¿Cuáles son las relaciones entre los vivos y los muertos, entre el pasado, el presente y el futuro? ¿Qué papel desempeñamos en la trama de ese hilo invisible que anuda existencias anteriores y por venir? ¿Cuándo es que una historia se apodera de nosotros?
No me refiero al caso de una de esas lecturas que nos obligan a suspender todo lo que estamos haciendo, atrapados por la carga dramática de la historia; ni a la especial habilidad de algunos narradores para romper la noción de tiempo y espacio para lograr atraparnos en la telaraña de un cuento: no. Me refiero al momento de epifanía en el que somos conscientes de que hemos tocado a algo o alguien que ya no está, y en ese contacto ni aquel ser ni nosotros, carne y hueso aún, somos los mismos. El momento en el que descubrimos que nuestro control crítico sobre los hechos del pasado es relativo frente a la contundencia de que alguien ha trazado un camino marcado de señales invisibles para que lo siguiéramos. Podríamos haberlo hecho o no, pero el caso es que allí estamos: parados frente a lo que hemos encontrado, frente a la puerta marcada para nosotros, a lo que hemos descubierto acerca de nosotros mismos.
Pienso en el momento en el que algo que sucedió, alguien o algunos que no están, se encuentran con los que escribimos e investigamos y deciden que seremos nosotros sus vectores de memoria, la piedra más o menos grande que arrojarán a las aguas del río de la vida para que se mezcle en la correntada y cambie de forma mientras a la vez pule otras. O acaso nos haya alcanzado uno de los círculos concéntricos de un guijarro arrojado a alguna laguna cuyas orillas ni siquiera vemos… El pensamiento histórico descuida algo que enuncia mucho más de lo que incorpora de manera consciente cuando analiza el pasado: que somos parte de un proceso, que nos hemos subido a una película empezada, y que hacemos nuestra parte. Yo agrego que hay alguien que nos empuja a hacerlo, nos toma de las solapas, nos atrapa en un abrazo de manera irreversible para que eso suceda.
Pienso, insisto, en que estamos mucho más acostumbrados a la tranquilizadora idea de que somos nosotros quienes elegimos un tema, investigamos, lo ordenamos de modo presentable según distintos cánones (académicos, literarios, cronísticos, por ejemplo), pero reflexionamos bastante menos acerca de que tal vez sean las historias las que nos buscan a nosotros. Y considero que eso sucede entre otras cosas porque hacerlo nos acerca peligrosamente a territorios vedados: la zona de frontera entre los vivos y los muertos, entre lo racional y lo irracional, donde habita lo inexplicable pero que es, siempre y cuando nos predispongamos a reconocerlo, parte de la forma en la que construimos nuestra experiencia.
Tengo mi propio ejemplo. Los padres compartimos muchos rituales con nuestras hijas e hijos. Uno de ellos es el de la fiesta de finalización del año escolar, en el que actuarán en algún evento preparado y organizado por sus maestras: con algún disfraz, declamando algún pequeño parlamento, bailando. Si un padre tiene tres hijos separados por cuatro años de edad entre el mayor y la menor, como es mi caso, significa que ha pasado unos veinticinco años aplaudiendo danzas, representaciones de la inmigración, la amistad entre las personas, un musical sobre las leyendas americanas, disfraces de mariposa, pirata, granadero, trajes de alguna colectividad en un revoloteo de danzas típicas. La fiesta de fin de año es todo un evento familiar, cuya asistencia ralea a medida que los niños crecen y nacen otras niñas y niños: abuelos y tíos deben desdoblarse, los hermanos mayores tienen sus propios compromisos. Pero los padres siempre vamos, y es un hito que marca el calendario de la vida familiar de manera regular.
En mi caso, ese ritual tiene un escenario preciso: la Universidad de La Matanza, en la provincia de Buenos Aires. Una de las primeras "universidades del Conurbano" edificada sobre el predio de una enorme automotriz. Cada diciembre, desde hace un cuarto de siglo, para evitar el gentío el día del evento dejo mi auto estacionado en una calle lateral algo alejada de la Universidad. Aunque tenga que caminar unas cuadras hasta llegar al Salón de Actos, es preferible a dar vueltas y vueltas bajo un sol impío. El predio de la Universidad es inmenso: los viejos talleres transformados en pabellones y aulas solo sugieren lo que habrá sido ese lugar poblado de vida obrera. El lugar donde estaciono mi auto es una calle pequeña, lateral a la sede de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM). Casas de cercas bajas, algunas de ligustro, el típico alambrado que da a las vías del ferrocarril cubierto por campanillas. Resulta ideal (en realidad, es uno de los brazos de una "V" que rodea el edificio sindical) pero desde la avenida de Mayo, que lleva a la Universidad, parece un callejón sin salida y por eso muchos la descartan, por lo que siempre hay un lugar disponible para mí. Es un "rebusque" de vecino de la zona: basta saber que hay que hacer una "U" para retomar la avenida de Mayo, que es la principal, de doble mano, y seguir camino hacia el centro de Ramos Mejía, las vías del tren Sarmiento, y desde allí encontrar las salidas hacia el Norte y el Este.
