Brian Esteban Fernández, de 30 años, pedaleaba el viernes a la noche por 27 de Febrero e Iriondo en su vieja bicicleta. La usaba porque hace dos meses le habían robado la moto. Había terminado su turno en la verdulería del supermercado La Reina de San Martín y Ayolas y lo esperaba Joaquín, su único hijo, de diez años. A las 22.30 llamaron a su hermano Joel para avisarle que a Brian lo habían apuñalado para robarle ese pesado rodado 26 que al final el agresor dejó tirado junto al cuerpo de su dueño. Cuando Joel llegó vio un cerco lleno de policías. Uno de ellos le comunicó que su hermano estaba muerto.
Walter Raúl Alastra, de 45 años, llegó este lunes a la noche a arreglar una moto a Cochabamba y Esmeralda. Estaba de licencia en la vidriería donde trabajaba y hacía changas como mecánico aficionado. Lo rodeaba un grupo de jóvenes mientras reparaba el vehículo y todos fueron sorprendidos por un auto que pasó frente a ellos desde donde partió una ráfaga de disparos. Tres de los jóvenes que estaban allí fueron heridos. Pero la bala que alcanzó a Walter lo mató en el acto. Vivía en zona norte. “Era un pibe trabajador, con tres chicos hermosos, buena persona, alegre, carismático, mujeriego. Nos lo arrancaron de nuestras vidas”, dijo una prima suya a este diario.
Brian Emanuel Alvarez, de 30 años, se había puesto a cocinar en la calle en el barrio pobre donde vivía, más allá de Mendoza y Wilde, en Gallegos al 1100. Estaba con su hermano cuando pasaron dos transeros en una moto Honda Titán negra que les preguntaron si vendían drogas y después les dispararon. Brian recibió siete tiros y murió. Su hermano Marcelo sobrevivió y contó lo ocurrido. Comentó que Brian tenía tres hijos menores de tres años, dos de ellos mellizos. Los vecinos refirieron que los dos hermanos eran buena gente y que trabajaban cortando pasto. Esto también pasó este lunes.
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¿Qué debe tener la muerte de un individuo para resultar políticamente relevante, es decir, para ser capaz de interpelar a los poderes públicos y propiciar cambios? Esa es la pregunta que le da forma a “Muertes que importan”, un libro del sociólogo Gabriel Kessler y la historiadora Sandra Gayol, que analiza el modo en que contadas veces la muerte violenta se convierte en un problema público. Una indagación muy pertinente que lleva justamente a posar los ojos en la enorme cantidad de hechos tremendos que quedan fuera de foco.
Es lo que pasa en Rosario, donde el año pasado se llegó a 287 homicidios dolosos que en su abrumadora mayoría no producen ninguna conmoción. Pero que son acontecimientos que generan en los implicados cambios de vida desgarradores e inexorables. En la crónica de la muerte de Esteban Fernández hay un pasaje secundario de una tristeza que derrumba. Es cuando Joel enfrenta a su sobrino de 10 años para decirle que su papá ya no está. En cada uno de los casos donde una vida es arrebatada con violencia hay un momento así que bajo la denominación constante _otro homicidio_ queda fuera de plano.
Estos tres hechos desgraciados que se refieren rápido ocurrieron en los últimos cinco días. Ponen claramente en contradicho a un planteo reciente de Aníbal Fernández cuando señaló en diciembre que las muertes violentas en Rosario resultan de incidentes que “no son de civiles sino entre bandas”. No todo es tan definitivo. Hay en efecto una amplia zona de grises que muchas veces entremezcla a ofensores y a víctimas. Pero acá están referidas muertes violentas de trabajadores, en la calle, sorprendidos en tramas que tienen que ver con sus vidas pero de las que también son ajenos. En Rosario todas las semanas gente ajena a los conflictos, gente inocente, está muriendo.
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¿Por qué algunas muertes generan conmoción social y otras, similares, no provocan la misma reacción? ¿Por qué algunas muertes logran que una parte significativa de la población se involucre emocionalmente con ellas y exija respuestas del Estado? ¿Con qué conecta esa respuesta dispar en la comunidad frente a vidas cercenadas que dejan a hijos sin padres, a personas sin parejas, a padres sin hijos?
En su libro, Kessler y Gayol examinan una serie de casos que se volvieron públicos y sacan conclusiones. Una de las primeras es que la eficacia de algunas muertes para volverse visibles y la invisibilidad de otras se debe al tema con que cada muerte en particular se relacionó: a la interacción con la coyuntura política en la que esa muerte se produce, a la forma en la que varios actores se involucran con ella, a su capacidad de remitir a otras muertes similares y a su presencia en la agenda de los medios.
