"Naufragar puede ser para bien, para sacar la cabeza a flote"

Ricardo Guiamet, narrador y psicoanalista, acaba de publicar Tan lejos, libro que reúne diez relatos con una alta carga dramática. Desdichas, hundimientos y reconstrucciones están en el centro de una escena casi cinematográfica
15 de noviembre 2020 · 05:00hs

Cercado por las aguas que le dan vida y a la vez presagian su final, Braulio —enigmático personaje de La creciente, uno de los cuentos del último libro de Ricardo Guiamet— está abrazado a una rama en la copa de un laurel, en medio del río voraz que ya se ha llevado casi todo, lo suyo y lo que no le era propio. “Desde esta nueva atalaya el mundo se presentaba como lo que siempre había sido —cavila Guiamet en su cuento—: una corriente inapelable contra lo que era imposible oponerse, una masa que todo lo cubre y todo lo arrasa, incluso su historia (…) Braulio escudriñaba en toda dirección, no ya para especular sobre presas y alimentos, sino para deslumbrarse con la inmensidad de la realidad que desbordaba de sentencia y destino”.

Estas meditaciones finales del escritor son también una clave, adelanto que el lector de sus cuentos puede interpretar como “sentencia y destino” de lo que vendrá: un mismo espíritu latirá, travestido, con diferente ropaje, en los otros nueve relatos que completan los “diez naufragios” (frase con la que Guiamet subtitula su libro Tan lejos, publicado recientemente por el sello rosarino Casagrande). Un espíritu saturado de tensión, enigma y suspenso sobre el desenlace que provocan las decisiones de los personajes.

Al acecho de toda vida, el naufragio aparece en estas narraciones no siempre como un estallido inesperado y necesariamente trágico sino, a veces, como el decurso que fluye en la cotidianidad plena; como un camino dramático posible, una ruptura para, quizás, un después promisorio; o, aunque no promisorio, sí como un ajuste de cuentas del náufrago con su época y sus asuntos, aun cuando el futuro se le aparezca como una intriga que ya no le pertenece. Si Braulio está amarrado a la última rama posible para salvar algo de sí en su próximo salto, no menos desamparo cubre, valga la paradoja, a don Cosme (protagonista del cuento A la deriva) en su extravío senil.

O a José, uno de los inefables jugadores que lo apuesta todo en la timba de una martingala en La expedición al tres, otro de los relatos del libro. “Esa expedición le había permitido sentir, por una vez, lo impredecible (…) Y, sobre todo —escribe Guiamet— la curiosidad por saber qué había más allá de su vida, de su tranquilidad pequeñoburguesa que nada conmocionaba. Estaba dispuesto a perder todo para tener la respuesta”.

Sufrientes rehenes de una tradición o intempestivamente rebeldes a su destino, los personajes de los cuentos que integran Tan lejos andan a tientas en un contexto de tensiones: un impulso propio los lleva a pedir luz en la oscuridad de sus vidas; otro, también propio, les aconseja mantener apagados los candiles.

Ricardo Guiamet (Rosario, 1959) es, además de poeta y narrador, psicoanalista y crítico de cine. Su libro de cuentos Tan lejos —cargado de un fuerte espíritu cinematográfico— sucede en narrativa a la crónica La montaña invisible, que cosechara el Premio Alcides Greca y fuera publicado por la Editorial Municipal de Rosario hace diez años. Partícipe del grupo literario Habla la Vaca en los años 80, Guiamet, entre otros muchos títulos de su producción, editó libros de poesía, Nada de eso (Los Lanzallamas, Rosario, 2003); de ensayos, Identidad, idioma e imagen (2005); de cuentos, Polinesia (Concejo Municipal de Rosario, 2007), y la novela Silvia, tálamos y túmulos (Editorial Fundación Ross, Rosario, 2008).

—Los náufragos de tus relatos no parecen seres desdichados por el naufragio, sino por asuntos anteriores…

—No sé exactamente si les produce una desdicha el naufragio. Creo que no. Son personajes que atraviesan una escena crítica y el naufragio les permite cambiar el derrotero de sus vidas. Quizás por hache o por be me volqué mucho más a tipos que venían en una navegación bastante sufriente y llegaron a eso: al naufragar su vida, encuentran una tabla de salvación. Creo que algunos otros naufragios que aparecen en los relatos sí son instancias desdichadas: gente que llevaba una vida anodina o rutinaria, pero tranquila, de pronto ve cómo esa tranquilidad se hace pedazos.

