En el devenir de la existencia los seres humanos convivimos repetidamente con el duelo, ese proceso donde se intenta hacer algo con aquello que se ha apagado y se ha vuelto ausencia.
En el caso de Florencia Lo Celso -autora de El color de nosotros junto a Rubén Plaza, La vuelta del instante, La palabra que nombra y Como un silbo escondido; gestora cultural y quien, como funcionaria, impulsara activamente el Festival de Poesía de Rosario en sus comienzos- ese proceso se ha consolidado en una escritura visceral e intensa, donde el encuentro –en el memoria- de la casa natal cataliza todos los duelos recorridos. Dice Lo Celso “algo me había sido arrebatado/ y ahora vuelve/ por esa puerta/ que me invita a entrar/ liviana/ sin espinas”.
Dividido en dos secciones, la primera sin título y la segunda La herida se abre, el libro se compone de textos con versos breves –titulados cada uno con el primero de ellos-, para “cobijar del desamparo, aquellos instantes que –fragmentados en tiempo y espacio- componen la fisonomía del ayer”, como bien señala Piero De Vicari en el prólogo. “Rozo con mi cuerpo/ los gestos/ de abandono// la cortina con flores/ y la vieja vitrola// tanto sitio/ tanto lugar/ tanta historia” sentencia la poeta.
Dice Gaston Bachelard en su Poética del espacio que “la casa es nuestro rincón del mundo. Es –se ha dicho con frecuencia- nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. Un cosmos en toda la acepción del término”. Precisamente, “la casa crece/ y se desplaza/ desde aquel viejo reloj/ con el cucú/ que sale/ a saludarme”, al tiempo que la autora advierte que “camino/ el olvido/ como quien camina/ un sendero”, en una tensión entre lo que ha sido y su desvanecimiento, y que se “disuelve/ a través de los vidrios/ como una gota/ que recorre/ los últimos vestigios/ con los ojos rotos/ de tanta mirada/ sin pupila”.
Así Florencia Lo Celso, con oficio en la palabra pero también con deslumbramiento, nos descubre “la hojarasca y el asombro/ en la voz/ del poema”.
La anécdota del poema que da título a este último libro de Diego Colomba – décimo en poesía desde el año 2012 en adelante- ironiza en cierto modo sobre la figura del poeta y al mismo tiempo –el libro todo- confirma que su autor se toma bien en serio a la poesía.
Textos en general breves que en lo formal se acercan a la prosa poética o bien se construyen con versos largos, algunos con destellos incluso orientales: “Un gorjeo. En el escalón más alto de mí mismo. Metálico y seco. Más lastimero”; pero donde la conclusión señala una geografía personal, en la que “se nos confunden los fantasmas. Somos los apáticos. Los efímeros ciudadanos de la felicidad y el olvido”.
Este coqueteo con la escritura prosística no impide que haya un logrado trabajo en el ritmo y en la musicalidad, así como que los poemas se muestren pulidos y elaborados. No se resguarda en esta forma si no que la convierte en un recurso bien utilizado. Otra de las marcas propias de esta poética es el eventual uso de la segunda persona, en una sutil interpelación –o autointerpelación-, dando una sensación de enunciación simultánea a la lectura.
De esta manera se abren caminos, se dicen ciertas cosas y lugares (evidentes y no tanto) de la realidad, se atisba un poco más allá de esa misma realidad para balbucear algo del misterio, aún entre los despojos, el barro y la corrosión. Leemos en el poema Lo que se oye son los restos: “… Ese hilo casi invisible dibuja largas elipsis en el aire, sobre pedazos de grúas, tractores sin ruedas, largos tubos que se ahogan en el yuyal quemado; desfallece finalmente fuera del alcance de mi vista”. Una mirada que indaga y recorre los detalles con un sesgo cinematográfico – tal vez una personal apropiación del lenguaje del cine; una atmósfera de contemplación actual sobre lo caduco en apariencia-.
Colomba, que continúa jalonando una obra valiosa con esta nueva edición, da cuenta de una lírica personal, vivencial pero que se aleja del mero intimismo, en tanto hay un camino de elaboración y consolidación entre autor y sujeto lírico que sostiene y cohesiona los textos.
El quinto libro (o libros) de la editorial rosarina de gestión colectiva Perfeito es (o son) El cuaderno negro/ El cuaderno celeste del rosarino Ramiro García (1972); su primer libro en solitario en poesía (publicó en 2010 El hit del verano con Tomás Boasso).
El original diseño de Lucas Callosa permite que el inicio de cada cuaderno –oportunamente ilustrados con obras de Manué Virtual- obre de contratapa del otro, en sentido invertido, dando la posibilidad de comenzar la lectura por cada uno de los cuadernos indistintamente.
Poesía que se hace cargo del tiempo presente, bebe de aguas turbias, no evita ni la aspereza ni la corrosión, y busca la belleza en lo cotidiano, lo prosaico y hasta en la fealdad que nos rodea –“...metiéndose el dedo en la napia/ hurgando en un oráculo de moco”. García utiliza por momentos el tono no tradicionalmente poético para dar vida a sus versos, retomando cierta tradición del noventismo, esa búsqueda de lo sublime “entre la basura, el óxido, los carteles abollados” de la cual habla Edgardo Dobry, pero también involucra una fina sensibilidad: “¡Doce años! Un viaje de ida y otro de vuelta/ y el corazón: una membrana menos flexible cada domingo”.