Pero en general la muerte violenta de seres anónimos, hombres y mujeres, la mayoría jóvenes, pertenecientes a los sectores populares, no rompe para la comunidad (no para sus íntimos) con su dimensión de número. Menos por ser historias que generen identificación.
Los autores de “Muertes que importan” arriesgan una hipótesis interesante cuando se refieren a las otras, a las que no importan, a las que son mayoría. Afirman que esa indiferencia se relaciona con la forma en que los medios y los discursos públicos construyen determinado espacio social, destacando sus vínculos con el delito y la violencia. Cuando un homicidio ocurre allí, entonces, esas muertes conmueven mucho menos y carecen de impacto político. Vendrían a ser un efecto derivado y esperable de estar en ese territorio. La muerte violenta, dicen los autores, refuerza el estigma.
Hace quince días Lautaro Ronchi, un chico de 17 años que juega en la cuarta de Racing, recibió en Tablada un tiro en la cabeza que lo mantiene en el Heca muy grave desde entonces. No es aventurado decir que Lautaro es un gran deportista. No cualquiera juega en reserva de uno de los más importantes clubes del país. Tampoco lo es decir que el incidente, fuera de su círculo, quedó tapado de olvido.
¿Qué habría pasado si un deportista de la misma edad recibe un balazo cuando sale de su club en el centro, en Fisherton, en Alberdi? Muy probablemente el sesgo zonal o la condición social promueva las operaciones imprescindibles para que esa agresión se transforme en un problema público.
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Pero la capacidad de ciertas muertes de alentar mutaciones políticas y sociales en algunos casos es lo que no parece inscripto en la agenda estatal. Bastó que una sucesión de casos involucrara a personas no usualmente tocadas por la violencia letal para que en febrero de 2016 el recién estrenado gobierno de Miguel Lifschitz zozobrara con las marchas del Rosario Sangra.
Los rasgos de ciertas muertes que generan malestar, sufrimiento e indignación no son intercambiables. Uno de los hechos del Rosario Sangra fue el crimen de Fabricio Zulatto. En el juicio quedó claro que Fabricio, jugador de futsal de Newell’s, se había implicado en un caso de drogas. Pero este matiz no impuso que su muerte quedara justificada o naturalizada por eso. Generó ira y un reclamo masivo que otras muertes que ocurren en contextos de comercio de droga no acarrean.
Pero cuando lo despiadado se reitera, los acontecimientos se pueden convertir en asuntos públicos. Y en Rosario está ocurriendo. Contra lo que dijo el ministro de Seguridad de la Nación la violencia se lleva a gente no implicada en conflictos de las economías criminales. Desde el viernes fueron tres casos. Nunca sabemos la particular manera en que una muerte puede interpelar al Estado, exigir respuesta, ponerles límites. Remitir a una realidad social evidente que, providencialmente, en Rosario no explotó.
A veces lo que pasa en un territorio degradado o suburbano puede producir una conmoción que deja a la política al borde del nocaut. Pasó con la masacre de Ingeniero Budge cuando la policía mató en el conurbano a tres jóvenes frente a un almacén y después los acusó de haberlos tiroteado lo que generó en el barrio, que conocía a los chicos y los sabía incapaces de disparar, un violento estallido. Pasó con el triple crimen de Villa Moreno donde también una trama comunitaria y política no permitió que se asociara a las víctimas como resultado de sus presuntas prácticas.
Joel Fernández enterró a su hermano Esteban este fin de semana. Antes le explicó a su sobrino de diez años lo que le pasó a su papá. Cuando este medio lo visitó dijo: “No podemos acostumbrarnos a esto, ni naturalizarlo, ni ser parte de una estadística. Mañana le puede tocar a cualquiera. Les pedimos a las autoridades que hagan algo con respecto a las personas que ingresan muy temprano a trabajar o que llegan muy tarde a su trabajo. Cuando salís no sabés si volvés a tu casa”.
No todos los casos son iguales. No toda la ciudad está bajo las mismas acechanzas. No todos los casos se convierten en una interpelación colectiva a los poderes formales. Pero cada vez muere más gente ajena a pleitos cruentos. Eso no es sin consecuencias y los poderes estatales, también la comunidad en lo que le toca, tienen que prepararse para dar una respuesta que será exigida masivamente en cualquier imprevisible momento. En Rosario la muerte violenta es un inmenso problema público.