“Las brujas de Monte Verità” comparte con mi primera novela la atracción por personajes marginales que se resistieron a acatar las convenciones o las modas en un momento dado. Me interesa mucho la vida de esos artistas y pensadores que no dudan en ir contra la corriente, que se atreven a poner el cuerpo en proyectos idealistas que parecen, por momentos, descabellados. Incluso en sus previsibles fracasos esos proyectos dejan huellas. La búsqueda de libertad total de Monte Verità, que incluyó el amor libre, el consumo de drogas, el nudismo, el veganismo o el ideal de un matriarcado, resuena mucho con nuestras utopías del siglo XXI. La novela retoma esa pregunta fatídica: ¿toda utopía está destinada a fracasar? Mi desafío al escribir fue pensar qué tanto hay de fracaso en una experiencia así y qué restos se sedimentaron para aparecer cien años después.
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El retorno a la naturaleza en la comunidad utópica.
Los monteveritanos son, por cierto, apasionantes. ¿Cómo los descubriste y por qué surgió el deseo de investigar sobre ellos y convertirlos en el leitmotiv de una novela?
Había oído hablar de los monteveritanos en la universidad. La historia ya me había parecido apasionante entonces, pero el tema volvió a surgir durante la pandemia, en un momento en el que varios amigos empezaron a plantearse dejar la ciudad y retomar el contacto con la naturaleza. Me interesó pensar qué tanto de los preceptos ecologistas de inicios del siglo XX estaban presentes en la utopía neorrural actual que me parecía más vaciada de ideales, más escapista, estilo “sálvese quien pueda”. En la novela, Verónica, la protagonista, tiene un hijo pequeño y atraviesa una crisis laboral y afectiva. Está bastante perdida y, en medio de esa confusión, su mejor amiga y su marido la confrontan con dos proyectos de vuelta a la naturaleza. Por un lado, el de Adrien, el esposo, que intenta convencerla de instalarse con su hijo en un ecopueblo de los Pirineos; y, por el otro, el de Lucía, una amiga que se separa de su pareja francesa y se vuelve a Argentina queriendo fundar una comunidad con sus amigas en la pampa. Verónica está boyando entre esos sueños ajenos y decide buscar inspiración en los monteveritanos para pensar qué hacer con su vida.
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La danza en Monte Verità.
Se dice de ellos que fueron una suerte de protohippies: vegetarianismo, comunión con la naturaleza, libertad sexual, igualdad absoluta entre el hombre y la mujer… Una propuesta atractiva. Tanto, que sedujo a artistas y pensadores importantes. ¿Nos contarías algo de su historia?
La historia de Monte Verità comienza a inicios del 1900 en las orillas del lago Mayor en Ascona, en la Suiza italiana. Al principio, fueron tres hombres y tres mujeres los que fundaron esa comunidad anticapitalista que proponía una filosofía de vuelta a la naturaleza, a una vida más rústica y simple por la vía de un matriarcado primitivo. El lugar empezó como un sanatorio naturista y, con el paso de los años, se transformó en una escuela de danza y de artes de vida. Los fundadores fueron Ida Hofmann y Henri Oedenkoven, la pareja que compró el lugar y construyó el sanatorio que se mantuvo en funcionamiento hasta 1928. Eran ecologistas avant la lettre: defendían el trabajo al aire libre, los baños de sol, el nudismo, el veganismo y, los más radicales, incluso la experimentación con drogas, el amor libre y las terapias orgiásticas.
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Hermann Hesse en Monte Veritá.
De los monteveritanos emana, perceptible y cálido, el aliento de la utopía. Este es un mundo, sin embargo, donde las utopías parecen haber fracasado. ¿Creés en su resurgimiento, o el consumo y las redes sociales destruirán todo?
Lo increíble de las utopías es que, aunque los proyectos puntuales fracasen, las ideas subsisten. En ese sentido me parece más interesante pensar en términos de continuidad que de éxito o de fracaso. Rousseau explica que toda utopía y toda idea de progreso parten de una búsqueda de perfectibilidad que contiene, en sí misma, el germen de su perversión. Aunque esos sueños puedan transformarse en pesadillas, el pensamiento utópico empuja la Historia hacia adelante y nos ayuda a imaginar otros caminos posibles. Monte Veritá fue uno de los lugares en los que más claramente se concretizó el deseo de escapar a los males de la época. Frente a una experiencia así me gusta pensar cómo se modelan nuestras utopías actuales porque, al fin y al cabo y citando a Borges, “no hay otros paraísos que los paraísos perdidos”.
En la protagonista central de la novela se adivina una riesgosa similitud con su inventora, la propia Paula Klein, la escritora argentina exiliada en Francia, que cría hijos pequeños mientras trabaja en la universidad e intenta producir una obra literaria que perdure. ¿Qué tan difícil se hace llevar adelante esa vida, la tuya? En el caso de Verónica, las dificultades quedan rápidamente a la vista.
