Tu libro, titulado con una pregunta inquietante, “¿De quién es el 24 de marzo?”, aparece justo en un momento donde una parte considerable de la sociedad argentina parece sentirse representada por los discursos negacionistas de Javier Milei y Victoria Villarruel. ¿Cuán considerable creés que es ese sector de la población que reivindica sin vacilar la dictadura y sus más atroces acciones?
Cuando decidimos reunir estos trabajos, que son textos que publiqué a lo largo de veinte años, la posibilidad de que un dúo que combina a un delirante y a una negacionista llegara a la presidencia era remota. La pregunta entonces es por qué ellos han elegido hacer eje en bombardear algunos supuestos básicos que son pilares del pacto democrático argentino post dictatorial. Entre ellos, sobre todo, el trabajo de reparación que desde la justicia hemos producido, con avances y retrocesos, desde diciembre de 1983. El malestar social por las evidentes deudas de la democracia ha sido pasto para otra operación, mucho más peligrosa: relativizar la barbarie perpetrada desde el Estado en el pasado, como una manera, creo yo, de construir un piso que legitime violaciones de los derechos humanos por parte del Estado posteriores a una eventual victoria electoral de Milei y Villarruel. Dicho esto, creo que el sector que sostiene posturas tan radicalizadas de negacionismo no son una mayoría en la sociedad, pero sí son muy intensos, y estuvieron “guardados” hasta que este contexto los favoreció. El ariete y el principal exponente de ellos es Villarruel, la candidata a vice. Pero aquí el problema es que esa minoría intensa confluye en un caudal más amplio de descontento, por otros motivos, y les permite armar la idea de que es “por la democracia” por “el populismo” o, más ridículo aún, porque “son los comunistas los que gobiernan”. Lo grave es que en ese menjunje, en ese descontento aluvional, destruyen evidencia histórica, construcciones que tienen que ver con cosas probadas y juzgadas. Incluso avalados por partidos supuestamente republicanos que no tienen problema en acordar electoralmente con ellos.
Paradójicamente, el hecho de que hayamos naturalizado la democracia -lo que creo que habla bien de nosotros como sociedad- es lo que les permite, en un contexto de crisis, impugnarla. Para eso, apelan a un repertorio simbólico anacrónico e inexacto: la propaganda dictatorial, pura y dura. Hablar de “terroristas” y de “excesos”, de “tirabombas” es evidencia de que probablemente deben hasta haber releído publicaciones de aquella época o, peor aún, que siguen pensando a la sociedad con las mismas categorías de aquella época.
¿Cuáles fueron los errores, si es que los hubo, de la política de Derechos Humanos implementada por el kirchnerismo?
El kirchnerismo tuvo un momento muy virtuoso que yo ubicaría entre la asunción de Néstor Kirchner y el “conflicto con el campo”, para la época de la resolución 125. Hubo una formidable apertura a esos temas, materializada además en la reapertura de las causas por delitos de lesa humanidad. Si tengo que hablar de “errores”, diría que el principal fue la apropiación de una construcción colectiva –la lucha por la memoria, la verdad y la justicia– y su partidización. De allí derivan consecuencias menores, pero que se reducen a que algo que debería haber estado por encima de la facciosidad, terminó siendo parte de ella.
Quizás, por supuesto, le estamos pidiendo demasiado a una fuerza heterogénea. Pero no habría que subestimar lo sorprendente que era, en 2004, por ejemplo, que lo que siempre había sido algo que había tenido que ser impulsado incluso contra el Estado, pasaba a ser una política central de este.
El problema, en segundo término, es que se conformó una jerarquización, en algunas áreas del Estado, a partir del tipo de vínculo o compromiso con “el tema de los derechos humanos”, lo que se transformó en una mecánica que en lugar de sumar, expulsó a muchas personas que venían pensando y militando esos problemas nodales de la sociedad. Esto fue bien visible sobre todo a partir del 2008, como digo. La dinámica política llevó sin duda a eso, pero hay una responsabilidad en haberse puesto en el lugar de una legitimidad supuestamente incuestionable. Recuerdo que la gran discusión, en 2004, 2005, 2006, era cómo no hablar siempre para los mismos, cómo generar mecanismos para comprender que el terror de Estado nos había afectado a todos. Era nuestra discusión, por ejemplo, en los espacios en los que me tocó trabajar. Claro que cuando el conflicto es intenso -o es vivido como intenso- el lugar para la discusión se achica, al punto tal que espacios abiertos y plurales terminan volviéndose excluyentes. Así que creo que estrictamente hablando, si pienso en “el kirchnerismo”, el error, como decís, fue decir y terminar creyéndose que inventaban una historia y una lucha que llevaba bastante más tiempo antes que el 2003.
