El Monumental perdura en la esquina donde se cruzan estas dos calles cruciales de la ciudad, aunque la fachada de arquitectura maquinista horizontal con la que se inauguró en 1935 hoy luce distinta. Según documenta Sidney Paralieu en su magnífico libro Los cines de Rosario: ayer y hoy, lo diseñaron Gerbino y Ocampo y fue propiedad de Manuel Otero. Allí se reveló ante los rosarinos, en agosto de 1941, la obra maestra de Orson Welles El ciudadano y, poco antes de ser refaccionado en 1956, se conoció la novedad del cinemascope con El manto sagrado. Cuarenta años después fue convertido para la Sociedad Exhibidora Rosarina en un complejo de cuatro salas, que luego fueron más.
En 2018 fue comprado y remodelado por un puñado de empresarios porteños, entre ellos Adrián Ortiz (actual director de contenidos), quien creció en el ambiente del cine gracias a un padre caramelero. Amablemente, explica: "Descubrimos que Rosario es una plaza maravillosa. Mis socios quedaron impresionados por el cariño de la gente hacia el Monumental". Aunque la suba del dólar complicó las cosas, apuestan a hacer del complejo "un motivo de orgullo para los rosarinos", aportando la posibilidad de comprar las entradas por la web y de contar con áreas para eventos festivos, convenciones, teatro y talleres.
Antes que comenzara a llamarse Nuevo Monumental, para Daniel Grecco ese ámbito era su segundo hogar, sino el primero. Desde 2002 hasta el año pasado fue gerente y reconoce que la peatonal San Martín no sería la misma si hubiera cerrado. En un bar cercano, me cuenta que su vínculo con el cine viene de lejos: desde chico fue acomodador, operador, técnico. "Mi vida es Cinema Paradiso", resume. Mientras habla surgen anécdotas de su paso por distintas salas: Luján, Gardel, Ciudad de Rosario, San José, Heraldo, El Cairo. Ama los "cines gigantes" y recuerda cómo organizaciones religiosas desembolsaron cifras millonarias para comprar el Gran Rex y el Capitol. "Ahora es difícil competir con esto, tenés todo aquí", dice señalando su celular. Con sus experiencias escribió un libro y sueña con reunir en un museo material atesorado a lo largo del tiempo. "Lo mío no es nostalgia —aclara—, es el gusto de mantener la memoria viva".
El cine de las palmeras
Dos años después que fuera creado el bar El Cairo, en Santa Fe 1120 se inauguró el cine del mismo nombre, con exóticas palmeras luminosas en las paredes laterales, que aún permanecen. Dirigido por Felipe Milia, atravesando la década del cincuenta inauguró pantalla panorámica y equipo de cinemascope. En 1977 lo adquirió la SER y siguieron las refacciones. El estreno de Lo que queda del día en 1994 vino acompañado de un nuevo sistema de sonido y una pantalla de mayores dimensiones.
Poco tiempo después tendría los días contados: Liliana Favari, docente cinéfila, relata que entonces surgió la Asociación Amigos de El Cairo (que integraban también Emilio Bellon y Marcelo Britos, entre otros) y que Carlos Bagnato, empleado de una conocida inmobiliaria, los apuraba para presentar un proyecto técnico sabiendo que había interesados en comprar la sala para convertirla en un centro evangélico o un supermercado. Reuniendo firmas, lograron que fuera declarado patrimonio cultural. "La gente pasa y me pregunta si lo salvan o no", contaba el legendario acomodador Roque Baidón en el libro Cine El Cairo, publicado por Editorial Ciudad Gótica. Finalmente, con el voto unánime de diputados y senadores, fue expropiado en 2007 y comprado por el gobierno provincial el año siguiente. Favari (quien asegura haber crecido entre los legendarios cines de la zona sur América y Astorga) recuerda con cariño las enormes butacas y cuando la sala estaba dividida al medio. Café mediante, la charla se desvía para hablar de una u otra película, y se alegra cuando le digo que puedo prestarle el pendrive con la última de Bong Joon-ho.
