Cuando política y económicamente se quiere descalificar a un país, la primera referencia que aparece es la comparación con las pobres naciones africanas sumergidas en el subdesarrollo crónico, la pobreza estructural y el permanente enfrentamiento político y bélico interno. Hace pocos días lo hizo el presidente de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, Adelmo Gabbi, para cuestionar la marcha económica de la Argentina: “Faltan inversiones y, sobre todo, inversiones internacionales, que no pueden llegar por nuestra calificación de país fronterizo. En América no hay ningún país fronterizo, hay que remontarse a África para encontrar países que tengan la calificación que tenemos nosotros. Nuestro país es fronterizo porque no hay libre flujo de capitales. Quién va a venir a invertir a un país donde después no se pueden retirar las utilidades o no se pueden ir con los dólares cuando quieren”, remarcó.
Casualmente, también en octubre, uno de esos países que el titular de la Bolsa llamó “fronterizo”, probablemente en el sentido lato de la palabra al asociarla con los trastornos emocionales de una personalidad inestable, celebrará elecciones presidenciales. Es Burkina Faso, una pobre y casi desconocida nación africana subsahariana ubicada en el noroeste del continente y sin salida al mar.
Burkina Faso tiene uno de los peores indicadores a nivel mundial en casi todo. El 70 por ciento de su población, de unos 13 millones de habitantes, es analfabeta. En cuanto a su economía, el 80 por ciento de los habitantes dependen del trabajo agrícola de subsistencia, por lo que el aporte de lluvias o las sequías marcan la diferencia entre la vida y la muerte. En términos políticos, hace un año una revuelta popular encabezada por un grupo de músicos raperos llamado “Escoba ciudadana” puso fin a 27 años de dictadura cívico-militar y el nuevo gobierno de transición convocó a elecciones para el mes próximo, pocos días antes de los comicios en la Argentina.
Una cosa es investigar las cifras y leer fríos indicadores de un país y otra es poder ver en imágenes sus consecuencias. El fin de semana pasado la televisión alemana, la Deutsche Welle, emitió un programa especial sobre Burkina Faso, entrevistó a los músicos “revolucionarios” y mostró las condiciones de vida de la gente. Con la excepción de algunas zonas de la capital, Uagadugú, donde aún quedan vestigios coloniales (el país se independizó de Francia en 1960) el resto parece sumergido en la más absoluta carencia, entre las que se destacan los servicios sanitarios y de salud, que originan que la esperanza de vida al nacer no llegue a los 50 años.
El grupo rapero que lideró la revuelta no se conformó con sacar del poder a la tiranía gobernante sino que ahora intenta llevar a cabo tareas de acción social. Una de ellas, lo registró el informe televisivo, fue la entrega de cuatro rudimentarios tambores de hierro a los habitantes de un barrio para que arrojen allí los residuos, ya que el basural próximo a sus precarias viviendas se tornaba insoportable. Esa zona es lo más parecido a las villas miserias de la Argentina, donde viven miles y miles de personas.
Comparaciones. ¿Qué tienen de común la Argentina y Burkina Faso? En los números e indicadores sociales, casi nada. La Argentina exhibe uno de los índices más altos de alfabetización de América latina, integra el grupo de las 20 economías más industrializadas y emergentes del planeta y cuenta con un extenso territorio y miles de kilómetros de costas marítimas. Se ha destacado siempre por ser un país generador de alimentos y es el tercer productor mundial de soja y el primer exportador de aceite de esa oleaginosa, que sale mayormente desde el cordón industrial santafesino.
Sin embargo, esta realidad de ensueño para cualquier país africano, no decanta en este país en bienestar para todos sus 42 millones de habitantes, muchos de los cuales viven aún en condiciones semejantes a los de Burkina Faso, con la consiguiente generación de desigualdad, marginalidad y violencia urbana que se padece a diario.
¿Se habrá preguntado el presidente de la Bolsa de Buenos Aires qué responsabilidad le corresponde a él y a la dirigencia empresarial y política de todos los tiempos (podría decirse de los últimos 60 años) para que con tamaña bendición natural de riquezas no se haya logrado erradicar la miseria en la Argentina? Una dramática demostración de esta situación fue el caso, esta semana, del adolescente chaqueño muerto por tuberculosis y desnutrición.