¿Cómo creés que debería tratarse la espinosa cuestión de las víctimas de la violencia de los grupos armados revolucionarios durante la década del 70?
Creo que es espinosa solamente si mezclamos las cosas, que es lo que aviesamente hacen los apólogos de la dictadura y los negacionistas. Las víctimas de la guerrilla fueron muertas o heridas en un momento concreto de la historia, que puede explicarse y contextualizarse. Más aún, ha sido explicado y contextualizado, lo que no implica que no siga siendo debatido.
Pero la trampa es cuando se utiliza el dolor por una pérdida, que es intransferible, en una discusión histórica. Para quien perdió a alguien de manera violenta, no hay razonamiento alguno. Lo que tampoco puede pasar, por supuesto, es que precisamente por concentrarse en “el dolor no reconocido”, se equipare el terrorismo de Estado con la violencia insurgente. Pero al ponerlo en el plano de la pérdida personal, esa operación retórica termina siendo factible y entonces es lo mismo haber administrado la Esma desde el Estado que ser integrante de una organización guerrillera.
En todo caso, con todos los matices necesarios, la discusión fundamental sigue siendo aquella de medios y fines, o del lugar de la violencia en la política. Pero lo que no puede suceder es que se equipare la ruptura de uno de los componentes básicos del contrato social –el monopolio de la fuerza lo ejerce el Estado en salvaguarda de los individuos– con la conformación de una fuerza que al optar por la violencia se pone por fuera de la ley que de ese modo se funda. Son, entonces, varias las discusiones.
En el plano humano, repito, una muerte es una muerte. Una vida no vale más que otra, todos somos seres únicos. Pero esto no es así en el análisis de los procesos históricos, donde en muchos momentos de la historia la violencia ha sido instrumental.
Una última: ¿por qué suele olvidarse con tanta frecuencia que la dictadura no sólo persiguió y asesinó implacablemente a los integrantes de Montoneros y ERP sino también a numerosos trabajadores, dirigentes sindicales e intelectuales que nunca se habían aproximado a un arma?
Porque durante todo el tiempo que ejercieron el poder, e incluso antes de que lo tomaran por asalto en el 76, la retórica antisubversiva comenzó a instalarse con fuerza, hasta tener el monopolio de los medios de comunicación, educativos, etcétera. Todos aquellos que enfrentaran al Estado eran “subversivos”, estuvieran armados o no, fueran militantes sindicales o abogados laboralistas, maestros o combatientes. Pero la propaganda hizo énfasis, sobre todo, en las acciones guerrilleras más sangrientas y resonantes, para justificar la reestructuración social que implementaron mediante la represión estatal. La figura de la “subversión” y los distintos niveles de adhesión a esta permitió que le represión cayera de forma arrasadora sobre el conjunto de la sociedad, porque cualquiera que se saliera de la norma era un posible blanco. Buscaron atacar las formas elementales de solidaridad, lo que no deja de ser funcional a un modelo individualista como el que actualmente compite en las elecciones.
La espectacularidad de algunas acciones de la guerrilla las vuelve de interés mediático aún hoy. “El público se renueva”, porque el contexto político también cambia, porque enojos actuales pueden favorecer que se vuelvan a señalar enemigos viejos, incluso inexistentes.
El cierre de una biblioteca popular, el exterminio de una comisión interna, es mucho menos llamativo pero lamentablemente, a largo plazo, es donde más profundo ha sido el daño que la represión produjo.
Por eso, también, cuando Milei o Villarruel hablan es un viaje en el tiempo: es como abrir una revista o un diario, como escuchar una cadena nacional de 1976. Pero a no engañarse, no les interesa reparar el pasado, les interesa instalar las condiciones de posibilidad para avanzar en el futuro sobre derechos que costaron sangre, lucha y vidas. Ese es el verdadero peligro.
