática que intentaba enseñarte que podía haber democracia con proscripciones sino ante el profesor de literatura, que pretendía que vos te pusieras a la altura de Garcilaso. ¡No! ¡Que se ponga él! ¿Qué culpa tengo yo de que haya nacido cuatrocientos años antes? Es culpa de él... En cambio, para los poetas anteriores había que estudiar, aprender, y no era perdonable que no se supiera quién fue Rimbaud o Apollinaire. Y no sólo el poeta, también el lector tenía que saber. Pero en realidad había mucha hipocresía en torno de los que decían “entender” un texto.
—Volvamos sobre la entronización del lector...
—Exacto, entronización: para nosotros el lector era un juez inapelable. Como decía el Negro Fontanarrosa: si el lector dice “me aburrí”, entonces el escritor fracasó. Antes, en cambio, el lector era siempre el que no sabía, el boludo.
—¿Y ustedes tenían conciencia de la “rosarinidad” literaria?
—No teníamos conciencia de nada (risas), excepto del lector.
—¿Y había una noción de antepasados, de predecesores?
—Eso sí. Cuando descubrimos a (Felipe) Aldana nos quedamos mudos: ese era nuestro predecesor. A (Facundo) Marull lo descubrimos más tarde. Pensá que nosotros no teníamos un fundamento teórico. Lo único que teníamos claro era el consumo de una literatura alternativa. En nuestro grupo era concebible que alguien dijera “leí el Quijote y me aburrió”. Ahora todos los poetas son licenciados en letras o doctorados en las pelotas, nada que ver con nosotros. El único universitario en el grupo de el lagrimal era yo, y no lo sentía precisamente como algo positivo.