En términos económicos, la primera administración kirchnerista fue pródiga para
las grandes industrias, los bancos, las grandes cadenas comerciales, los empresarios agropecuarios
y una clase media que compensó la pérdida de ingresos por vía de la devaluación con millonarios
subsidios a los consumos de bienes y servicios.
Pero también fue activa para hacer llegar el derrame del período expansivo a los
trabajadores, principales víctimas del modelo de los 90. El crecimiento de la producción no impidió
la concentración y extranjerización de la economía pero sí permitió sustituir importaciones en el
segmento en el que el costo devaluado de mano de obra permitía hacer la diferencia.
El empleo subió exponencialmente y los salarios, merced entre otras cosas a una
política decidida de administración de las paritarias, mejoraron sin poner en riesgo el colchón de
ganancias que dejó la devaluación. Socio subsidiario fue el sector pasivo, con el aumento de las
jubilaciones y la incorporación masiva de beneficiarios al sistema previsional.
En consecuencia, creció el consumo interno, alentando la creación de miles de
pymes que también se acoplaron al tren del crecimiento.
El factor K
Aún con los astros a favor, la mano invisible no existe. Articular estos
intereses no es inexorable. Implica un conjunto de decisiones políticas que el ex presidente tomó y
que otro en su lugar podría no haber hecho. Por ejemplo, recortar el pago a los acreedores externos
que habían participado del festival de bonos de la convertibilidad, evitar la salida represiva en
piquetes y huelgas en reclamo de una mejor distribución del ingreso, sostener los servicios
abandonados por las empresas privatizadas cuando huyeron por el fin del ciclo de valorización
financiera o cerrar las exportaciones de productos agropecuarios cuando la dirigencia rural se negó
a firmar acuerdos mínimos para desacoplar los precios de algunos alimentos básicos en el mercado
interno. Hasta el anecdótico maltrato a ciertos lobbies empresarios puede ser política económica
cuando se trata de poner límites a las ambiciones suicidas que suelen expresar las facciones
burguesas en la búsqueda de su interés propio.
Fin de ciclo
Como supo graficarlo el economista Eduardo Lucita, al gran titiritero se le
comenzaron a enredar los piolines hacia el final de su gobierno, cuando la inflación comenzó a
erosionar los beneficios de la brecha cambiaria, expresando una nueva etapa de la puja
distributiva.
El tipo de cambio dejó de salvar a todos. Las presiones para depreciar el peso y
las expectativas de un nuevo pacto social acompañaron la campaña presidencial de 2007, cuando
Cristina Fernández de Kirchner se impuso con el respaldo de una protoalianza social y económica
que, más allá de los votos, dibujó un interesante mosaico cualitativo: los sectores de más bajos
ingresos, los trabajadores formales e informales y una clase media “rural” dispersa en
las agrociudades del interior que saboreó la realización de ganancias agrarias durante la
posconvertibilidad y el desplazamiento territorial de parte del poder económico.
Este grupo, numéricamente pequeño pero estratégicamente ubicado dentro del
propio modelo kirchnerista, fue el que convirtió su mandato en un infierno durante el año pasado.
Fue la tecla equivocada que apretó el ex ministro Martín Lousteau, cuando se propuso responder a
las presiones devaluatorias de la industria y a las mayores exigencias en materia de deuda pública,
con un incremento de las retenciones a la exportación. Los precios internacionales récord de la
producción agropecuaria eran una tentación, aunque se tratara del segundo retoque impositivo en una
misma campaña, a cargo del mismo eslabón de la cadena: el productor.
La locura
La reacción fue brutal y desmedida, la contraofensiva, torpe. Con el recuerdo de
glorias pasadas, el gobierno redobló la apuesta en un conflicto con un actor que no llegó a
conocer: una nueva burguesía agropecuaria que, sobre los escombros de la desindustrialización de
los grandes centros urbanos en los 90 y sobre el cadáver de más de cien mil productores, construyó
una industria en el territorio ampliado de la región pampeana, capaz de convertirse en cadena de
valor, articular con y subordinar a otros sectores económicos, y alumbrar incipientes
representaciones políticas regionales.
Un actor con el que, por otra parte, Kirchner había mantenido una alianza
implícita, pese a los roces con su dirigencia a partir de 2006. La devaluación maximizó las
ganancias agroindustriales y las cosechas récord aportaron divisas a un patrón de acumulación que
las necesitaba para no caer en la trampa del estrangulamiento del sector externo. El crecimiento de
la industria y la economía del interior se potenció con esta sociedad hasta que la inflación y las
necesidades financieras comenzaron a desgastarla, forzando arbitrajes oficiales al interior de esa
cadena, a favor del eslabón más concentrado.
Este antecedente aportó su fósforo a la rebelión fiscal que disparó la pelea por
capturar las superganancias que prometía el boom internacional de precios aportó el resto. Rebelión
encabezada por un sector que, no por acomodado, dejó de reclutar simpatías, o como mínimo
indiferencia, de otras clases.
El gobierno quedó entrampado en coartadas ideológicas, no negoció, no profundizó
su política económica ni logró consolidar un bloque social convencido de enfrentar al
adversario.
Como si fuera poco, las representaciones políticas surgidas de la
reestructuración de la economía del interior ganaron en escala llevando la pelea a la dimensión
territorial. Gobernadores, intendentes, diputados y senadores comenzaron una diáspora que terminó
con la derrota parlamentaria de la 125.