Así escribe Federico Lorenz: un fragmento de "¿De quién es el 24 de marzo?"
Los jóvenes en la mira
Los jóvenes fueron un objetivo prioritario de la represión. El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas argentinas dieron un golpe de Estado e iniciaron la persecución de aquellos sectores considerados subversivos: las organizaciones guerrilleras como su objetivo más visible, pero también ámbitos considerados afines o campo propicio para la difusión de su ideario, notoriamente activistas sindicales, estudiantiles y sociales. El sistema educativo ocupó un papel central tanto en la política represiva como fundacional del gobierno militar. Los cambios implementados en la enseñanza fueron acompañados por medidas que variaron desde el despido de personal hasta el secuestro de docentes, personal no docente y alumnos. En palabras del primer ministro de Educación tras el golpe, se buscaba la “restauración del orden en todas las instituciones escolares”. Esta restauración partía de la concepción de que el espacio educativo era uno de los más penetrados por la “propaganda subversiva”. Surgió un modelo explicativo en el que el “adulto” (docente) “corrompía” al joven (alumno). La Directiva sobre la infiltración subversiva en la enseñanza establecía que la “enseñanza es utilizada con fines subversivos” y por eso ofrecía una serie de pautas para detectar “indicios” de actitudes subversivas en los docentes y preceptores. Así, los estudiantes eran víctimas de la propaganda subversiva, y si había docentes cuya intención era “captarlos”, otros, orientados por el Ministerio de Educación, serían los encargados de “recuperarlos”. El cuadernillo Subversión en el ámbito educativo (reconozcamos a nuestro enemigo) circuló desde 1977 en las escuelas primarias y secundarias y definía claramente que su objetivo era “que los docentes conozcan mejor a los enemigos de la Nación y para que las generaciones venideras puedan decir de los educadores de hoy cumplieron con su deber”.
La definición del “subversivo” estaba orientada tanto a diseñar modelos educativos a futuro como a identificar a aquellos comprometidos en actividades contrarias al régimen, jóvenes vinculados a agrupaciones estudiantiles o políticas, de las cuales existían numerosas expresiones en el momento del golpe. Las más fuertes de ellas, la UES (Unión Estudiantes Secundarios), vinculada a los Montoneros, y la Juventud Guevarista (JG), con el ERP. Conviene recordar que la represión ejercida sobre estos jóvenes, vistos en un rol pasivo desde el punto de vista pedagógico, no se diferenció de la que padecieron los “adultos”.
Desde la derrota en la guerra de Malvinas (1982) y durante los primeros años de gobierno democrático hubo fuertes disputas por el sentido y la interpretación acerca de lo que había ocurrido en la Argentina. El eje del discurso del movimiento de derechos humanos se concentró en las demandas de verdad y justicia, en un paulatino reemplazo de la consigna de “Aparición con vida” que había predominado durante los años de la dictadura. En ese lapso, desde una posición minoritaria y frente a un Estado represivo, debieron enfrentar una propaganda dictatorial que tendió a concentrar en los jóvenes tanto los extremos de la perversidad de la subversión como la propensión a caer bajo la influencia de ideologías extremas. En consecuencia, los reclamos de los familiares acerca del paradero de sus hijos evitaron cuidadosamente (salvo excepciones, como la Asociación Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas) las causas que habían originado la desaparición de su ser querido. En un contexto de escasísimas respuestas a las demandas de paradero, era por lo menos insensato colocarse, como reclamantes, en el lugar de los estigmatizados por el discurso dictatorial. Con el retorno de la democracia, la voluntad de señalar la magnitud de los crímenes cometidos por la dictadura llevó a enfatizar los rasgos de “inocencia” de las víctimas, y una de las claves en este proceso fue la imagen de las víctimas adolescentes de la dictadura militar.