El cuaderno negro cuenta con los zombis como leitmotiv, en un expreso homenaje a los cadáveres de Perlongher y como metáfora del ser humano actual alienado. También el chileno Diego Maquieira con su tirana aparece entre los versos, dialogando a través de estos autores con el neobarroso. Y entre el abrumamiento de lo real, el poeta concede al silencio y al poema como “las dos formas más sublimes/ de la utopía”.
En el cuaderno celeste prepondera lo confesional y el registro sobre la propia escritura: “después de los cuarenta/ se escriben los verdaderos poemas/ eso será verdad sí y sólo sí/ escribir se trata de reponer la distancia/ entre lo que esperábamos y lo que existe”; en una particular lírica donde aparecen personajes de la propia vida del autor designados con iniciales.
García en esta obra se muestra como un poeta maduro, con una gran riqueza en el contenido y un certero manejo de los recursos poéticos.
Quizá porque la poesía de Yamil Dora tenga un tono narrativo puede ser que su narrativa –y en el caso particular “Por la vereda de la sombra”- logre ser poética en el tono adecuado.
Sin estridencias y con una belleza despojada, elabora esta obra en una sucesión de noventa y siete capítulos con una estructura que podría remitir a la prosa poética, con oraciones breves y obviando el uso de comas. Los capítulos carecen de título y en el índice son referidos con las líneas iniciales -modalidad que se utiliza en poesía con frecuencia-.
Narra con un trabajo preciso de montaje desde el punto de vista del protagonista y en primera persona una historia que transcurre en épocas y momentos diferentes, pero que se va contando siempre en presente y reconstruye así el relato cuyo punto nodal es una tragedia familiar.
Contrariamente a su novela anterior -que posee un procedimiento similar-, en este caso podemos atisbar en cambio una vida familiar feliz, que es interrumpida precisamente por esa tragedia y cómo, a partir de ello, el protagonista intenta proseguir su derrotero con esos pedazos rotos.
Elabora el autor cada oración como una sutil pincelada pero a su vez con cierto rigor cinematográfico en lo que se va contando.
La construcción del relato posee también elementos oníricos pero, a pesar de lo fragmentario de la trama, se elude el hermetismo.
Una fuerte presencia de lo sensorial se une a la narración de los hechos que evita en general mero el monólogo interior, aun cuando la novela trate de un hombre quebrado que intenta recomponerse.
Dora, que ha publicado en narrativa “Los lindos” y “Diez mil kilómetros de distancia”, además de varios libros de poesía –el último de ellos “El olor de las hormigas” en colaboración con Silvia Castro- consigue con su nueva novela una obra intensa, ejecutada con precisión, que permite transitar el camino del dolor sin golpes bajos ni estridencias.
Sitios de oscuridad, atmósferas inhóspitas, los propios fantasmas, constituyen el material con el que Luciano Trangoni fragua los poemas de Ceremonial del abismo, su último libro, sin abandonar esa mirada –crítica- sobre lo social que ya asumiera en su obra anterior, Los obreros de la tierra.
El sujeto lírico se posa en esa región fronteriza entre la cordura y lo pesadillesco -“me siento a escribir/ el abismo/ los temblores/ la nada”-, ese sitio incómodo de la creación y –como la escritura del personaje de Nicholson en El resplandor- nos dice que “cada noche/ leo/ la misma página/ del mismo libro”.
Referencias a artistas aparecen en los textos, no como un mero recurso a la cultura, si no para señalar las posibles boyas que puedan atisbar un sendero en el recorrido por el abismo. De esta manera, surgen los nombres de Becket, Poe, Baudelaire, Tolstoi, Lautréamont, Van Gogh, Kurosawa, Kafka –a través de Greogorio Samsa-, Artaud y Pound; no sólo como homenajes sino también como identidad de la poética en juego, como marcas concretas,
El poema que da título revela el titubeo del poeta frente al fuego, las dudas y los miedos que presenta el camino hacia lo que busca su poesía –los que también encontramos en el mismo camino de la vida-. Se pregunta entonces si “¿debo continuar caminando en círculos?/ ¿debo perpetuar esta agonizante ceremonia/ en la que un espejo y su sombre son la llave de mi/ celda?// definitivamente no/ definitivamente sí”.
Se destaca además el trabajo formal y el esmero en la concreción de los textos, “una búsqueda conceptual completamente pulida” como bien señala Norman Petrich.
Frente a la mera trivialidad de otros autores, Trangoni, que ha publicado narrativa y en poesía, además de su anterior libro ya mencionado, La confusión de las lenguas y El sanatorio de los hechiceros imaginarios, apuesta por una palabra que se conduce hacia los límites, aun cuando haya dolor en ese asomarse, no como una mera pose o impostura, si no con un genuino compromiso y riesgo en la escritura.
Hubo 2 mil inscriptos y apenas el 20% presentó la documentación exigida.
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