Hace algunos días el joven hijo de una amiga con el que hablaba a través de mi venerable teléfono fijo intentaba convencerme de las bondades de WhatsApp, haciendo hincapié, más que nada, en la eficacia de su inmediatez, algo que a él le permitía establecer contacto, y prácticamente sin dilaciones, con cualquiera que residiera en cualquier lugar del mundo, salvo que el celular del otro -¡en mala hora!- estuviese apagado, por supuesto…
(Yo, mientras tanto, pensaba en el rudimentario lenguaje que en la mágica pantallita han llegado a conformar la ausencia de sintaxis, las caprichosas abreviaturas, los inventados apócopes, y el circense desfile de “stickers” que nos libera del esfuerzo de poner en palabras un pensamiento relativamente complejo, sustituyéndolo por los mohínes de un monigote encantador, de jardín de infantes).
En el curso de esa misma conversación hice una tímida defensa del “correo electrónico”, como de un último bastión del intercambio epistolar y su privacidad, luchando en franca desventaja con el promiscuo exhibicionismo de Facebook, a lo que mi interlocutor respondió, con tono a la vez compasivo y desalentador: -Y sí… pero viste que ya la carta…
Y sí… algo repitió dentro mío… ¿a quién se le ocurriría hoy sentarse a escribir una carta, salvo que se trate de una de esas temibles “cartas documento” escritas en odiosa jerga abogadesca, que no suelen ser sino la antesala de pleitos interminables e interminables dolores de cabeza?
Sin embargo, todos sabemos que hasta no hace mucho tiempo -hasta bastante avanzado el siglo XX, quizás- el rol de “la carta” fue extremadamente significativo, como lo demuestran, y escogiendo poco menos que al azar, las más de ochocientas cartas escritas por Van Gogh -el grueso dirigido a su hermano Theo-, los ocho tomos de correspondencia que dejó Flaubert, habiendo tenido como corresponsales, además de a su madre y a escritores de la talla de Maupassant, Turguéniev, Victor Hugo y George Sand, a su abnegada amante, Louise Colet, o las cartas que Kafka remitiera a Felice Bauer, la novia berlinesa con la que llegó a comprometerse en dos oportunidades, aunque solo se hubiesen visto una veintena de veces en cinco años, pero a la que el genio praguense hizo destinataria de más de quinientas confidenciales misivas.
La ventaja que, tanto para el historiador profesional como para el ávido lector común, comporta el hecho de poder bucear en este fabuloso mar de papel escrito, es que ello permite acceder al vívido relato de situaciones que gravitaron decisivamente en la vida de destacadas figuras de la cultura universal y, lo que es más cautivante aún, a través de la visión insustituible de los propios protagonistas.
En carta fechada en agosto de 1888, por ejemplo, Vincent van Gogh deja clara constancia del poco aprecio que su pintura -¡hoy tan desmesuradamente cotizada!- despertaba en el círculo de sus allegados: “… Temo que no tendré de modelo a una mujer muy hermosa que me lo había prometido, después -parece- ha ganado algunos centavos yendo de juerga y tiene algo mejor que hacer… si pintara lamido como Bouguereau, la gente no tendría vergüenza en dejarse pintar: yo creo que esto me ha hecho perder modelos, porque les parece que está mal hecho, que mis cuadros no son más que lienzos saturados de pintura. Lógicamente, las buenas prostitutas temen que se burlen de su retrato y desacreditarse”.
