Somos sobrevivientes. No de una guerra, pero sí de una pandemia. En el mundo los muertos se cuentan por millones. En nuestro país, por decenas de miles. Los edificios no se han derrumbado bajo las bombas, pero el efecto en la economía y en los lazos sociales es el de una guerra. En antiguos barrios comerciales de Buenos Aires, por ejemplo, aún son muchas más las persianas bajas que los comercios abiertos; la mugre, como quien monta una escenografía, domina los paisajes matinales y vespertinos. Algunas calles se han convertido en enormes dormitorios. Vivimos en una sociedad que ha desplazado a miles de compatriotas aunque no haya forzado a una emigración. Y perdimos a muchos miles: muertos, abandonados por el sistema educativo; compatriotas que solo ven la espalda de los que tuvimos la suerte de sobrevivir.
Un prolongado aislamiento, la forma desordenada en la que salimos de él, el conteo día a día, nos han embotado y nos obligan a recuperar la capacidad de proyectar más allá de mañana. “El diminuto presente, aplastado entre el pasado y el futuro, pierde todo respeto por sí mismo y la capacidad de pensar y hacer”, escribió Robert Graves en una carta de la primera mitad de la década de 1930 dirigida a su gran amigo y camarada de armas, el poeta Siegfried Sassoon. Un sobreviviente de la Gran Guerra −otro cataclismo− describe una situación análoga a la nuestra. Porque somos sobrevivientes, deberíamos pensarnos de esa manera y, a continuación, volver a imaginar futuros.
Alguien va a tener que devolverles la existencia a los muertos y reparar el horrible espectáculo de la forma obscena en la que por acción u omisión hemos bailado sobre sus tumbas. No me refiero a resucitarlos, lo que es imposible, ni siquiera a desagraviar a quienes vieron cómo desde las más altas esferas se burlaban de las restricciones que a ellos los privaban de una despedida última. Me refiero a recomponer el lazo entre los que quedamos y los que se fueron, reconstruir las condiciones para la existencia de los muertos entre nosotros. Borrar la horrible sensación de que hemos rematado un proceso que lleva algunos siglos: aquel que trata a los fallecidos como meros descartes, simplemente como seres que dejan de existir. Debemos garantizar las condiciones para su existencia social más allá del dolor individual. “Hasta antes de que la sociedad fuera deshumanizada por el capitalismo”, escribe John Berger, “todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos (la infinitud). Era este su futuro último. Por sí mismos, los vivos estaban incompletos. Los vivos y los muertos eran interdependientes. Siempre. Solo esa forma moderna tan particular del egoísmo rompió tal interdependencia. Y los resultados son desastrosos para los vivos, que ahora piensan en los muertos como los eliminados”. Debemos devolverles ese espacio no solo para honrar su memoria, sino por puro egoísmo. Es vital para nosotros, los vivos, regalarnos esos momentos de infinitud: como seres, como especie.
Alguien va a tener que contar lo que pasó. Y para eso, tendrá que revalorizar la importancia de compartir historias, la importancia de la palabra. Ambas cosas son las que nos vuelven humanos. En el campo de las narraciones se confunden literatura e historia, vitales para la cultura como la sangre para el cuerpo. No importa, al contrario. Para escuchar, hay que detenerse, hay que ver a un semejante gesticular, acompañar el relato con su cuerpo, o realizar la acción física de buscar un lugar tranquilo para leer. Y allí los historiadores tienen muchísimo que hacer en el refuerzo del hilo entre las generaciones. A pesar del bombardeo de las redes, un primer aporte es el de la narración, recuperar el placer de sentarse a escuchar, a leer, a saber que otros, antes que nosotros, atravesaron esta vida del modo que pudieron. Escribe Irene Vallejo en El infinito es un junco, un best seller escrito por una filóloga, vaya rareza: “Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes, documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un relato. Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando su viaje? Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre y de la imaginación?”. Alguien tiene que empezar a narrar este viaje, mostrar que nada empieza ni termina con nosotros, que tenemos una tarea que nos trasciende. Y para ello, en un primer momento, quizás no debería preocuparnos tanto la distinción que hace la autora entre el esqueleto de los datos y el músculo y la sangre de la imaginación. El hilo, lo que narro, es uno.