Actualmente programador de la sala (junto a Federico Fritschi), dejando a un lado mochila y auriculares mientras se acomoda en su oficina de Sala Lavardén, Ariel Vicente menciona la consigna de la ex ministra de Innovación y Cultura, Chiqui González: "Que El Cairo sea un cine para todos los públicos". Realizador formado en Córdoba y Buenos Aires, dice acordarse de cuando, siendo chico, fue con su escuela a El Cairo para ver La misión (1986). Comenzó su gestión estudiando hábitos y horarios preferidos por el público, recibiendo pronto la alegría de saber que Pino Solanas, al conocer la sala, quiso estrenar allí su nuevo documental. Me comenta que visitantes extranjeros encuentran la sala parecida a otras europeas y que como cine público ya tiene un perfil definido. Cree que, aunque sigan surgiendo nuevas formas de ver películas, las salas de cine, como los libros, no corren el riesgo de desaparecer. “Nada está cristalizado, hay que adaptarse todo el tiempo para no fosilizarse —reflexiona—. Ojalá no deje de mantenerse el edificio y que uno se sienta siempre en un lugar amable”.
Otro es el punto de vista del cordial y experimentado operador Antonio Salvatore: “Aunque en digital sigue teniendo magia, el cine para mí es en 35 mm”, opina mientras controla una de las exhibiciones. Su padre era boletero y su hijo sigue sus pasos. Cuando era chico le fascinaba lo que ocurría en la cabina de proyección, hasta que el entonces veinteañero Daniel Grecco lo apuró: “Mirá bien la máquina y traémela dibujada”. De a poco comenzó a trabajar en varias salas, incluyendo el imponente Gran Rex: “Subíamos ciento veintidós escalones para llegar a la cabina. Todavía hoy recuerdo la sensación de proyectar la película allí con la sala llena y se me pone la piel de gallina”, se emociona. Se acuerda cuando debía tocar, desde lo alto, tres teclas de un pequeño órgano para anunciar que empezaba la función, y cuando se le apareció en la cabina de La Comedia el director Tulio Demicheli pidiéndole ayuda para ensamblar su documental El misterio Eva Perón (1987) antes de la primera función. Actualmente, suelen subir hasta su lugar de trabajo en El Cairo jóvenes directores de producciones independientes: “Aprecio el esfuerzo que hacen y las agallas que tienen”, admite.
El cine de barrio
La historia del Lumière comienza cuando en agosto de 1959 dejó de ser el salón de fiestas de la Unión Obrera de Socorros Mutuos y comenzó a proyectar películas, compitiendo con otros cines de Alberdi como el Ópera y el Roca. Los empresarios Manuel Rey y Modesto Bou lograron mantenerlo activo hasta 1992. “Mi viejo y su socio eran como intelectuales de la época, sabían mucho de cine y por eso le pusieron ese nombre —evoca Beatriz Bou, desde el otro lado del teléfono—. Alguna gente del barrio, de familias trabajadoras, se confundía y pensaba que ellos eran los hermanos Lumière”.
Cuando cerró la sala, alguien le ofreció al proyectorista y coleccionista Jorge Debiazzi llevarse unas ochocientas latas de películas en 35 mm desperdigadas allí (Amadeus entre ellas), que alojó en el Madre Cabrini (donde programaba cine), hasta que una religiosa del colegio lo conminó a desocupar el espacio y debió dárselas a Fernando Martín Peña.