Por supuesto, hay puntos en los que mi experiencia personal y la ficción se cruzan, pero la regla del juego es clara: “Una gota de ficción tiñe todo de ficción”, como dice Antonio Muñoz Molina. Sobre todo en una época en la que la cultura, y ni hablar la academia y la enseñanza universitaria, parecen bastiones de un mundo destinado a la extinción, somos muchos los que nos planteamos qué estamos haciendo al escribir, enseñar, leer y todas esas actividades que no tienen un gran rédito económico y que son relegadas en tiempos de crisis, pero que son centrales para el desarrollo de una persona o de un país.
Entre tu primera obra y esta se percibe una continuidad y, al mismo tiempo, una evolución. ¿Estás trabajando en algún nuevo proyecto novelístico?
Un amigo me decía que veía en mis dos novelas un relato en forma de elipsis, con una suerte de doble foco: un “archivo” o un material histórico, por llamarlo de alguna manera, y una investigación novelesca, con algo de policial. Tal vez “Las brujas de Monte Verità” lleva la investigación más lejos porque la historia de los monteveritanos aparece a partir de notas y de la reflexión de Verónica para un futuro libro. Y sí, estoy trabajando en un nuevo proyecto sobre el mundo del periodismo y los vínculos entre verdad, mentira y bullshitting. Espero que la investigación de fondo me ayude a construir, esta vez, una ficción pura.
El comienzo de "Las brujas de Monte Verità"
Al principio solo hay oscuridad. De a poco, el sonido empieza a emerger desde el fondo impreciso del escenario. Un chasquido metálico de platillos y un gong anuncian una música primitiva, ritual. La escena se va iluminando. El cuerpo de una mujer ocupa el espacio. Va descalza y tiene la cabeza agachada. Una máscara blanca con rasgos orientales le cubre la cara. Lleva un traje de lamé rojo cobrizo con reflejos negros y plateados. Está sentada, con las piernas flexionadas y las plantas de los pies enfrentadas. Las rodillas suspendidas a pocos centímetros del suelo. En un golpe de percusión, la cabeza se proyecta hacia el cielo y los brazos la siguen como flechas. Las manos se apoyan en los tablones de madera y luego suben por una pared invisible. Su columna se agita en espasmos. Los omóplatos convulsionan. El pecho se hincha, se vuelve rígido. Mary Wigman se toma de los tobillos. Los pies empiezan a elevarse. Suben y bajan golpeando el piso al ritmo del gong. Son un instrumento más. A pesar de la máscara, cada movimiento transforma la expresión de su rostro. Según la posición que adopta, los ojos parecen abrirse o cerrarse. Alrededor de su boca flota una sonrisa impenetrable. Está ahora en el borde del escenario, casi a punto de caer sobre la platea. Nadie la ha visto avanzar.
¿Repta?
Se mueve con una energía oscura. Una fuerza subterránea hace temblar el piso y la madera cede. Mary es ya puro ataque, una masa de músculos que se estremecen. Sus pies se mueven rápido, levantando chispas que encienden el aire. El ambiente está caldeado y las partículas anuncian la hoguera. Las llamas toman impulso y se aferran a las tablas.
Pero no a ella.
Su cuerpo parece hecho de piedra. El fuego lame su piel y la vuelve lustrosa como el bronce. Los gritos empiezan a subir desde la sala. El público, que antes se arqueaba incómodo en sus asientos, se ha puesto de pie. La gente vocifera y se apretuja aterrorizada en dirección a la salida del auditorio, que da a una calle de Munich de 1914. Aunque no entienden muy bien lo que han visto, prefieren creer que fue una pesadilla o un momento de histeria colectiva. Salen sin mirar atrás. Ya afuera, las mujeres se cierran los abrigos con fuerza y los hombres se ponen los sombreros. Se van en silencio, suspendidos en el vértice de una catástrofe incomprensible.
¿Ahora gritan?
¿Qué gritan?
«¡Arde, arde!».
Sobre el escenario, los inmensos tablones que se han desprendido del suelo forman una pirámide. Vista de lejos, parece un árbol que se incendia. La escena hace pensar en las antiguas fiestas de la cosecha en las que los campesinos, bailando en ronda en torno a una hoguera, ofrendaban los frutos de la tierra a los dioses de la fertilidad y de la noche.
Mary tiene el cabello revuelto y los ojos hundidos en las órbitas. Parece un animal al acecho. Por fin logra verse realmente. Ahí está la criatura de la tierra y de la noche. El engendro lujurioso y salvaje, repulsivo y fascinante. Ahí está la bruja.