Las conducciones provinciales, socias minoritarias de la expansión fiscal de los
años dorados, fueron por lo suyo. La vieja tensión entre Nación y provincias resucitó y la
territorialización de liderazgos dibujó buena parte del cuadro electoral que quedó expuesto el
domingo pasado.
La crisis global
La sequía que destruyó 30 millones de toneladas de granos, las secuelas del
conflicto con el agro y el impacto de la crisis financiera internacional profundizaron la
desaceleración económica, complicaron el frente fiscal y, como novedad en los últimos seis años,
golpearon al mercado laboral.
La crisis del trabajo pegó primero, precisamente, en el interior. Su efecto fue
doble. Ofreció al oficialismo la posibilidad de volver a territorio “enemigo”
sosteniendo empresas y puestos de trabajo con subsidios estatales. Está claro que no alcanzó. Para
los actores de estas economías es difícil despegar a Kirchner de la responsabilidad por la caída en
el nivel de actividad.
Pero este cambio sí desnudó los límites del programa opositor. Es innegable que
al final del día la representación agropecuaria se alzó con una bancada de doce legisladores. Un
bloque sectorial que, signo de los tiempos, se agiganta frente a la escasa presencia, por ejemplo,
de diputados de extracción sindical. Pero la luz de ventaja con la que se resolvieron las
elecciones en muchos distritos obliga a una lectura prudente del mensaje de las urnas.
El programa
La militancia agropecuaria a favor de la restricción de la demanda tampoco es
ajena a la caída de la actividad económica. Y, más allá de los votos, cabe preguntarse cómo se hará
carne en los obreros de las metalmecánicas del interior, hoy más dependientes de los Repros que de
un fantasioso efecto de la eliminación de las retenciones, el programa del bife de lomo a 80 pesos.
Ni hablar de cómo será recibido en el Gran Buenos Aires.
No es fácil entenderlo desde el lado de la victoria. Pero una hipótesis posible
de recorrer es que la propia crisis contribuyó a que el paseo triunfal de los candidatos que
asumieron el programa de la mesa de enlace mutara en pocos meses en un escenario más abierto de lo
que se podrían haber imaginado. La consecuencia es una dispersión de liderazgos que abrirá otra
etapa de puja distributiva. La de los referentes políticos y la de las corporaciones.
Lo que viene
A fin de año el Parlamento debe renovar el impuesto al cheque y ganancias. Dos
tributos coparticipables. Es probable que sean una nueva estación de la pelea fiscal entre los
diferentes niveles de la administración pública. El primer round ya resultó en la conformación del
fondo sojero. Los fondos que las provincias aportan a la ahora superavitaria caja de la Ansés
también estarán en discusión.
No estará en juego, seguramente la coparticipación federal en su dimensión
global. Cualquier gobernador de provincias sabe que abrir ese juego implicará que Buenos Aires,
primus interpares, y desfinanciada hasta límites riesgoso no se sentará a la mesa sin reclamar que
le devuelvan los puntos coparticipables que cedió en 1988.
Una nueva generación de pactos, impuesto por impuesto, y gasto por gasto, podría
alumbrar este nuevo paisaje. No sólo entre Nación y provincias sino también al interior de los
distritos. Quizás ya no para repartir la abundancia sino el ajuste que se asoma como probabilidad
detrás de la desaceleración de la recaudación y el necesario aumento del gasto para morigerar los
efectos de la crisis.
Crisis que sólo en parte deriva de las turbulencias financieras internacionales.
Si bien la discusión sobre un rebote de la economía global no está cerrada, hay datos que permiten
sustentar que la economía argentina, como la de otros emergentes, la está sacando barata. Pero esa
certeza no oculta las amenazas derivadas de la sostenida fuga de capitales que desde 2007 sumó,
según los cálculos más pesimistas, 38 mil millones de dólares, la caída de la inversión, la
ralentización de la demanda y el deterioro del mercado laboral que, en el escenario más optimista
seguiría al menos hasta fin de año.
Las corporaciones
Si hay mecanismos económicos que funcionan con cierto grado de autonomía, el
papel que jueguen políticamente los distintos actores no es para nada menor. Cuando el presidente
de la UIA dijo, poco antes de las elecciones, que no hay crisis económica sino política, tiene
razón. Pero, en todo caso, es una crisis política que lo involucra, igual que al resto de las
corporaciones empresarias, las centrales de trabajadores y al Estado, al que pocos le discuten ya
su derecho a jugar un papel crucial en la economía sino, en todo caso, para quién. En la política
corporativa, los pasillos arden. La resurrección del Grupo de los Siete o las convocatorias al
diálogo social forman parte de este reacomodamiento, que incluye puntos comunes pero también
contradicciones en la agenda.
Las retenciones, el tipo de cambio, el ajuste laboral, el rol de la Ansés en el
directorio de las empresas, la ley de accidentes de trabajo, los subsidios al sector privado,
estarán, seguramente, en el centro de la disputa. Lo que se está jugando en el tortuoso período de
gobierno de Cristina Fernández de Kirchner es el reacomodamiento de los piolines de un modelo que
no alcanzó a desarrollar transformaciones profundas en cinco años de crecimiento a tasas chinas y
que hoy debate su propio service en un mundo un poco más áspero.