Meses después del golpe militar se produjo un caso resonante. El 16 de junio de 1976, el jefe de la Policía Federal Argentina, general Cesáreo Cardozo, murió en un atentado realizado por Ana María González, una joven montonera que se había hecho pasar por estudiante y, con la excusa de realizar unos trabajos como compañera de una de las hijas del militar, había colocado una bomba debajo de su cama. Identificada por las fuerzas de seguridad, en su persona se concentraron algunas de las visiones acerca de la juventud como campo fértil para la guerrilla. El periodista Bernardo Neustadt interpelaba en ¿Se preguntó usted cuántas Ana María González hay?: “Una noche, trágica, una adolescente, Ana María González, se desliza sigilosa en el «hogar más amigo» y, traicionando todos los sentimientos de amistad, gratitud, nobleza, fríamente, cumple una misión de asesinar a un hombre. No importa que se tratara del jefe de la Policía Federal. Era un hombre que al acostarse se iba a concentrar en su último sueño, dinamitado por un explosivo colocado por la mejor amiga de su hija. Fue como si hubiéramos «descubierto un nuevo mundo». Como si no conociéramos que en Monte Chingolo pelearon y murieron adolescentes que trataron de tomar un cuartel. Como si en cada conversación de la Argentina de hoy no escucháramos a menudo: «No sé, mi hija anda con ideas muy extrañas...» o aquello otro: «La hija de fulano es marxista, está a la izquierda, o tiene algo que ver con la guerrilla...» (...) ¿Cómo controlar cada acción de los amigos y amigas de nuestros hijos en una sociedad así desfigurada? ¿Cómo evitar el «uso» de nuestros propios hijos? Tal vez recuperando la autoridad perdida que no es arbitrariedad ni autoritarismo (...) No quiero seguir sin una aclaración vital, Ana María González es un adolescente que asesina. No partamos de esta base para decir que toda la juventud está enferma. Que todos los padres descuidan a los hijos o los vuelven muy cómodos. Miles de Anas Marías González (sic) estudian, trabajan, sueñan, se frustran y no matan generales”.
¿Cómo hacer para reclamar por los hijos sin que se pensara que eran “adolescentes que mataban generales”? El énfasis de los reclamos en la filiación por sobre la raíz política del secuestro de las personas permitió tanto eludir esas acusaciones como a la vez reforzar la perversidad y la magnitud de los crímenes estatales. Es en este contexto que los adolescentes como víctimas comenzaron a cobrar peso en un sentido inverso al de la propaganda militar, pero manteniendo como características centrales su inmadurez y propensión a la manipulación, lo que a la vez los convertía en víctimas inocentes de la dictadura.
El informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) retoma estos conceptos. En su Prólogo, al definir a las víctimas de la represión, ubica entre numerosas formas de activismo social a los “muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil” y afirmaba que las víctimas eran “en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera pertenecer a los cuadros de la guerrilla, porque estos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores”.
Por otra parte, el Capítulo II del informe, “Víctimas”, dedica un apartado a los adolescentes. En la introducción a sus casos, son descriptos del siguiente modo:
“Todavía no son maduros, pero ya no son niños. Aún no tomaron las decisiones fundamentales de la vida, pero están comenzando a trazar sus caminos. No saben mucho de los complejos vericuetos de la política ni han completado su formación cultural. Los guía su sensibilidad. No se resignan ante las imperfecciones de un mundo que han heredado de sus mayores. En algunos, aletea el ideal, incipiente rechazo de la injusticia y la hipocresía que a veces anatematizaron en forma tan enfática como ingenua (...) Casi 250 chicas y chicos que tenían entre 13 y 18 años desaparecieron, siendo secuestrados en sus hogares, en la vía pública o a la salida de los colegios. Basta mirar la foto mural que la Conadep preparó con las fotos de los adolescentes desaparecidos en el programa Nunca más, para que ese porqué no tenga respuesta”.
Esta descripción muestra personas incompletas en su desarrollo, alimentadas por fuertes ideales pero carentes de elementos “políticos y culturales” como para resolverlos, y son estas características las que refuerzan la imposibilidad de explicar los crímenes que padecieron.
