La pregunta es ineludible para todes aquellos que se preocupan por las infancias, sobre todo si se trata de infancias nacidas en la pobreza. Entre un 50 y un 60 por ciento de niñes en nuestro país son pobres, con una franja alarmante en la marginalidad más extrema producto de varias generaciones de pobreza estructural.
¿Para qué sirve la escuela? La escuela es una institución del Estado, y sirve —cualquiera sea la matriz de ese Estado— para generar consenso, gobernabilidad, aceptación de las normas, civilidad, inclusión.
Estado no es lo mismo que gobierno. La ley 1.420 de enseñanza común, gratuita y obligatoria, la ley federal de educación, la ley nacional de educación, surgen en distintos momentos de desarrollo productivo y representan distintos objetivos de gobierno hacia los ciudadanos que forja la escuela. Porque eso hace la escuela: pare ciudadanos, funda civilidad, normativiza, incluye.
Los docentes somos los transmisores de cultura, los voceros de ese mandato de Estado y sus leyes, tanto para bien como para mal, y a esto hay que saberlo.
Ríos de tinta oficial apelan a la idea de una escuela “igualadora de oportunidades”. Aunque algunes estamos convencidos de que la escuela no puede sola por sí misma, igualar lo que por cuna es diferente, resultaría fatal que abandonemos la quimera del intento.
Cuna implica muchas cosas: alimentación, salud, vivienda, necesidades básicas, capital cultural. Cuando la pobreza se torna estructural, el capital cultural (la relación con el medio) se degrada de generación en generación. También a esto hay que saberlo. Esta característica de la pobreza estructural, esta degradación generacional del capital cultural, este retroceso civilizatorio, creo que es el problema más serio que tenemos que enfrentar como sociedad.
Pero aún sabiendo todo eso, si quienes nos preocupamos por las infancias reducimos la escuela a la inclusión a secas, perderíamos una fabulosa oportunidad de intervenir la realidad: no hay escuela sin proyecto educativo, y no hay civilidad sin inclusión educativa. No alcanza con “querer a les niñes”. Ese querer debe manifestarse en aquello que implica ser docente: habilitar saberes, contenidos, ampliar horizontes, que por cuna están lejos de sus destinatarios.
Escuela a veces es una política oficial, a veces un grupo de docentes y a veces solo uno en una institución que disputa significancias: ¿Escuelas con comedores o comedores con escuelas? Permanente tensión que subyace en los territorios más castigados. La escuela no puede igualar lo que la sociedad pare diferente, y sin embargo hay quienes sostenemos que la razón de ser de la docencia, de los adultos responsables que elegimos esa tarea, de los ciudadanos conscientes que sabemos del impacto social de nuestro trabajo, es apuntar a traspasar la brecha que la cuna impone.
Por eso defendemos la escuela del proyecto educativo, la escuela de contenidos. Por eso entendemos que categorizar de “pobrecitos” a los cientos de miles de pibes nacidos en la pobreza y no ofrecerles las herramientas de inclusión educativa, es condenarlos a la marginalidad heredada y naturalizada por las políticas de Estado.
Por eso polemizamos con los que en nombre de la “amplitud” y la “aceptación de la diversidad”, ofrecen como toda y única propuesta reparadora, la ternura. ¡Bienvenida la ternura, y quien no ame a les niñes, que por el bien de todes se mantenga muy lejos de elles! Pero la escuela no es eso. No puede reducirse solo a eso.
Porque los pibes de la exclusión, son los hijes de trabajadores desocupados, nacieron pobres, son los “otros”, a los que el azar los puso diez cuadras o cien más allá de nosotres, pero también son nosotres, en tanto son parte de la misma sociedad que nos conforma. Empatizar con los “pibes pobres” es no condenarlos a ser “pobrecitos” y no aceptar este orden como natural e inamovible.
Inclusión educativa parece una conjugación obvia del trabajo escolar, y sin embargo hasta gobiernos bienintencionados fallan en la comprensión del concepto. Docentes, gente buena, que quiere a los chicos, que les eligen la factura con más dulce de leche a les chiques, que se preocupan por las medias o las zapatillas que le faltan a algunes, resignan contenidos, se apartan de las normas, multiplican contemplaciones, hacen “la vista gorda”. Pero les chiques crecen. Y un día tendrán que dejar la escuela, y no pongo en duda que para muches quedará inscripta esa, la escuela, como su mejor lugar de infancia. Pero para que la sociedad los incluya en sus roles de adultos, habrá exigencias. Aún para los trabajos más precarizados o para los tan discutidos “planes sociales”, van a tener que atenerse a normas, rutinas, horarios y van a tener que desplegar saberes.
Esto no es un recetario, es apenas una nota de opinión de alguien que pasó mucho de su vida entre niñes y escuelas. Menciono algunas cosas sueltas, de negro sobre blanco, simples pero que pueden hacer la diferencia: para jugar a los jueguitos están los celulares. Pero para aprender a usar Word, Excel, tener un email, hacer un trámite online o buscar información, un sector enorme de la población solo tiene la escuela.
Para saber que existen los museos, apreciar una obra de arte, para jugar un “amistoso” con chicos de otros establecimientos educativos, para acceder a un libro, para escuchar un cuento, para leerlo, para escuchar música o ver un espectáculo que no sea esa tinelización absurda y embrutecedora que se consume cotidianamente desde las pantallas comerciales, un enorme sector, solo tiene la escuela. Y por supuesto, esto exige docentes no tinelizados ni embrutecidos por las pantallas. Esto exige proyecto educativo, objetivos, planificación, continuidad, evaluación, revisión, discusión y estudio.
Y yo sí creo —y he sido testigo— que ese alumne que ha sido “tocado” por ese contenido, puede ser quien rompa la cadena familiar de exclusiones que arrastra.
(*) Parte de lo expuesto está incluido en el libro “Cuándo/cuando hacemos escuela”, de Elena Rigatuso, Marcelo Guillermero y Nelda Rossi.