Desde que la Municipalidad de Rosario se hizo cargo del alquiler, en el Lumière (Vélez Sarsfield 1027) funciona un centro cultural. Joven y entusiasta, Sol Dorigo es la coordinadora general de este cine en el que vio, de chica, Los bicivoladores (1983). Reconoce que la sala presenta una dificultad acústica, por la cual procuran exhibir material con subtítulos. Cuando me invita a recorrerla compruebo que se trata de un espacio en el que la belleza de las construcciones antiguas se combina con la serenidad de la vida barrial: hay camarines al costado del escenario, piso de pinotea de los años treinta, pantalla que se baja y se sube manualmente, un pizarrón en el ingreso anunciando novedades, un bicicletero, un hall con baldosas calcáreas. Me cuenta que cuando Tristán Bauer vino a presentar su documental sobre el Che quedó tan cautivado que “no se quería ir”, que la artista plástica Nicola Costantino definió su reencuentro con la sala después de muchos años como algo “entre escalofriante y acogedor”, y que cuando asisten chicos de escuelas cercanas no ocultan su asombro. “Acá no hay pochoclo ni se vende nada”, señala sonriente, mientras terminamos el recorrido pasando de una sala con fotografías en exposición a un aireado patio interno cubierto de plantas.
El cine de la galería
Si el Arteón no puede jactarse de estructuras colosales es porque fue producto de otra época: en julio de 1969 surgía en la hoy llamada galería Paseo del Patio (Sarmiento 778) como el primer microcine local, proyectando nada menos que El cuchillo bajo el agua, de Roman Polanski. Estudiantes e intelectuales comenzaron a asistir ávidamente a sus funciones diarias con entradas populares.
Realizador, hombre de teatro y director artístico de Arteón, Néstor Zapata rememora sin esfuerzo, sentado en su oficina situada debajo de la escalera que conduce a la sala: “Con Sara Lindberg y María Teresa Gordillo inventamos el trasnoche”, asegura. Después de producir varios cortos y alquilar películas para proyectar en distintas salas, lograron inaugurar su espacio propio. Un incendio en octubre de 1972 los impulsó a salir a la calle a pedir ayuda con alcancías hechas con cajas de zapatos y a continuar las proyecciones en un patio de Laprida 555, hasta que Eliazar Zapata (padre de Néstor y funcionario municipal en ese entonces) autorizó la reconstrucción. “El dueño de la galería, el arquitecto Juan Carlos Valenti, la cuidaba mucho –dice–; además Arteón era la alternativa para ver cine arte o cine político”. Así llegaron a contar con cuatro salas: la escuela de cine en Córdoba al 1200, la de Danza Contemporánea, un microcine en super 8 y el Arteón 2 frente a la Facultad de Humanidades. En los años noventa fue reconvertido por la SER en Cine del Patio y finalmente cerró. Resurgió en 2009, alternando el cine con el teatro.
Llegado desde Punta Alta en 1964, Quicho Fenizi (presidente de Arteón) sigue acompañando a Zapata en esto que define como “quijotada”. Ambos recuerdan, riéndose, el día en que, al terminar la función de El ángel exterminador (la película de Buñuel en la que un grupo de burgueses no puede salir de la mansión a la que fueron invitados) los espectadores se encontraron con las puertas de la galería cerradas. Julián López, uno de sus jóvenes colaboradores, dice haber sentido la presencia de fantasmas en la sala al quedarse trabajando de madrugada.
En otro momento, tras acomodar unos afiches en el ingreso, Jorge Debiazzi (que programa ciclos allí) se predispone al diálogo. Entre los motivos por los que la gente ha dejado de ir a las salas incluye el “conformismo” de quedarse a ver películas en casa y la “calentura” de verlas antes de que se estrenen. “El cine de hoy me aturde”, admite. Pero cuando dice que le gustan “la calma y el contenido” no es porque menosprecie los filmes de acción y aventuras: “Hay guiones de westerns fantásticos”, destaca, sin olvidar las treinta y seis semanas que logró mantener en cartel Jurassic Park en el Madre Cabrini. Parte de su anecdotario y de su colección son volcados en un programa televisivo que hace junto a Daniel Grecco, cuyo título toma prestados los sabios versos de Antonio Machado: “Todo pasa, todo queda”.