Esta imagen fue cuestionada durante la transición democrática. Enrique Fernández Meijide, cuyo hijo Pablo fue secuestrado a los diecisiete años, fue uno de los protagonistas del movimiento de derechos humanos y una de las caras visibles del programa televisivo Nunca más. Ante los rumores acerca del retorno de los líderes montoneros al país, publicó una nota en diciembre de 1984. En Por favor, quedáte donde estás, Meijide se dirige a Mario Firmenich. Se define como un “dador de vida” que “ni pensaba en hacer política” y que “hasta 1976 era un hombre tranquilo”. pero a partir del secuestro de Pablo, su vida cambió. Mientras buscaban a su hijo, “nos fuimos enterando de circunstancias y hechos tan terribles como el nuestro. Eran cientos, miles. La inmensa mayoría tan inocentes como el nuestro. De Pablo doy fe. Por su edad, por su trayectoria, tan escasa en tiempo”. El texto de Fernández Meijide generó la respuesta de un grupo de “familiares peronistas de detenidos-desaparecidos y muertos por la represión”. En ella afirmaban: “Nuestros familiares, señor Fernández Meijide –como todas las víctimas de estos siete años y medio de violencia oligárquica–, no fueron ajenos a la realidad que vivían. Fueron militantes de la liberación nacional de nuestra Patria. Fueron militantes de la causa popular. Fueron la resistencia encabezada por la clase trabajadora y la juventud. Fueron los hombres y mujeres de una generación gloriosa que tuvieron el coraje de ser los primeros en haberse opuesto a la destrucción nacional (...) Fueron los primeros que señalaron a la dictadura las mismas críticas que hoy levantan todos los sectores nacionales, con la diferencia que hacerlo en aquellos años representaba la cárcel, la muerte, las vejaciones sin límites, la desaparición forzada, desprestigio de sus nombres, el exilio. Por eso los llevaron. Por eso están muertos, presos, desaparecidos o exiliados. Por eso se los acusaba de «subversivos» y «terroristas».
En un país que salía de la represión, ¿cuál era el espacio para tales discusiones? La magnitud de los crímenes denunciados llevó a un rechazo acrítico hacia un pasado signado por la violencia, tanto durante como antes de la dictadura militar: “La predisposición favorable hacia la temática de los derechos humanos no implicó una recuperación épica de las víctimas sino un repudio a los métodos ilegales, tanto los de la violencia política como los de la represión ilegal”. Frente a este panorama, politizar la discusión evocando el compromiso de las víctimas (que no dejaban de serlo a pesar de este) era doblemente difícil: por un lado, porque se corría el riesgo de que esa reivindicación fuera asociada con las organizaciones armadas y sus prácticas violentas; pero, sobre todo, porque una iniciativa en esta línea contradecía la visión acerca de la represión y sus víctimas que comenzaba a predominar. La voluntad de dejar atrás una época signada por la violencia se tradujo en una caracterización mucho más ética que política acerca de una etapa caracterizada por las violaciones a los derechos humanos. En este espacio, la figura de las víctimas perdió sus aristas políticas frente al realce de sus cualidades morales. Y esta dimensión ética se trasladó a la descripción del período: “Lo que se había llamado la «guerra interna» era ahora la «represión» o el «terrorismo de Estado» y los que habían sido «subversivos» ahora eran «militantes», «jóvenes idealistas» «víctimas» y más precisamente, «víctimas inocentes»”.
El emergente de estos procesos sociales de apropiación fue la imagen de la víctima inocente, joven, en un arrastre de la respuesta a la propaganda dictatorial y acudiendo a la necesidad de reforzar los elementos de condena al gobierno militar. En una recopilación de escritos de jóvenes desaparecidos, Ernesto Sabato, transformado en el emblema de las actividades de la Conadep, sintetiza esa imagen:
“La alta calidad espiritual de los desdichados que los escribieron, su devoción a los padres y a la tierra que los vio nacer, una sensibilidad en ocasiones evangélica hacia los desamparados y olvidados por los poderes de la tierra (...) Hay motivos para desgarrantes reflexiones sobre el destino de una juventud que fue parte de la mejor juventud argentina, cuyo único delito fue soñar con un mundo más humano. Muchísimos de los desaparecidos que registramos en nuestra Comisión nacional eran apenas adolescentes, que fueron arrancados bárbaramente de sus hogares para llevarlos a los antros del suplicio, la violación y la muerte”.
Es en este marco que la historia de La Noche de los Lápices, a través de la voz de Pablo Díaz, sobreviviente de la masacre, fue conocida.