Pero el contenido de una carta pudo servir no solo para testificar las tribulaciones de un alma cándida y visionaria como la del incomprendido Van Gogh, sino también para explicitar el credo estético de un autor que entendía el ejercicio de la literatura como una tan férrea disciplina, que prácticamente le demandaba inmolar su vida en el altar inmisericorde del arte…
En efecto, la obsesiva búsqueda de la forma perfecta y la palabra justa (le mot juste), que tanto incidiera en la labor literaria de Gustave Flaubert hasta convertirla en un suplicio, ha quedado reflejada en sus cartas a Louise Colet, resignada amante, poetisa respetable y paciente corresponsal, a la que con fecha 16 de enero de 1852 el novelista le confiesa: “Lo que me parece hermoso; lo que querría escribir, es un libro sobre nada; un libro sin ligadura exterior, que se mantuviera solo por la fuerza interna del estilo, como se mantiene en el aire la Tierra sin estar sostenida; un libro casi sin tema o en el cual el tema fuera poco menos que invisible, si esto puede ser. Las obras más hermosas son las que tienen menos materia…”. Y el sábado 3 de abril del mismo año: “¿Sabes cuántas páginas habré escrito dentro de ocho días, desde que estoy aquí? Veinte. ¡Veinte páginas en un mes y trabajando por lo menos siete horas diarias! ¿Y el final de todo esto, el resultado? Amarguras, humillaciones interiores, y para sostenerse nada más que la ferocidad de una indomable fantasía. Pero envejezco y la vida es corta”.
Comparado con el celebérrimo Flaubert, si bien Marcel Schwob no es lo que pudiéramos llamar un desconocido, acreditadas enciclopedias continúan ignorando su existencia, y hasta Marcel Proust, cuatro años más joven y con el que compartieran salones y amigos comunes, en su vasto epistolario -un friso que pareciera congregar a todo el mundo parisino de la época- no lo menciona más que una vez.
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Otra imagen del singular escritor francés Marcel Schwob.
Lo cierto es que de este vástago de una familia judía tradicionalmente culta y refinada, se ha dicho que quizás haya sido “el más británico de los escritores franceses de su generación”, y producto de ese deslumbramiento por la literatura en lengua inglesa fue, sin lugar a dudas, la devoción que despertara en él Robert Louis Stevenson, al que leyó embelesado desde su adolescencia, y con el que si bien no llegaron a conocerse personalmente -como era de esperar- intercambiaron correspondencia…
Stevenson murió un 3 de diciembre de 1894 en Samoa, donde fue sepultado, y unos siete años más tarde Schwob concretaría la peregrina empresa de embarcarse rumbo a los mares del Sur -acompañado por un doméstico chino llamado Ting-Tse Ying- para visitar la tumba de su admirado amigo escocés.
El escritor no pudo lograr este objetivo, pero de la azarosa -y descabellada- travesía, quedó un testimonio invalorable en las cartas que, a modo de diario, le escribió a su “adorada” esposa -los afectos de Schwob siempre fueron de una intensidad desmedida-, la consagrada actriz de carácter Marguerite Moreno.
De esa colección de cartas, luego reunidas en un volumen que se llamó Viaje a Samoa, he seleccionado una fechada el 2 de marzo de 1902, porque contiene un pasaje de dudoso gusto, tal vez, y poco recomendable para estómagos delicados, pero que describe de primera mano cómo viajaba en barco un cultísimo escritor francés asistido por su criado, que además era un letrado chino, cuando despuntaba el siglo XX: “Esta noche, una enorme rata, gris y negra, con el vientre blanco, me ha visitado entre la una y las dos. Muchas cucarachas le hacían cortejo. Sobre el Manapouri (nombre del barco) mi té de la mañana a menudo estaba sembrado de sus patas finas. Aquí el puré rebosa tanto de puntas de cigarrillo como de trozos de jabón amarillo. La costumbre se impone sobre el desagrado”.
Y un dato vernáculo que no deja de ser curioso: Schwob murió a comienzos de 1905, y su viuda, Marguerite Moreno, se embarcó ese mismo año hacia la Argentina en gira artística, vivió siete años en Buenos Aires y le dio clases de dicción francesa a una jovencita interesada por el teatro, que se llamaba Victoria Ocampo. Otra infatigable redactora y receptora de cartas, que la pondrían en contacto con algunos de los nombres más relevantes en la vida cultural de su tiempo… pero ese ya sería tema para una nueva nota.