—A veces el naufragio aparece como una posibilidad de nuevos caminos; algo que obliga necesariamente a una revisión. Aunque sin garantía de éxito, tiene algo de epifanía...

—El naufragio en sí es una posibilidad en el sentido más crucial. Es una encrucijada, un carrefour dirían los franceses, más allá de los supermercados, una chance de tomar otra dirección. En algunos de esos naufragios sí hay una epifanía. Traté o intenté, no sé si lo conseguí, que fueran distintas formas. En el caso del cuento de los apostadores hay un hundimiento en la decadencia provocado por ellos mismos. En Save our Souls, por el contrario, hay una verdadera epifanía: bajarse del barco y decirse “ya no quiero seguir en esta navegación”.

—A propósito de lo anterior, ¿cuánto de accidente o cuánto de deliberado y volitivo hay en los naufragios de tus personajes?

—Traté de enfocar tres formas posibles. El accidente como algo que se te viene encima; el incidente como algo en lo que vos caés deliberadamente, consciente o inconscientemente, y la decisión directamente voluntaria de cambiar el rumbo de una navegación que ya está en agonía: te tirás al bote salvavidas porque ya sabés cuál es era el destino de esa navegación. Son como tres variantes distintas: lo accidental, la decisión de salir de un barco que se hunde y otra que está a mitad de camino entre aquellas. En uno de los relatos un personaje ya viejo va a tirar la urna con las cenizas de su difunta esposa al lugar donde todavía vive el discurso familiar de ella y ese viaje en solitario a ese lugar es producido por un incidente: le llega intempestivamente la jubilación y esto le hace perder el único sostén de la estructura vacía de su vida…

—Detrás de estas narraciones aparece escondido siempre el poeta que sos. También, algunas veces, la meditación del psicoanalista, ¿hay tensiones entre tu trabajo como psicoanalista y tu labor como escritor? Son dos campos diferentes, pero se vinculan, es tu forma de escuchar, de decir…

—No, en realidad no hay grandes tensiones. En eso disocio mucho lo que es escuchar de lo que es escribir. El analista escucha y “escucha mal”: escucha lo que los amigos, familiares, parejas, compañeros de trabajo no escuchan en el discurso de una persona, y escribir tiene un recurso muy enrevesado, muy poco lineal, muy ligado al montaje y al discurso cinematográfico, de vivir saltando en el tiempo. En ese punto sí hay una fuerte conexión con el análisis, que es siempre un viaje a través de la trenza del tiempo. Por ese lado sí hay un vínculo. Respecto de lo poético, no puedo evitar trabajar lo imaginario, ese discurso mucho más imaginario que tiene la poesía que el plenamente simbólico que tiene la prosa aparece en los relatos, y eso me pone contento.

—¿Qué impacto tiene sobre tu obra, sobre tu trabajo creativo digamos, el contexto apocalíptico provocado por la pandemia del Covid 19?

—Yo vengo entrenado para pensar escenas apocalípticas. Soy un tipo de más de sesenta años, pasé mi adolescencia en el Proceso y eso no fue bueno para nada. Soy de una generación que —como decía Charly en Mientras miro las nuevas olas— pensaba: “¿será como yo lo imagino o será un mundo feliz?”. Yo nunca imaginé una felicidad o esperanza plenas, porque ante la dicotomía leninista de socialismo o barbarie siempre imaginé que la barbarie iba a derrotar a los otros discursos... Y esta situación extrema de la pandemia en un momento dado me agobió mucho, porque pensé que había llegado el momento que tanto temí, que el colapso de la sociedad humana tan injusta y tan cruel iba a producirse. De esta no zafamos, pensé.

—El contorno dio la pincelada final a tus cuentos de Tan lejos…

—Es que en este marco terminé de escribir el libro. El contexto influyó mucho en el tono final que tienen los relatos. Nunca fui tan esperanzado, pero quizá en algunas novelas mías podía haber una idea más épica. Los personajes de estos cuentos no parecen muy dispuestos a luchar. El editor (N. de la R: Nicolás Manzi) eligió el orden de los cuentos en el libro y él decidió que el último fuese un relato un poco optimista; comprendió que más allá de la idea devastadora de gente sin futuro que se aferra a los maderos de la balsa como puede, hay otra gente que tiene una epifanía, que logra comprender desde un ángulo absolutamente novedoso, como puede verse en los cuentos de Horacio Quiroga, un destino posible y positivo.

