El 31 de diciembre de 2022 murió Joseph Ratzinger, más conocido como Benedicto XVI, el papa número 265 de la historia del catolicismo. Su estancia en la silla de Pedro fue relativamente breve, duró ocho años, dos menos de lo que llevaba como papa emérito tras renunciar en 2013. Su influencia en la historia de la Iglesia contemporánea, sin embargo, va mucho más allá de su papado. Ratzinger se desempeñó por más de dos décadas al frente del otrora Santo Oficio, la actual Congregación para la Doctrina de la Fe. Convocado en 1981 por Juan Pablo II para presidir en un momento de particular efervescencia política, se convirtió en uno de los hombres más poderosos de la Iglesia y en una voz clave en la definición de la ortodoxia católica. Tal es así, que sus críticos lo bautizaron el "cardenal panzer" y el "rottweiler de Dios", como recordó en estos días la prensa inglesa. En parte, dichos epítetos fueron una respuesta a su posición particularmente crítica e intransigente con la teología de la liberación latinoamericana a la que, como señaló el sociólogo Michael Löwy, buscó cortar de raíz, persiguiendo a sus principales exponentes y llegando incluso a inhabilitarlos, tal como ocurrió con el brasileño Leonardo Boff.
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La gente espera en la plaza San Pedro para ingresar a la basílica del Vaticano y despedir a Benedicto XVI.
Foto: Alessandra Tarantino / AP
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Cola de fieles dentro de la Basílica de San Pedro en el Vaticano para ver el cuerpo del difunto pontífice retirado.
Foto: Antonio Calanni / AP
El joven teólogo
Mucho antes, sin embargo, Ratzinger sobresalió como un teólogo en cierto modo innovador durante las décadas de 1950 y 1960. Por entonces desarrolló una intensa labor intelectual como profesor en las universidades alemanas de Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona. En parte gracias a esos pergaminos académicos participó como colaborador del cardenal Joseph Frings, por entonces Arzobispo de Colonia, en el Concilio Vaticano II entre 1962 y 1965. Su amplia producción le permitió ganar un creciente prestigio académico y su libro Introducción al cristianismo, basado en las conferencias dictadas durante 1967, se convirtió en una obra de cabecera en numerosas universidades católicas. Allí, propuso una interpretación de la trinidad y los dogmas de fe influida por la filosofía hegeliana y, en cierto modo, por la obra de Martin Heidegger, así como por teólogos como Henri de Lubac e Yves Congar. En dicho libro, Ratzinger subrayó además la importancia de comprender lo divino desde una perspectiva anclada en la vida de Jesús, como también afirmaban por entonces corrientes teológicas renovadoras como las encabezadas por Karl Rahner y Hans Küng.
A finales de los años sesenta y tempranos setenta, no obstante, las tensiones y conflictos que comenzaron a multiplicarse en el mundo católico en torno a las diferentes lecturas de lo que había ocurrido en el Concilio Vaticano II, hicieron mella en su apreciación del proceso de reforma encarado por el papa Juan XIII. Como consecuencia de ello fue alejándose progresivamente de los sectores considerados renovadores e impulsó la revista Communio, uno de los estandartes del conservadurismo católico a nivel mundial. De allí en más, su posición conservadora se consolidó. Por esos años, además, profundizó su crítica a buena parte de las vertientes teológicas liberacionistas, con excepción en parte de la Teología del Pueblo Argentina y lo que poco después se conocería como teología de la cultura. En sus intervenciones denunció a la teología de la liberación como una reducción ideológica del catolicismo y la fe cristiana, y como un producto de la supuesta infiltración marxista en la Iglesia. Una lectura, dicho sea de paso, que sintonizaba perfectamente con la postura visceralmente anticomunista de Juan Pablo II en los estertores de la Guerra Fría. Su dureza en la defensa de la supuesta ortodoxia católica, empero, no fue equidistante entre "izquierdas" y "derechas" cristianas, a la luz, por ejemplo, de las reiteradas contemplaciones que tuvo con las posiciones cismáticas y ultraconservadoras de Marcel Lefevbre en los años ochenta.