Eso es precisamente lo que no sabían ni Ana María González ni su novio y compañero, el Beto Santi, militantes montoneros, el día que se metieron en ella para eludir un control del Ejército en la sede sindical, a comienzos de enero de 1977. Ana, cuyo nombre de guerra por entonces era Lucía, había sido trasladada hacía poco por la conducción montonera a la Zona Oeste, que se deshilachaba por la represión. Santi, un experimentado combatiente, no conocía los recovecos de la zona. Seguro había estudiado las salidas principales, pero al no militar en el lugar, no conocía el detalle que tal vez podría haber torcido el destino de ambos de manera diferente. El control del Ejército con el que se encontraron era pura rutina, uno de los periódicos operativos de esos años oscuros.
Cuando volvían desde la fábrica Auto Unión (donde yo años después aplaudiría las performances de mis hijos) al ver el control podrían haber girado hacia esa calle con salida y pasar desapercibidos en su Fiat 128. Pero imagino que vieron cerrada su salida (como mis vecinos hoy), con un patrullero que se aproximaba detrás de ellos, y decidieron retroceder y abrirse camino a tiros entre los soldados. Lograron escapar pero mataron a Guillermo Dimitri, un conscripto, que se desangró antes de llegar al hospital. Ana recibió un tiro que, como les informó un médico montonero que llegó a una casa operativa en la zona Norte del Conurbano (en el camino dejaron su auto cosido a tiros y robaron otro), de no ser operada le causaría la muerte.
La joven era la responsable del atentado contra el jefe de la Policía Federal Argentina Cesáreo Cardozo el 18 de junio de 1976. Fue un ataque que se volvió emblemático: había colocado una bomba debajo de la cama del represor, y a partir de ese momento se volvió una de las personas más buscadas de la Argentina, mientras las represalias “por izquierda” se llevaron a muchos de sus compañeros. Sus compañeros le decían Anita, su familia Negra, y cuentan que era de una belleza seductora y que a la vez tenía un carácter muy fuerte. Mientras agonizaba, tenía el pelo corto y teñido de rubio, y dicen que los ojos claros.
En Cenizas que te rodearon al caer pude reconstruir su historia, y en especial y con detalle la de sus últimas horas, que empequeñecen cualquier alegoría: Ana María González se negó a ir a un hospital, porque consideraba que su cadáver sería una victoria. De común acuerdo el Beto Santi y el responsable de la casa operativa donde ella murió la quemaron con ella adentro. Fue enterrada como NN y su cuerpo pasó a una fosa común en la década de 1990. El expediente de ese hallazgo NN se quemó también.
Hace muy poco, en un encuentro con su familia, pude ver ropa que fue de Ana, guardada en una valija roja de cuero. La desplegaron para que yo la viera como en un tombeau. Increíblemente pequeña, no hizo más que acentuar algunas sensaciones que yo tenía sobre esa historia: la magnitud de lo que hizo, la fragilidad que trasuntaban las camisolas, las remeras; la historia que contaba el pantalón que tenía puesto cuando la secuestraron, días antes de su acción, manchado vaya a saber de qué humores propios y ajenos en el lugar donde la torturaron, planchado y vuelto a guardar. La pequeñez de los seres humanos frente a los hechos que actúan, aunque sean sus protagonistas principales.
Me pregunto en qué momento las cenizas de Ana, las del expediente judicial, se echaron a volar y comenzaron a fragmentarse hasta volverse partículas imperceptibles. Cuándo algunas de esas minúsculas cenizas de Ana me entró por un ojo sin llegar a molestarme para quedarse allí y hacerme ver, en parte, a través de ella; en qué proporción se mezcló en el agua que bebía, o entró en sueños a través de mis oídos, para enredarme en su historia. Sé, lo tengo anotado, que comencé a investigar sobre ella en 2001, y que el hecho fundacional fue una conversación con Maco, mi amigo del Equipo Argentino de Antropología Forense. El mismo con quien en 2016 encontramos en una base de datos el expediente sobre el “NN femenino” muerto en un incendio en las fechas en las que los compañeros de Ana transformaron una casa operativa en pira funeraria. Sé que escribir su biografía fue un proyecto que fue y vino entre muchos trabajos, porque nadie vive de una sola cosa pero también porque era y es un tema difícil. Una increíble serie de descubrimientos (mi tío fue uno de los organizadores de la Unidad Básica donde militó Anita, pero yo no supe de ese tío hasta 2003), una compañera de trabajo fue su responsable, el padre de uno de mis alumnos su compañero de estudios…
Y durante todos esos años, en los que Anita me esperaba, latente, agazapada, para que la acompañara en su último recorrido, cada fin de año, yo seguí llevando a mis hijos a su fiesta de fin de curso y sonreía satisfecho cada vez que encontraba un lugar vacío en esa calle fatal. Porque al final de la investigación di con un documento que no debería haber sobrevivido a la orden de destrucción que Bignone dio en 1983, esto es: el informe secreto de la acción de guerra en la que Dimitri murió y González, que tenía su edad, quedó malherida. Allí había un croquis, la dirección, las referencias del enfrentamiento. La misma calle que yo había caminado durante años para celebrar un fin de año es la que se transformó en la ratonera de los dos montoneros que ese día de enero intentaron romper la pinza a tiros.
Este fue el primer año que fotografié ese rincón del barrio, que caminé por él de otra manera. Imaginando lo que Ana González y su compañero habrán pensado en esos segundos que terminaron siendo decisivos y fatales. Pensando que tenía que escribir esto para que las cenizas, el río, la película, sigan su camino.