Luego, recuperado el placer de la narración, y la capacidad de le escucha atenta, tendremos que aprovechar las herramientas que la Historia nos ofrece para comprender el presente y proyectar un futuro: salir de la parálisis de un presente tan plano como las pantallas de las que nos podemos despegarnos, tan mísero como el horizonte que aguarda a millones de seres humanos. Una de las formas de hacerlo consiste en devolver carnadura histórica a los procesos; entender que la parte que hagamos será importante no solo para nosotros, sino en un futuro que no veremos. Es un acto de justicia, porque nosotros, a la vez, somos el porvenir de quienes ya no están: actuamos las esperanzas, realizadas o fallidas, de quienes nos precedieron.
Debemos recuperar la capacidad de pensar históricamente la política, devolverle a esta la dimensión del tiempo. Como escribe José Luis Romero: “La política no es más que el epifenómeno de planos más profundos de la vida histórica… Y llegar a comprender que los episodios espectaculares de la historia no pueden comprenderse sin entroncarlos en lentos y oscuros procesos subterráneos que se refieren a la vida de las sociedades, a su organización económica y a su creación cultural, es cosa a la que puede ayudar un buen profesor (…) No dudo que también se puede caer por esta vía en un simplismo escolar; pero no es un simplismo deformante, sino una forma elemental de los planteos que hoy hace la conciencia histórica”. En la cita aparece la figura del docente, las relaciones entre Historia y Educación. No es azaroso: solo en una red educativa pública, con planes con vigas maestras tendidos mirando prospectivamente en una escala de décadas es que podremos romper el estancamiento, frenar el retroceso.
La tarea central, recuperado el placer por las narraciones y la Historia entendida como forma de comprender el mundo, será lograr que las nuevas generaciones comprendan, pidan explicaciones, y actúen: es decir, que interpreten el pasado, que nos reclamen por nuestra responsabilidad, y que imaginen un futuro mejor tanto que el que existía en 2019, como el que emerge del desastre. Tenemos que convencer a nuestros chicos, y no de forma retórica, que pueden cambiar el mundo. Tendremos que exponernos a ser juzgados. Así lo expresa José Pedro Barrán, historiador y docente uruguayo: “Para quien enseña, investigar es muy importante, porque ahí entendés lo frágil que es tu conocimiento, lo vulnerable, lo difícil que es lograrlo, y el contacto con los alumnos se dulcifica. Vos no das un conjunto de dogmas, de saberes inalterables. Entonces no solo sos más humilde sino que le das a entender al otro que el conocimiento que le estás transmitiendo se reestructura permanentemente. Transmitir eso a veces es más importante que transmitir verdades”.
Esto es clave, porque alguien tendrá que ser capaz de impugnar el estado de las cosas y actuar uno mejor, más justo. Hemos emergido diezmados, cansados, peores, con muchos de los indicadores sociales y económicos empobrecidos tanto como millares de seres. E hipócritas. El dedo acusador contra una docente por hacer adoctrinamiento en una escuela de La Matanza, certero en criticar sus formas, obvió lo evidente: que la escuela y la enseñanza siempre fueron instrumentos políticos, y hoy más que nunca son necesarios para que la salida sea colectiva y no por la libre; virtuosa y no caníbal y autodestructiva. Un estudiante que piense históricamente pondrá en negro sobre blanco lo más evidente de todo esto: que salieron mejor parados los que tenían más recursos. Que la pandemia fortaleció esta idea de que somos un momento culminante de la especie, reforzó la ausencia de futuro, o en todo caso, una oferta de futuro irradiada 24/7 por todos los canales posibles, embotó nuestra capacidad de discernir críticamente. Y este estudiante podrá hacerlo porque la Historia es un instrumento para ello, porque las buenas historias generan preguntas, y una buena pregunta, como decían los griegos, es educación.
