Por estos días, la guerra en Ucrania nos muestra que aunque no estemos afectados directamente por las bombas, y vivamos a miles de kilómetros de allí, podemos ser testigos de escenas muy íntimas. Padres que despiden a sus hijos que suben a un micro rumbo a Polonia, promesas de amor, comentarios racistas de los corresponsales, una anciana parecida a Baba Yaga que maldice a un soldado ruso imberbe, la agonía solitaria de una familia rodeada de sus valijas de carrito desparramadas sobre el asfalto de alguna ciudad de nombre impronunciable.
"Las cartas de guerra expresan, con su extinción, el final de una forma de relacionarnos no solo entre las personas, sino con el tiempo" "Las cartas de guerra expresan, con su extinción, el final de una forma de relacionarnos no solo entre las personas, sino con el tiempo"
Hace mucho tiempo que la anulación del tiempo y la distancia gracias a las redes incide en las formas de contar y ver la guerra. Es más, vale la pena preguntarnos por qué estamos tan pendientes de esta y no de otras. Pero en un rápido repaso, hemos visto hace años, por ejemplo, a soldados estadounidenses abusando de sus prisioneros en Guantánamo, a tropas de ocupación israelíes disparando sobre niños en Palestina. La Humanidad ha recorrido un largo camino desde las primeras fotografías de guerra, tomadas en el siglo XIX, al bombardeo abrumador –y adormecedor– de los videos caseros de guerra que abruman por estos días, muchos de ellos tomados con un celular, esa prolongación del cuerpo humano.
Sin embargo, durante décadas el principal medio de comunicación entre los combatientes y sus seres queridos fueron las cartas. Escritas en los altos de la marcha, en hospitales de campaña, en las trincheras, bajo fuego, la alfabetización masiva permitió que millones de misivas salieran del frente hacia la retaguardia y viceversa. Pasaran o no por el cedazo del censor militar, fue a través de esos ojos que muchas personas supieron de la vida de sus seres queridos bajo fuego, o se enteraron de carestías y novedades en casa mientras se preparaban para un asalto. Y es a través de esas comunicaciones personales, preservadas en archivos, o por azar en el rincón de alguna casa, que los investigadores reconstruimos hoy el pasado.
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Las cartas, como las fotografías antiguas, parecen tener el poder de congelar el tiempo. Quienes han tenido la posibilidad de trabajar con ellas seguramente recordarán la sensación de estar asomándose por una ventana a un mundo que ya no existe, pero que al mismo tiempo aparece asombrosamente vivo y latente. Las cartas deben estar entre los documentos históricos con mayor capacidad de interpelación hacia el presente. El historiador que las lee no solo reconstruye el pasado, sino que espía una vida concreta, visible no solo en lo que las misivas narran sino en los sentimientos que expresan: sus esperanzas, sus temores, sus amores y sus odios.
En estos días en que los informes sobre Ucrania abruman con materiales salidos del celular de hombres, mujeres y niños, armados o no, esa densidad profunda de la correspondencia se volvió palpable una vez más. Las cartas de guerra expresan, con su extinción, el final de una forma de relacionarnos no solo entre las personas, sino con el tiempo. No es que quien filma un video de despedida a sus padres no es consciente de que ese instante puede ser el último, sino que al filmarlo y enviarlo pierde el control sobre él. Si alguien hubiera usado la palabra “viralizar” en Da Nang, durante la guerra de Vietnam, o en Passchendaele, en el Flandes de la Gran Guerra, seguramente quien lo escuchaba habría pensado en algún tipo de nueva arma química secreta. No hace tanto que nuestros mensajes íntimos tenían un destinatario concreto y único, a lo sumo unos pocos. Por eso, cuando un historiador lee cartas enviadas hace décadas, en un momento extremo, no es solo que la vida de las personas que les escribieron y leyeron cobran otra dimensión, sino que los sentimientos que expresan adquieren otra densidad. Hoy una carta escrita en una situación límite –ante la eventualidad de la muerte, por ejemplo (“Quisiera que me abraces, mamá, como cuando era chico”, escribió en junio de 1982 un conscripto argentino en vísperas del ataque inglés) devuelve, también, otra densidad de los sentimientos, otra materialidad de las relaciones entre las personas y el tiempo que viven. Leemos por sobre el hombro de un soldado en un pozo húmedo, nos sentamos frente a una familia que despliega con manos temblorosas un aerograma llegado de Malvinas. Hay una cierta impunidad en asomarse a esas cartas, como quien rompe un secreto, que el interés histórico justifica pero que debe ser honrado. Sea con herramientas críticas o literarias, nos esforzamos por narrar esas vidas cuya intimidad, aunque ya sea pasado, hemos roto con nuestras preguntas.
