Alberdi soñó con un país homogéneo. La libre navegación de los ríos, el ferrocarril, en fin la revolución de los transportes que en su época ya se anunciaba, le hacían pensar que la Argentina podía a desarrollarse tanto en, digamos, Jujuy, como en Buenos Aires.
Era una concepción espacial de la desigualdad, justificada por la geografía de embudo que tenemos, que pone a Buenos Aires en el estrecho pasillo de entrada al territorio, que se abre después en forma inconmensurable, pero dependiendo de esa mezquina entrada.
En realidad la desigualdad, si bien había empezado por esa razón, ya no era meramente espacial. Ya en esos tiempos el predominio de la que después fue la Capital Federal estaba principalmente en el campo de la cultura.
Buenos Aires había tenido tiempo y riqueza para generar recursos humanos suficientes para atender a las tareas de organización del Estado, y le sobraban para dedicarlos al cultivo de las artes. Había ya diferentes escuelas literarias, y ciertos escritores hasta tenían que exiliarse porque incluso se daba el caso de que a Rosas no le gustaba cómo pensaban. En el interior, en cambio, había que retener a algunas personas, disimulando su carácter de unitarias, porque si se las echaba, no había quién se ocupara de la Justicia, o de la educación, o del periodismo, o de la historia.
Aunque el camino hacia la institucionalización llenó de optimismo a los argentinos del interior, seguía faltando gente. Era mucho lo que había que hacer, y eran pocos los preparados para hacerlo. Lo que la metrópolis había aprendido a través de errores y aciertos a lo largo de los años, las provincias tenían que improvisarlo rápidamente.
Al principio se vivió la ficción de la igualdad, pero pronto se advirtió que no era lo mismo ser artista o escritor en Buenos Aires que en un lugar de las provincias. Por muchas razones, pero fundamentalmente por una: quien publicaba en Buenos Aires tenía recepción en todo el país; quien publicaba en una provincia sólo era leído en esa provincia.
Lo que ocurrió con el folletín es una prueba acabada de ello: el folletín era un género, considerado “menor” por los académicos, pero de gran popularidad. Prestaba la misma función que la telenovelas actuales, o las radionovelas de hace cincuenta o sesenta años. Gustaba sobre todo a las mujeres, pero los hombres también lo leían (a veces, a escondidas). Lo publicaban los diarios; los domingos, generalmente.
Aunque por aquel entonces no había Ley de Derechos de Autor, y los dueños de los diarios copiaban escandalosamente los folletines que aparecían en los periódicos de Madrid o de París (traductores no faltaban), no siempre era fácil conseguirlos; a veces faltaban números intermedios o los finales, cosa que los lectores no perdonarían.
Por eso, se abrió una pequeña industria local de escritores de folletín. Una mujer, que había quedado viuda y que estaba por dicha razón con problemas económicos para mantener a su prole, aceptó pergeñar ciertas historias (nunca sucedían en el ámbito local, naturalmente; sino en los de los folletines “buenos”, los de Europa).
Carlota Garrido de la Peña era su nombre. Había nacido en Mendoza, pero en el momento del que que estamos hablando, hacia fines del siglo XIX, vivía en Coronda, y después se trasladó a Rosario. Más tarde publicó sus narraciones en libros, que eran muy bien vendidos, porque la gente la tenía conocida por los folletines.
Dado el éxito, ella no fue la única en dedicarse a este género. Hubo otros, pero de eso no nos ocuparemos ahora. Lo que quiero hacerles notar es que un escritor que vivía en Santa Fe advirtió que esa actividad era interesante, y que se podía ganar dinero con ella.
Pero también se dio cuenta de que el mercado provincial era demasiado pequeño. Entre Rosario y Santa Fe (la gente que vivía en en las colonias todavía no leía nada, salvo las noticias, le parecía tiempo perdido; además muchos ni siquiera sabían bien el castellano) las tiradas no permitían lograr sino un modesto margen.
¿Y si se ampliaba la escala de publicación? Este hombre, llamado Gustavo Martínez Zuviría, que después tendría una participación política destacada en la extrema derecha argentina, empezó a escribir novelas de aire folletinesco, pero las llevó a una editorial de Buenos Aires.
Firmó con el seudónimo de Hugo Wast y empezó a escribir una novela tras otra. Escribió más de cincuenta, todas de gran éxito económico, Hoy, todavía no está del todo olvidado. Ya por entonces los ambientes podían ser argentinos, pero tenían que responder al gusto de los consumidores: la acción debía ocurrir en Buenos Aires, o en Mar del Plata, o en las sierras de Córdoba, que por aquella época eran los lugares finos de veraneo. Una vez sola escribió una novela ambientada en Santa Fe, donde él vivía.
Excusado es decir que hubo varios que siguieron su ejemplo. Y así seguimos.