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Y habrá que preguntar. “¿Qué hiciste entonces?”; “¿Cómo puede ser que mientras miles morían hayas tenido tiempo de enriquecerte de esta manera?”; “¿Cómo es que te alcanza con declamar la igualdad y la justicia?”. Solo esas tres preguntas, actuadas políticamente, cambiarían el mundo, y son preguntas dirigidas tanto hacia el pasado como hacia el futuro, porque significan denunciar la injusticia, imaginar una sociedad donde esta no exista. Y son necesarias, porque todo ha empeorado. Estos casi dos años significaron un retroceso en todos los terrenos: “La Pandemia acaba por afilar las garras de un poder que estaba perdiendo a su presa. Contiene una energía que tiende a detener los tiempos, a restaurar aquello que había decaído. Parece diseñada a propósito para devolver una perspectiva mítica a la pura y simple dominación: como para devolverle la narrativa perdida y por lo tanto la fuerza motriz y, en última instancia, la autoridad moral (…) Todo poder sabe que nada lo hace tan fuerte como la capacidad de presentarse bajo el aura mítica del salvador”, escribe Alessandro Baricco.
¿Queremos ser salvados a este precio? Los mismos poderes construyen sus anticuerpos, el ascenso de los neofascismos es distractivo para el pensamiento progresista y para la izquierda. Aparecen iluminados que hacen como el tero. Nos asustan con figuras como Bolsonaro, como Milei, mientras se consolida el formidable retroceso y a lo sumo se nos otorga el papel de vencedores morales. ¿La pandemia nos ha domesticado? ¿Este es el mundo que queremos? Tampoco deben ser subestimados, y sí, en cambio, señalados a cada paso, porque no hacerlo significaría no solo dejar que avanzaran los intolerantes, sino ser menos humanos. Como escribió Alessandro Portelli en su estudio sobre la masacre de las Fosas Ardeatinas: “He entendido concretamente algo que sabía en teoría: una tradición es un proceso en el que también la simple repetición significa una responsabilidad crucial, porque el sutil encaje de la memoria se lacera de modo irreparable cada vez que alguien calla. No es solamente en África donde, como decía Jomo Kenyatta, se quema una biblioteca cada vez que muere un viejo; también en Italia, cada vez que un antifascista calla, se quema un pedazo de libertad”. Es tan cierta esta idea como constatable en el hecho de que los grupos de la sociedad más reaccionarios disfrazan su autoritarismo en palabras que significan lo opuesto a lo que harían si tuvieran el poder: “libertad”, por ejemplo. “Democracia”, “república”. Sin Historia, esas palabras, tan cargadas de sentidos, instaladas a fuerza de sangre y sacrificios, se vuelven planas y manipulables con total impunidad. Cada dirigente puede inventarse un pasado, apropiarse de un símbolo, construirse el linaje más adecuado a sus fines, burlándose de los muertos, que no pueden defenderse, y de los vivos.
Por supuesto que es más fácil señalar al otro, regodearnos en nuestra escala de valores “correcta”, en saberse “del lado de los buenos”. Pero esto es pobre si, al mismo tiempo, no actuamos ni enseñamos a actuar. Actuar aprovechando cada resquicio que la realidad nos ofrece: una columna, un libro, una entrevista, y, por supuesto, una clase. La Historia, con su acervo de episodios, de caídas, recaídas y vueltas a levantarse, de ojos febriles imaginando futuros a oscuras para no ser descubiertos, es una cantera. La Historia, según se la practique, según se la divulgue, enseña a ser rebeldes, a no aceptar la realidad, no desde la negación, sino desde su comprensión para poder modificarla: “Si la historia es la ciencia del cambio –así la definía Marc Bloch, gran historiador y resistente heroico-, tiene que enseñarles a los chicos, primero, a no bajar los brazos nunca cuando todo, alrededor de ellos, parece decir que no hay salida. Si debe transmitir valores, son valores de emancipación, y no de resignación. He aquí lo que hay que decirles a los chicos, sobre todo en tiempos particularmente difíciles como los actuales. Decirles, con toda sencillez: estos tiempos se terminan siempre, incluso los peores, incluso los que se presentan como inevitables, inmutables” (Patrick Boucheron).
Se trata de recuperar el fuego sagrado, no por mera nostalgia, sino por una cuestión de supervivencia. Ese fuego es tan vital hoy como lo fue en el mismo momento en que la especie humana comenzó a dominarlo. Eso no ha cambiado. Vaya si la Historia no es importante. Se trata de aprender que si el ser humano ya robó el fuego una vez, si dijo que no, si afrontó la expulsión del Paraíso, si desobedeció, puede volver a hacerlo y en ese acto recuperar su esencia.