No es casual que entre los restos de los soldados que el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó, se encontraran cartas, dobladas cuidadosamente junto a estampitas, carnets de clubes de fútbol y otras pertenencias. Las cartas son anclas a los seres queridos y, para nosotros, son marcas geológicas de que la forma de vivirlo no ha sido siempre tan efímera.
En su novela "Los desnudos y los muertos", Norman Mailer cuenta la historia de Gallagher, un infante estadounidense que durante la Segunda Guerra Mundial recibe en Anopopei, en el lejano frente del Pacífico, la noticia de que su mujer ha muerto al dar a luz. A miles de kilómetros de sus hogares, las cartas demoraban semanas en llegar y en consecuencia se establecían extrañas relaciones con los seres queridos. Vivían a destiempo. Gallagher recibió la noticia del fallecimiento y “después de un rato se calmó y se puso a mirar sus cartas. La noche anterior había tenido tiempo de leer solamente las de su mujer. Todas eran cartas antiguas. La más reciente era de hacía un mes, y no dejaba de decirse, sorprendido, que tal vez ya fuera padre. La fecha probable que había mencionado su mujer para el nacimiento de la criatura ya había pasado, pero él no podía creerlo. Siempre se imaginaba que lo que ella escribía ocurría el mismo día en que él leía la carta; si ella decía que iba a visitar a una de sus amigas al día siguiente; él pensaba que Mary haría la visita el día después de leer la carta. La razón le advertía de su error, pero su mujer seguía viviendo para él solamente en el instante en que leía sus cartas”.
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A pesar de la noticia de la muerte de su esposa, ella vivía en las cartas, allí estaba. Y entonces, sucedió algo terrible. Debido al retraso en las comunicaciones, semanas después de saber que había muerto, Gallagher siguió recibiendo cartas con posterioridad a su fallecimiento y reaccionó con alegría. El delay en la correspondencia le hacía sentir que su esposa seguía viva: “Durante meses había sabido de la vida que llevaba su esposa sólo a través de cartas y la costumbre estaba tan arraigada que no podía desprenderse de ella. Empezó a sentirse contento; esperaba las cartas como siempre había hecho y pensaba en ellas por la noche antes de dormirse. Sin embargo, después de unos días, comprendió algo espantoso. La fecha de parto se acercaba cada vez más, habría una carta final, y ella estaría muerta”.
Sus jefes y compañeros de pelotón discutieron qué hacer frente a ese “autoengaño”. ¿Debían seguir entregándoles las cartas y fomentar su “locura” o no? Pero ante la mera insinuación, la respuesta de Gallagher fue tajante: “Si no me dan las cartas, ella se va a morir”.
Es probable que la guerra de Malvinas haya sido la última guerra epistolar del siglo XX. Una en la que los participantes escribieron cartas a gran escala. Y los testigos: las “cartas al soldado argentino”, las esquelas metidas en encomiendas, hayan llegado o no. Tengamos o no cartas para leer en estos meses de aniversario de una guerra, la conmemoración no deja de ser una invitación a explorar aquello que las cartas muestran: quiénes éramos, qué quisimos ser, quiénes ya no están. Preguntarnos por qué siguen vivas las Malvinas en nuestras sociedad, por qué caminos, qué nos demandan, por qué son como la mujer de Gallagher, muerta al dar a luz y tan viva en sus palabras preservadas en las cartas que ese infante perdido en Anopopei desplegaba para prolongar su vida.