No es difícil advertir que no sólo se trata de contar con los recursos económicos necesarios sino con el aporte de la política y sus instituciones para que no se produzcan distorsiones en la distribución del ingreso, algo que sin duda viene ocurriendo en este país y en toda Latinoamérica en las últimas décadas, más allá de mejoras temporarias que no son estructurales. Si recursos ha habido siempre, lo que ha fallado es cómo se han utilizado y hacia dónde han sido orientados, en una palmaria demostración del fracaso dirigencial del país.
Tal vez el ex fiscal del juicio a las juntas militares y de la Corte Penal Internacional de La Haya, Luis Moreno Ocampo, se haya aproximado a la definición del problema argentino. En una nota de opinión que escribió hace unas semanas para el diario Perfil, titulada “El caso Amia y el funcionamiento de las instituciones en la Argentina”, escribió lo siguiente: “El juicio por la investigación de la Amia expone delitos cometidos durante la investigación de ese ataque terrorista pero también un problema que llega hasta nuestros días y se proyecta al futuro: el funcionamiento ilegal de nuestras instituciones. Hay dirigentes políticos que protegen criminales, hay agentes de inteligencia que torturan en democracia, hay policías que se dedican al delito y hay jueces y fiscales que forman parte de la trama criminal que garantiza la impunidad”.
Ese dramático escenario que describe Moreno Ocampo es el que se aprecia con claridad en la película “El Clan” que protagoniza por estos días Guillermo Francella en el papel de Arquímides Puccio, un violento ex servicio de inteligencia de la dictadura que creó una asociación familiar ilícita para secuestrar personas que conocía, cobrar rescates y asesinarlas. Puccio y su familia comenzaron su “industria sin chimeneas” en 1982, sobre el final de la dictadura, pero recién cayeron en 1985, poco después del comienzo de la democracia cuando perdieron protección política. Antes, a pesar de que sus conversaciones con los familiares de los secuestrados estaban grabadas por la policía y que ocultaban a las víctimas en su propia casa, “trabajaban” tranquilos. Pero al quedarse sin respaldo en las esferas del poder, fueron descubiertos. Así parece funcionar el país desde tiempos inmemoriales y ese el mayor y trascendente mensaje de esa buena película argentina.
Tres décadas después de la caída del clan Puccio se podrían recordar alzamientos militares, golpes de mercados que desalojaron presidentes, hiperinflaciones, casos de corrupción generalizada, represión y hasta casi la fragmentación nacional en la crisis del 2001.
Pero una situación, fuertemente institucional, retoma la idea de Moreno Ocampo sobre la esencia del país: un fiscal federal, Alberto Nisman, que investigaba el mayor atentado de la historia en suelo argentino apareció muerto de un disparo 24 horas antes de que se presentará en el Congreso para dar explicaciones sobre una polémica denuncia que había formulado contra la presidenta de la Nación por el más que extraño memorándum de entendimiento con Irán. Pasaron casi ocho meses de esa muerte y todavía la Justicia no determinó si se suicidó o lo asesinaron.
Fuera de toda relación con el caso Amia y su muerte, se sospecha que Nisman utilizaba dinero público para una licenciosa vida privada, que manejaba un auto de alta gama de una empresa particular y que era titular de una cuenta en el exterior a la que en sólo pocos meses le habían depositado poco más de 600 mil dólares. ¿De dónde provenía ese dinero y por qué se lo pagaron?
¿Es el caso Nisman una síntesis de lo que ocurre en la Argentina?
Más datos complementan esta idea: a esta altura de la democracia argentina en provincias con rémoras feudales y caudillescas se queman urnas de una votación, se reprime a la gente en una plaza, desaparecen cámaras de seguridad y a 20 días del comicio aún no hay un ganador.
A nivel nacional, una oposición furibunda con apoyo desde el poder real argentino intenta desalojar del gobierno, por cualquier medio, al kirchnerismo y sus retoños. Mientras que desde el oficialismo se aferran al poder sin poder advertir que los ciclos políticos son finitos y que la alternancia en el gobierno, si ocurre, no es ninguna tragedia.
Queda claro que el problema de la Argentina es institucional, de sus dirigentes y no de falta de recursos económicos para desarrollarse y terminar con la marginación generadora de inseguridad, una de las mayores preocupaciones de la sociedad.
En Burkina Faso son pobres en el más amplio sentido de la palabra, aquí somos más ricos, pero incapaces de que esa riqueza se convierta en desarrollo sostenido. Habrá que pensar el porqué.