—La tragedia como una ruptura y quizás como un aprendizaje…

—Es una esperanza que produce esta escena apocalíptica, que me recuerda toda la filmografía buena de ciencia ficción, desde Metrópolis de Fritz Lang, hasta la actualidad: el futuro como un horrible saco de atrocidades y algo de eso también pasamos en este tiempo. Cuando estaba terminando de escribir este libro, yo mismo estaba entrando en un punto apocalíptico que me rompía mucho las pelotas, porque eran las imágenes que yo tenía de lo que podía pasar con nuestra especie… Pero sí, naufragar puede ser para bien, para sacar la cabeza a flote.

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ASÍ ESCRIBE: La creciente (fragmento)

Tres noches más tarde se despertó sobresaltado. En la copa del timbó escuchó ruidos fuertes y graves, como si algo lo hubiese chocado o estuviese encaramado. En la noche sin luna no podía adivinar qué originaba tal estruendo. Pasó el resto de la noche intentando traducir los sonidos. Previsor, cargó el trabuco naranjero y se acurrucó en el rincón de la plataforma más alejado de los ruidos. Esperaba que el amanecer le develara la fuente de su inquietud.

Cerca de las seis de la mañana la primera luz le permitió ver, no en todo su esplendor, sino más bien en su desesperación de sobreviviente, a un puma haciendo equilibrio entre dos horquetas del timbó.

Braulio los conocía. Alguna vez un cuero estaqueado al sol o un brevísimo destello cruzando un claro entre los montes había sido su vínculo con los leones. Miró a la fiera, algo más de un metro de largo. Sabía que el animal no tendría ningún inconveniente para cruzar de un salto la distancia entre los dos árboles. Se preguntó cuál de los dos estaría más asustado, concluyó sin dudar que el felino.

Pasaron el día midiéndose. A la hora de la siesta un embalsado de camalotes inmenso, con varios árboles enredados entre su follaje, y dos vacas echadas entre las vegetación pasó a no más de trescientas varas de donde estaban. Braulio tuvo en ese momento la esperanza de que el animal se desprendiera de su incierta seguridad y nadase hasta la isla flotante. Quizá esperaba la próxima movida del gaucho renegado.

Llegó la noche y las horas de ambos náufragos, controlándose mutuamente, se tornaron interminables. Al siguiente amanecer ambos estaban hambreados y tensos en sus mangrullos, esperando decidir.

Braulio movió primero. Otro embalsado, más pequeño, apenas una treintena de metros, se acercaba movido por un remanso a las cada vez menos sobresalientes copas de la pareja de árboles. Sin ánimo de matarlo, Braulio apuntó el trabuco hacia un punto incierto a la derecha del puma, con el propósito de que el estampido lo espantase y lo impulsase a saltar hacia la balsa vegetal.

El puma, sorprendido, con algunos hilos de sangre corriendo por su lomo, apenas herido, saltó a la corriente feroz y nadó hasta alcanzar el camalotal. Subió, hundió las patas varias veces en la trama de bulbos, raíces y hermosas flores violetas hasta que se sintió seguro y sustentado. Continuó su viaje hacia el sur, hacia ese paraje desconocido tanto por él como por Braulio, allí donde el río inmenso alimentaba al mar.

Tres días después el duelo con el león era un recuerdo. La preocupación de Braulio consistía en que la masa de agua que lo rodeaba trepó hasta cada horqueta del curupí con la agilidad de un carayá. Nuevamente tenía que tomar una decisión, y como cada vez que lo hacía era un romance entre el derrumbe total y la supervivencia.

No tenía ninguna duda acerca que el curupí estaría completamente cubierto por el Paraná en pocas horas. Cargó lo imprescindible, el yesquero, algo de pescado cocido, el trabuco y los facones. Se largó al agua para que la corriente lo llevase hasta el otro timbó, el más alto, el que antes fuese palo de trinquete de su paraje.

Una mala jugada del remanso hizo que no pudiese agarrarse de las ramas del timbó. Quedó flotando, un juguete en la correntada, en el río lleno de escombro selvático. Cada rama que se le acercaba la confundía con una yarará, temía cada roce en sus pantorrillas como si invisibles monstruos fuesen a hundirlo en las profundidades.

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