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El Papa Francisco observa a Benedicto XVI en el ingreso a la basílica de San Pedro acompañado por monseñor Georg Gaenswein.
Foto: Andrew Medichini / Archivo AP
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El Papa Francisco abraza a Benedicto XVI antes del inicio de una reunión con fieles en la Plaza de San Pedro del Vaticano. La renuncia de Benedicto XVI (2013) provocó llamados a nuevas reglas y regulaciones para futuros papas retirados y evitar las confusiones que siguieron.
Foto: Gregorio Borgia / AP
De Ratzinger a Benedicto XVI
Ratzinger nunca cultivó realmente un perfil pastoral. Su período como obispo a finales de los años setenta los vivió según sus propias declaraciones con dificultades. En este sentido, su llegada a la silla de Pedro en un momento de profunda crisis de la Iglesia fue muy poco oportuna. Su hermano Georg, incluso, declaró alguna vez que había rezado para que no ocurriera, preocupado por su salud.
Lejos tanto de las bibliotecas universitarias que lo habían cobijado en su juventud como de su rol como censor ideológico en tiempos de Juan Pablo II, su papado estuvo signado desde el comienzo por fuertes escándalos. En primer lugar, debido a las denuncias por abuso sexual y pederastia que se multiplicaron en diversos países, al tiempo en que crecían las sospechas sobre complicidades y encubrimientos en las altas esferas del Vaticano. En segundo lugar, a raíz de las filtraciones de documentos privados que erosionaron profundamente su autoridad. Finalmente, a todo esto se sumó la evidente incapacidad de Ratzinger para sanear el Banco Vaticano y combatir la corrupción económica y financiera, a pesar de algunos tímidos avances durante 2009 y 2010.
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Una monja lee el periódico del Vaticano L'Osservatore Romano con la noticia de la muerte de Benedicto XVI.
Foto: Doménico Stinellis / AP
De los laberintos se sale por arriba
Ratzinger hablaba bien seis idiomas y podía leer de corrido sin dificultades algunos de los textos filosóficos más difíciles, como la Fenomenología del Espíritu de Georg Hegel o Ser y Tiempo de Heidegger. Sin embargo, carecía de las habilidades políticas necesarias para encarar el gobierno de una Iglesia como la de Juan Pablo II en franca descomposición y con niveles sistémicos muy altos de corrupción. En 2013, cuando muchos en Roma se relamían ante su deterioro físico debido a su avanzada edad, Benedicto XVI pateó el tablero y, recordando tal vez el notorio declive de Juan Pablo II en sus años finales, tomó una decisión disruptiva para la Iglesia moderna: renunció.
Después de casi seiscientos años un pontífice decidió pegar el portazo. En perspectiva histórica, la renuncia de Benedicto XVI constituye, tal vez, el hecho más revolucionario de la Iglesia reciente y, qué duda cabe, una jugada que muy pocos vieron venir.
Cuando el tiempo pase, lo que seguramente quedará en la historia de Ratzinger no serán sus escritos académicos y sus encíclicas, tampoco su controvertida gestión al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino su acto final de rebeldía frente a la corrupción que lo rodeaba y de la que, claro está, también formó parte y fue responsable, aún cuando él mismo no hubiera estado implicado directamente en ella. Cuando parecía que todas las cartas estaban echadas en su contra y, en definitiva, en contra de la Iglesia misma, Ratzinger recordó que, como solía decir Leopoldo Marechal, de los laberintos se sale por arriba.
(*) Diego Mauro, es investigador independiente en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet), docente y coordinador del Doctorado en Historia, forma parte de la Red de Estudios de Historia de la Secularización y la Laicidad (REDHISEL) y coordina el Observatorio de Culturas Religiosas también de la Universidad de Rosario ( UNR) ...
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